La Clínica psicoanalítica y sus avatares

El esquema óptico de Lacan; un florero muy floreado

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martes, 12 de mayo de 2020

"Pedro Páramo", de Juan Rulfo; "Una aproximación desde el psicoanálisis (II)


 Cuando son algunas mujeres, notodas, las que sostienen el nombre del padre (II)

 El vacío de Comala, esa Comala que es un vacío -no la Comala inhabitada, vaciada-; ese vacío que se puede escuchar en sus calles y en sus casas, que habla con la voz de sus muertos, le convierte a Juan Preciado en psicoanalista a la fuerza; en un psicoanalista "cogido por los pelos"; en un psicoanalista "a la fuerza ahorcan""no tengo más puñetas que ser psicoanalista"; por fin, en un psicoanalista "o lo tomas o lo dejas" (¿a que esto suena a apuesta?).

 Voy a plantear dos preguntas nada capciosas:

  •  ¿"Pedro Páramo" no es un sueño de Juan Preciado en el que él mismo estaría incluido como soñante en el sueño que sueña? Él mismo, en su división, sería el que sueña y lo soñado.
  • ¿"Pedro Páramo" no es el recorrido del trabajo de duelo que Juan Preciado realiza después de la muerte de su madre? ¿No está obligado a llevar a término el duelo por la pérdida de la madre in absentia del padre ("No es posible matar a nadie in absentia, in effigie")?

 "Pedro Páramo" es muchas cosas, pero, sobre todo, es el itinerario por un lugar mítico, real, Comala, de un hijo, llamado Juan Preciado, que, para poder elaborar el duelo por la muerte de su madre, deberá escribir su historia, aquella que presidió su nacimiento, marcada por el deseo de su madre hacia un hombre, Pedro Páramo, que la abandonó, la dejó ir, sin dolor, sin sentir su ausencia (al igual que a su hijo).

 Ese zopilote solitario, que llamó a una partida, sigue presidiendo, con su vuelo majestuoso, los cielos de Comala, en su añoranza eterna, en el dolor, el clamor, de una mujer, nunca mejor dicho, despechada.

El zopilote (Parnassus Americano) de Comala

 Al lado de la historia de una madre, Dolores Preciado, y de su hijo, Juan, que se forjan alrededor del trauma más doloroso de una existencia, la falta de un padre (aunque el propio significante, "Comala", desde la madre, hace función de suplencia del Nombre del Padre), nos encontramos con la historia de otra madre -Eduviges Dyada (la mejor amiga de Dolores)-, y de su desconocido hijo, en este caso de padre desconocido, que, nadie, en Comala, está dispuesto a reconocer; aquí se transparenta el pecado de Comala, que, como todo verdadero pecado, es colectivo, no individual.

 Eduviges, al tiempo, probablemente como consecuencia de ese no-reconocimiento colectivo, que actúa, electiva e intensamente, sobre cada uno de los sujetos, se suicida (recibe del Otro su mensaje de forma invertida).

 Nada se nos dice de los motivos que pudieron llevar a esta mujer a darse la muerte por su propia mano.

 Lo único que se subraya es que, para la Iglesia, representada por el insigne y lleno de bonhomía, Padre Rentería, este es un pecado que no tiene perdón de dios; que conlleva la pérdida total e inmediata de todos los bienes que ese fiel hubiera acumulado en su vida (este benemérito y caritativo pater amabilis le transmite a María, su hermana, sin ambages, que, Eduviges, en el último momento, "la cagó").

 El episodio del suicidio, del que no se nos proporciona ningún detalle, sólo el extremo dolor con el que muere Eduviges, es un pretexto para resaltar de qué pasta están hechos los distintos sujetos protagónicos de esta novela.



 La dignidad inquebrantable de la hermana de Eduviges, María, que acude a solicitar ayuda al Padre Rentería, como representante de la Iglesia (Esposa y Cuerpo de Cristo), por el poder delegado que ostenta (como sacerdote del Altísimo), para que interceda por la salvación eterna de su hermana.

 El P. Rentería, ¿es un hombre de fe?; ¿cree en el poder de la palabra?; ¿está dispuesto a orar por el alma de Eduviges?

 María reivindica la virtud de su hermana, su extrema bondad y generosidad, su entrega hospitalaria a todos los habitantes de Comala, incidiendo, sobre todo, en los espantosos dolores con los que murió.

 No le deja de recordar al Padre Rentería las enseñanzas de la Iglesia, su propia enseñanza, que, éste, en su miseria moral, en su hipocresía, parece haber olvidado: que el dolor, si se padece por causa del Otro (este es el caso de Eduviges), si es consecuencia de un acto de ofrecimiento, de entrega, no podrá menos que ser santificado (sin nombrarlo, María, le está recordando al Padre Rentería el sacrificio de Cristo).

 Nadie se salva por sí mismo; solo por amor a Cristo, el crucificado; por haber participado, a través del dolor, en el sacrificio de Jesús.

 María, una mujer que no mercadea con la verdad, no le va a implorar un favor al Padre Rentería; va a defender el derecho, inviolable, inalienable, que tiene su hermana a la salvación; porque se ganó el cielo en la tierra, por amor a sus hermanos, a los que amó hasta el punto de ofrecerles a su hijo (como hizo la Virgen María, pero, ¡hay!, el Padre Rentería se ha olvidado de todo):

 "Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todo tu espíritu. Este es el más grande y el primer mandamiento. El segundo es semejante al primero: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos dependen toda la Ley y los profetas" (Mateo, 22; 34-40).

 Eduviges se suicida por amor.

 Lo que la salva y santifica es el amor.

 Lo que condena al Padre Rentería es su desamor.

 "Ama y haz lo que quieras" (San Agustín).

 Lo importante de este episodio entre María Dyada y el Padre Rentería, en el que lo que se está jugando verdaderamente es la salvación de su hermana en su condición de sujeto, la dignidad de su memoria simbólica, de esa historia escrita que traspasa los límites de la muerte, todo pasa, todo depende de si el Padre Rentería va a ser capaz o no, va a atreverse o no, a interceder, a través de su palabra, ante el Otro divino, por el perdón y la redención eternas de Eduviges.

 Y, el Padre Rentería, en su cobardía moral, seducido tan sólo por el bien de los bienes -el dinero- va a decir que "no" ("no" forclusivo, que reniega de la palabra salvadora, del Nombre del Padre); no va dejar que de su boca (alma) salga la más mínima palabra intercesora:

 "(...) Qué le costaba a él perdonar, cuando era tan fácil decir una palabra o dos, o cien palabras si éstas fueran necesarias para salvar el alma. ¿Qué sabía él del cielo y del infierno?".

 El caso es que, al omitir la palabra que le debe a Eduviges, al no enunciar la palabra salvífica, el Padre Rentería la condena después de muerta; la mata con una muerte infinitamente peor que la muerte física: la deja, la abandona, sin el auxilio, el viático, de la palabra.

 Es desde aquí, desde esta escena, que se comprende los motivos que condujeron a Eduviges al suicidio:

 "[Padre Rentería ] (...) Pero ella se suicidó. Obró contra la mano de Dios (...) Falló a última hora (...) En el último momento. ¡Tantos bienes acumulados para su salvación, y perderlos así de pronto! [María] Pero si no los perdió. Murió con muchos dolores. Y el dolor… Usted nos ha dicho algo acerca del dolor que ya no recuerdo. Ella se fue por ese dolor. Murió retorcida por la sangre que la ahogaba. Todavía veo sus muecas, y sus muecas eran los más tristes gestos que ha hecho un ser humano".

 Eduviges no llega al grado de San Pedro que niega a Cristo tres veces. Aunque, ella misma, es negada en su condición de sujeto al menos en dos ocasiones: cuando ofrece a su hijo (Cristo revivido) para que alguien en Comala lo reconozca desde un lugar paterno; no hay respuesta, nadie es capaz de concederle una palabra redentora.

 La segunda negación ya sabemos cual es: la del Padre Rentería que ha vendido su alma al diablo; que ha dilapidado toda su herencia espiritual por un plato de lentejas (en este caso se trata de lentejas Gregorianas, a tanto la misa).

 No puede ser que esta negación doblemente repetida no tenga algo que ver con su suicidio atroz; porque es atroz que te nieguen la palabra; y, si te la niegan por dos veces, eso ya es una auténtica atrocidad, que, desde el psicoanálisis, técnicamente, se denomina la forclusión del Nombre del Padre.

 Yo, desde aquí, te quiero recordar a ti, Eduviges Dyada. Nadie quiso decir una misa por ti porque tú misma te diste la muerte. Precisamente por eso, por el dolor tan insoportable que sufriste, te ganaste el cielo, accediste a la gloria, recibiste el premio que sólo se concede a los bienaventurados: "Bienaventurados los que lloran porque ellos serán consolados".



 ¿Cómo se te pudo olvidar esto maldito Rentería? Tampoco te acordaste, doblemente maldito, de esta verdad irrefutable, que te obligó a bajar los ojos ante la mirada llena de dignidad de María Dyada:

 "En verdad os digo que si no os convertís y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos"; Mateo 18:3.

 Y su otra cara:

 "En verdad os digo que hasta que pasen el cielo y la tierra, no se perderá ni la letra más pequeña ni una tilde de la ley hasta que toda se cumpla". Mateo 5:18.

 El Padre Rentería está en la posición del canalla, que no es simplemente la de la mala persona (que también lo es), sino la posición de aquel que des-cree (unglauben) de la ley (como es el caso de este eminente apóstol de la fe), pero, que, a la vez, se presenta en la escena de lo social como su más eminente representante (el Santo Padre).

 El tal Rentería le hace una canallada a Eduviges a través de su hermana, por interpósita persona, porque, pudiendo actuar como intercesor en su relación con la ley, estando a su alcance emitir las palabras necesarias para garantizar esta mediación, de su boca no sale ni una tilde.

 El P. Rentería no "guarda silencio"; el P. Rentería, ahí donde debería haberse manifestado a través de su palabra, se calla; en este callar-se se sitúa su condición radical de canalla:

 "Así, puesto que eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca"; Apocalipsis 3: 16.

 El dolor insoportable de Eduviges Dyada, su agujero insufrible, es el de no contar con un Nombre para su hijo, el producto de su goce.

 No hay nadie que esté dispuesto a nombrar-lo.

 Ahí donde se debería haber manifestado (apokalupsis: revelación; manifestación; declaración) el Nombre del Padre (como operación de enunciación) lo que se manifiesta, en su efecto forclusivo, es un agujero mortífero (cuyo abanderado es la pulsión de muerte).

 En "Pedro Páramo", en su función de texto mítico, de mito que sostiene la versión (siempre singular) de lo real, se ponen en juego dos reales; o, lo que es equivalente, dos imposibles para los hablanteseres (primos hermanos de la voz de los muertos):

  •  Lo real de la muerte: encarnado en esas ánimas tan animadas, jacarandosas, que habitan las ruinas de Comala; que se desplazan por sus calles como quien no quiere la cosa.
  • Lo real del goce: depositado, como el depósito más preciado, el que no tiene precio ni medida, el de Juan Preciado, en las voces y demás ruidos significantes (no significativos) de los muertos.

 Ya sabemos, gracias a que nos lo sopló Lacan, que la voz no es un significante, es un objeto [a]; el vocativo, correspondiente a la pulsión vocativa (hablante y escuchante).

 Esto nos aclara por qué los muertos de Comala son tan charlatanes: están animados, vocacionalmente llamados, por un goce vocativo, parloteador, hablativo (digo "hablativo", no "ablativo", que no es lo mismo, aunque tiene que ver).

 Nuestra propia voz nos suena tan rara como la voz de los muertos de Comala porque, por efecto de la spaltüng o escisión significante, estamos separados irremediablemente de nuestra propia voz, que se ha convertido en ajena, unheimlich, extrañamente-familiar, en un objeto [a], profundamente perdido (que se hace presente en ese exterior sin revés).

 La muerte y el goce son ambas cosas reales porque comparten el mismo destino que "la relación sexual que no hay" (por experiencia-inexperiencia) y "La Mujer que no existe" (confirmado por Don Juan), al no haber Dios ni significante que los signifique.

 Falta el significante que pueda significar la muerte (¿no es así?).

 Falta el significante que pueda significar el goce femenino (¿no es asao?).

 Obviamente, en el lugar de esos dos significantes que faltan hay un agujero (simbólico) además de un suplemento o plusvalía de goce (real).

 Comala es un gran agujero; hasta se puede decir que es un vertedero o escombrera: el agujero por el que permanentemente se nos escapan, se dan a la fuga (constituyendo el punto de fuga bachiano de nuestra existencia), la muerte (el agujero de todos los agujeros) y el goce (el suplemento de satisfacción de la verdad).

 Creemos que nos estamos constantemente escapando de la muerte y del goce cuando, en realidad, son Ellos dos los que se escapan de nosotros (se dedican al escapismo más desaforado).

Comala en sus buenos tiempos

 Por eso, cuando nos encontramos con Ellos, no los reconocemos, no nos reconocemos en Ellos; nos desconocemos radicalmente, con la cuota obligada de angustia, y el precio oneroso de los así llamamos síntomas (el precio a pagar para poder acceder a lo real).

 En "Pedro Páramo" es esencial prestar toda la atención del submundo a ese diálogo que se establece en su tumba compartida, para dos, más allá de la muerte (en la Otra escena), entre una mujer de armas tomar, Dorotea La Cuarraca, y Juan Preciado (el hijo pródigo, que, por fin, ha retornado a la casa del Padre).

 Ambos comparten, en esa Arcadia dichosa, "una tumba con vistas al cementerio".

 En la tumba compartida, la caja de resonancia de la palabra, se desarrolla un diálogo, una trama discursiva, a tres bandas, con tres patas, entre dos mujeres: Dorotea "La Cuarraca" (que es una especie de eufemismo de "La Guarra") y Susana San Juan; y, un hombre, Juan Preciado, que está a la caza y captura de "Un-Padre"; es curioso, como si el Padre ya no lo buscase en Pedro Páramo, sino en una mujer, en Susana, que se ha convertido en el puro recuerdo de una ausencia: el mar, su madre, Florencio.

 Susana, habla en voz alta, aparentemente para ella misma (aunque ya sabemos que nadie habla sólo, que, cuando uno habla sólo, siempre está el Otro con mayúsculas).

 En este caso, el que está en el lugar del Otro, en posición de oyente, con la oreja bien dispuesta a la escucha, es Juan Preciado.

 En esta conversación intervienen tres -es un diálogo triangular, edípico-; además de un cuarto, en posición de tercero: ese, que no es cualquiera, al que podemos llamar el Otro, o, también, el Nombre del Padre; ya lo dijo Cristo en su momento: siempre que dos o más os reunáis en mi Nombre, allí estaré yo presente.

 La cifra de la Función Paterna es [3+1]. Ese [+1] es la pregunta por el goce; aquí, por el goce femenino, el que es notodo, el de Susana S. J... ¡y de las Otras!

 Recapitulando, en esta estructura que se pone en acto en la Otra escena de la tumba, en el más allá de la muerte, contamos con estos egregios representantes:

  • Juan Preciado (1).
  • Dorotea (2).
  • Susana (3).
  • El Otro del discurso (4): en posición de tercero.
  • La pregunta por el goce femenino (+1).

 Juan no está en el "entre-dos-muertes", sino en el "entre-dos-mujeres".

 Una mujer, Susana, que habla sin parar, de lo suyo, de lo que es propiamente suyo, de lo más propio de su condición de mujer: su goce singular (aquello de lo que, curiosamente, hasta ese momento no había podido hablar con nadie, no por otra cosa sino porque no había nadie a la escucha).

 Un hombre, Juan, que es capaz de escucharla (¿no era este el deseo de Susana, el de un Otro que permanezca a la escucha?), que no cierra sus oídos a su goce femenino; un hombre que se sostiene en los brazos, en el amor de la otra mujer, Dorotea, que hace función de relé, de "escucha de la escucha"; que conoce unos datos preciosos y precisos que permiten seguir el discurso de Susana (el bueno de Juan, muchas otras cosas las conocerá por primera vez ahí, de primera mano, en vivo y en directo).

 También hay que prestar mucha atención a la relación entre la fiel Justina y la triste Susana S. J.


La danza de los muertos

 La posición de Justina es la de "lo Otro" con respecto al Padre Rentería.

 Sin forzar las cosas, se puede situar perfectamente a Justina en el campo del discurso del psicoanalista; en cambio, al Padre Rentería, es difícil ubicarlo en cualquier discurso (a no ser el del Amo); lo más adecuado sería localizarlo en el no-discurso, o, lo que es equivalente, en el "no" al discurso (escuchada esta negación como un imperativo superyoico); es por este motivo que se nos aparece como el summum de la arbitrariedad.

 Hay que destacar la presencia constante, en su permanencia, de Justina, con respecto a los dos duelos que Susana SJ. no puede realizar, atravesar, que la abocan a la melancolía, y, como su corolario, a la muerte (precedida por un prolongado desfallecimiento, por su caída como sujeto):

  •  El duelo por la madre.
  •  El duelo por Florencio (el sustituto del padre), el amor de su vida (después de morir Florencio ya todo le da igual).

 Habría que añadir un tercer duelo: el que tiene que ver con su condición de hija en su relación con un padre -Bartolomé- que ha dimitido de su función paterna.

 Incluso un cuarto: el que se pone en juego, en su condición de mujer, en su relación con Un hombre, que aspira a ser más que un hombre (una especie de hombretón-Pedro Páramo-, que, para poder sostener su posición de Amo, ha renunciado a su deseo masculino (que comportaría su emasculación, su falta viril, su íntima feminización). 

 El modo de presencia de Justina es, al igual que "la presencia del analista", una presencia fundamentalmente simbólica (en el sentido fuerte de la palabra), marcada por la falta de la marca del significante, del deseo.

 Es la presencia de la verdad de la transferencia.

 Cualquier presencia simbólica tiene como horizonte la verdad (entendida desde el psicoanálisis como la verdad del deseo).

 La presencia de Justina se hace, se real-iza, a través de ese modo privilegiado de lo simbólico que es el silencio.

 Silencio que no es dar la callada por respuesta, sino aguardar (dimensión del tiempo); resguardar (dimensión del espacio); dar un lugar (dimensión del deseo)... ¡a la palabra!

 Justina hace función de suplencia para Susana del Nombre del Padre, el significante-nudo, la señal que señaliza la carretera principal, carente de cualquier significación (asemántica), cuyo único referente es la verdad del deseo, lo real de La Cosa.

 Justamente este significante impar es el que no sostienen en ningún momento ni Bartolomé SJ. ni Pedro Páramo, su alter ego.

 Los dos, tanto monta monta tanto, demuestran fehacientemente que el odio no es lo opuesto al amor, sino su otra cara (la relación de cada uno de estos hombres con Susana no se puede describir mejor que con el neologismo "odioamoramiento").

 En "Pedro Páramo", la jouissance, lo que el psicoanálisis entiende por goce -lo que perfora la barrera del placer-, lo que está más allá del dominio de los bienes, parece ser el privilegio de esas pobres mujeres, ánimas vivientes, que, a su condición de mujer, por sus servicios prestados, o por no se sabe bien qué, suman ese atributo inigualable de ser grandes pecadoras.

 Es curioso que la Iglesia, la gran manejadora y arregladora de todo tipo de pecados (de hecho, su negocio consiste en el comercio al por mayor y al por menor, mayorista y minorista, de veniales y mortales pecados, incluso ofreciendo grandes descuentos), no sabe qué hacer, cómo manejar los pecados de estas grandes pecadoras.

 Es difícil, en primer lugar, catalogar sus pecados, ya que no se encuentran clasificados en ningún catecismo; son pecados a los que se podría calificar de fuera de serie o de categoría.

 Nadie, ni el desvencijado Padre Rentería, ni el descabalgado obispo, dudan ni un momento de que son verdaderos pecados -¡o pecados verdaderos! (que no es lo mismo)-; el problema es que, al estar descatalogados, fuera de la circulación de los bienes, ya no se sabe qué pena merecen; incluso, si merecen la pena.

 "Pedro Páramo" no es otra cosa que la insistencia repetida, el reclamo, casi el grito, el desgarro, de que todas las oraciones del mundo no serían suficientes para redimir estos pecados.

 El pecado es una falta, un goce, que, irremediablemente, escapa a lo simbólico; aunque no deja de ser nombrado.

 Atención a la falsa identificación de la mujer con el "mal" del mundo; esa que trajo el pecado, y, con ella o con él, la muerte y el sexo.

 Son pecados que "no tienen perdón de Dios".

 Son mujeres que ya se dan por pérdidas; que son unas perdidas; que no tienen salvación; que lo han perdido todo, lo posible y lo imposible, lo de aquí y lo de más allá, lo de ahora y lo de después..

 A Dorotea, que, en un sueño maldito, va a buscar a su hijo perdido y extraviado al Templo del cielo, la echan a patadas porque los Olímpicos no saben qué hacer con ella; tienen el temor de que, como se quede allí, va a revolucionar todo en un santiamén; ni se la presentan al Altísimo, que parece que no está para estas cosas tan descoyuntadas, tan salidas de madre, tan desquiciadas, que no hay Dios, ni madre que le parió, que las arregle.

 Si el goce, por lo menos el femenino, el que peca de más, con fruición, está en el campo de lo que podemos llamar "el pecado de la mujer", el destino melancólico, incluso en sus vertientes más mortíferas, se acopla muy bien a esas mujeres que sostienen su vida en el ideal del Amor; en concreto, me refiero, por una parte, a Dolores Preciado, que muere sin haberse podido desprender del rencor que le ha causado el rechazo, el desprecio, por parte de Pedro Páramo.

 También, Susana, desengañada del amor de Pedro, que, a pesar de ello es incapaz de alejarse de la sombra mortífera que el amor (?) de este hombre sin escrúpulos y amor-al deja caer sobre ella (la sombra del objeto cae sobre el yo).

Diálogos en la tumba

 Es como, que, Susana, sustrayéndose como objeto, a su amor, al de Pedro, le entrega el despojo de su cuerpo, la piel del imbécil.

 Lo que ella percibe como el odio de Pedro (envuelto en los ropajes del Amor más ideal y exaltado) se lo paga con su propio odio: "Si tu mayor deseo es que yo responda a tu amor, justo eso es lo que nunca vas a tener, de lo que jamás vas a gozar".

 No hay que identificar goce con pecado; a pesar de ello, cuando se goza (procurando borrar el reflexivo debido a que la experiencia de goce siempre está marcada por la ajenidad y la extrañeza), siempre se goza por exceso (como se peca siempre, cayendo en excesos).

 Todos estos curas trabucaires tienen un radar especialmente sensible para captar en el pecado de estas grandes pecadoras no tanto la extrema maldad (eso tiene perdón), como el ex-ceso (lo que está más allá de la cesura); esto es lo verdaderamente imperdonable (no hay palabras ni oraciones para redimir este pecado tan excesivo).

 Diré que el goce no es el pecado (aunque para la Santa Madre lo es); el pecado, si es algo, porque puede ser menos que nada, la falta en ser o el deser, es la condición del goce (si, por pecado, se entiende la falta); evidentemente, no porque para gozar sea necesario cometer antes un pecado, sino porque es imprescindible caer en un exceso, cometer una falta.

 La cosa tiene que ver con el orden -¡o el desorden!- de los bienes.

 Estas grandes pecadoras han renunciado a la promesa de cualquier bien, temporal (todas son pobres de solemnidad) o eterno (todas ellas están condenadas): la salvación; la vida eterna; la redención; la resurrección de los muertos; la gracia de Dios, etc.

 Por lo tanto, más que el pecado, es la renuncia a los bienes lo que manifiesta la condición más digna del goce.

 Estas mujeres gozan gracias a que han pecado (causadas por su deseo, han cometido una falta): sostienen la posición pere-versa del goce: el goce femenino como notodo.

 No gozan pecando en posición perversa (sin guión de corte): como lo hacen Pedro Páramo y su hijo.

 La mujer solo existe una por una: Damiana; Dolores; Dorotea; Justina; Susana; Eduviges; María; la hermana de Donis...

 Pedro Páramo busca a La Mujer que no existe en Susana SJ. Y, de hecho, la encuentra; lo que pasa es que ese horror no es el paraíso que él se imaginaba (¿o el Paraíso es en verdad esto?).

 Es evidente que esta mujer, Dorotea "La Cuarraca", sostiene la Función Paterna para Juan Preciado.

 Gracias a que le escucha y habla es Padre.

 Juan Preciado está en la tumba, como Antígona, en un "entre dos". Aunque, aquí, se introduce una pequeña variante: no se trata del "entre-dos-muertes", sino del "entre-dos-mujeres": "La Cuarraca", la mujer en su condición más baja, degradada, y, Susana SJ., la mujer en su condición ideal.

 Lo curioso es que las dos hablan.

 Sobre todo, hablan y se explayan con fruición, más allá del velo, del falo.

 Con su palabra, habiendo superado las limitaciones del falo, salen al encuentro del goce, de ese otro  que hace hablar.

 La tumba (expresión de un vacío radical) es el lugar donde una mujer notoda goza.

 Simplemente, para auscultar su goce, hay que fijarse en el carácter de sus nombres: "La Cuarraca" y "San Juan": lo Guarro y lo Santo.

 El goce femenino es inextricablemente guarro y santo; o, a la inversa, santo y guarro.

 Los hombres, en "Pedro Páramo", parece que ocupan una posición de valets ("ayuda de cámara"), de sirvientes.

 En absoluto, por su condición de amos, son los que hacen de palanca de la historia.

Aparentemente se sirven de las mujeres que les sirven; pero, como en la dialéctica del Amo y del esclavo, son estas pobres mujeres las que, a través de la violencia de su pecado, se convierten en parteras de la historia.

 Incluso, creo que, por eso, por su mujeridad, Comala, es femenino; acaba en "a", no es Comalo, es Comala.

 En "Pedro Páramo" se plantea una separación del conjunto abierto de las mujeres entre el amor y el goce.

 Dicho de otra forma, entre el goce fálico, que remite, a través de la ecuación simbólica "hijo = falo", a la posición materna, y el goce femenino, notodo, que es el verdadero hacedor de una mujer.


La mujer notoda en "Pedro Páramo"

 Este asunto de las mujeres de "Pedro Páramo" lo vamos a abordar justo en el punto en que nos lo presenta Juan Rulfo: a partir de la lógica de la sexuación; del torbellino, porque no se puede hablar de dialéctica, de los goces.

 Aunque no exista como tal, el conjunto de las mujeres podemos escindirlo, con un estilo de lo más cortante, en dos subconjuntos:

  • "El subconjunto de las mujeres benditas" (a la vez desgraciadas): formado por Dolores Preciado y Susana SJ. La marca de este subconjunto es el Amor, como amor desgraciado. La desgracia del amor las arrastra a la melancolía, la pena, el dolor, el duelo no realizado, por la pérdida del objeto de amor: Pedro Páramo y Florencio.
  • "El otro subconjunto o el subconjunto-Otro es el de las mujeres malditas", pecadoras. Tiene muchas representantes: Damiana, Eduviges, Dorotea, Justina, etc. Su marca no es el amor, que lo han perdido; su marca es el goce femenino; estas mujeres están condenadas, no tienen salvación, pero son felices; tienen la felicidad del goce, la sal de la vida.








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