La Clínica psicoanalítica y sus avatares

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miércoles, 31 de enero de 2018

El discreto encanto de la burguesía y el psicoanálisis: sobre una novela de Stefan Zweig: "Miedo" (I)

I) El desencadenante

 ¿Cuál es la primera escena con la que comienza esta novela de Stefan Zweig, que se titula "Miedo"? ("Novelas"; Stefan Zweig; Ed. Acantilado; 2012).

 Una mujer, Irene, abandona la casa donde se ha encontrado con su amante.

 Justo en ese momento, igual que otras veces, se ve invadida, en un instante, por un absurdo miedo.

 El miedo la paraliza y se apodera de ella:

 "(...) De pronto, un negro torbellino comenzó a girar ante sus ojos, un frío terrible paralizó sus rodillas, y tuvo que agarrarse a toda prisa al pasamanos para no caer de bruces." (Pág. 99).

 ¿Por qué siente ese miedo tan intenso después del encuentro con el amante? Aparentemente, debería estar satisfecha, incluso feliz, al haber podido estar con su amado. Pero las cañas se tornan lanzas y la felicidad, la alegría, se mudan en miedo, en dolor, en desesperación.

 Una pista nos la proporciona el hecho de que el miedo es mucho más fuerte en el momento en que se tiene que separar del amante para volver a su casa que cuando acude a su encuentro.

 Determinadas circunstancias, aparentemente objetivas, parecen explicar de forma racional este miedo.

 Cuando llega, el coche la deja al lado de la puerta de la casa. Nadie la ve entrar. No llama la atención.

 En cambio, cuando abandona su nido de amor tiene que salir a cielo abierto, atravesar varias calles para subir al coche que la está esperando.

 El riesgo de ser notada, detectada, pillada in fraganti, en un lugar en el que una mujer de su clase, de su categoría, de su porte, nunca debería estar, es mucho más alto.

 Un conocido la puede pescar en un delito flagrante de adulterio, lo que, para una mujer de su posición, por razones evidentes, sería funesto, catastrófico.

 Irene, mujer respetable, madre de familia, conocida y asidua de los ambientes más elevados, distinguidos y considerados de la alta sociedad vienesa, está engañando a su marido -un prestigioso abogado-, con un humilde pianista, sin mucho futuro, que se dedica a amenizar las fiestas de las mujeres ociosas y a acostarse de vez en cuando con esta marquesa o con la otra condesa.

 Estamos en una sociedad clasista, tradicional, conservadora, aristocrática, en la que mantener determinados privilegios comporta una serie de obligaciones, entre ellas, mantener una compostura, una apariencia, las formas, aunque sean hipócritas; no ser nunca motivo de escándalo.

 Una mujer puede tener uno o varios amantes. Los principios morales aquí no cuentan. Pero lo que es decisivo es la discreción, el disimulo, que nadie se entere, que se haga en el mayor de los secretos.

 Resulta que el pianista sopla pianos, Eduard, es el primer amante de Irene. En estas lides es una novicia. Está pez. Todavía no se ha graduado en el ars amandi. Sus artes de camuflaje y travestismo son más bien pobres.

 Además, se ha buscado un amante que es de los peores, de los menos aconsejables, que vive en los arrabales, en una casa inmunda, y, para más inri, es artista, pianista fracasado, sin un duro.

 El riesgo de que alguien se entere es máximo:

 "(...) No era la primera vez que se aventuraba a venir a verle asumiendo el riesgo que comportaba, ese súbito estremecimiento de temor no le era en absoluto desconocido, pero por mucho que se mentalizase, cada vez que regresaba a casa acababa sucumbiendo a estos absurdos ataques de miedo, un miedo ridículo, infundado. (Pág. 99).

 Irene no siente casi miedo cuando va de su casa a la del amante. Entra en pánico en el momento de regresar a su hogar.

 ¿Es el temor a ser descubierta? ¿Quién la espera -¡o no la espera- en su casa? ¿Siente angustia y culpa por engañar a su marido? ¿Teme poner en riesgo su posición social? ¿Su angustia es por desafiar las convenciones sociales, lo que se espera de una mujer de su estatus? ¿Se considera una cualquiera por hacer lo que hace? ¿Está transgrediendo lo más sagrado, el pacto de fidelidad matrimonial? ¿La vergüenza la abruma? ¿La conciencia moral la asedia?

 Esto es lo que ella siente en el momento de volver a su casa:

 "(...) cuando tenía que volver a casa, surgía un sentimiento distinto, misterioso y escalofriante, un temor en el que se mezclaban el recelo que provocaba la culpa y la idea obsesiva e irracional de que los desconocidos con los que se cruzaba por la calle sabían de dónde venía con sólo mirarla, y, por eso, cada vez que alguien le sonreía se sentía desconcertada, era como si estuvieran burlándose de ella descaradamente." (Pág. 99).

 II) Lo efímero del encuentro

 Aparte del miedo, ¿qué es lo que caracteriza a estos encuentros con el amable pianista?

 Son encuentros que tienen el carácter de lo efímero, lo fugaz, lo instantáneo.

 Son citas rápidas, casi sin tiempo, con un tiempo que apremia o que se desarrollan fuera del tiempo.

 No hay tiempo para nada. Solo para llegar, verse, abrazarse un momento, a continuación (...........), y, rápidamente, marcharse, como si tratase de una huida o una fuga precipitada.

 Como se suele decir: No hay tiempo ni para hablar; No encontramos el momento para intercambiar unas palabras; El tiempo apremia, nos pisa los talones. 

 ¿Huir de qué? El rasgo distintivo de estas citas es lo clandestino, el contrabando más que el intercambio.

 Actúan en la vida de Irene como una especie de paréntesis catártico en la continuidad monótona de una existencia vacía, carente de deseos, de pasiones, de amor.

 No sabemos lo que sucede en esos intervalos. ¿Tienen relaciones sexuales? Lo suponemos, aunque sea mucho suponer.

 ¿Hablan? Estos appoinments, pseudocitas, encuentros-como-si, se caracterizan, debido a la prisa, por la ausencia de palabras, de diálogo, de interlocución.

 Irene, llega, hace algo, que no sabemos lo que es, y se va tan rápidamente como llegó (Si te he visto no me acuerdo).

 Entre medias, no hay palabras, falta un paréntesis simbólico, como si no hubiera memoria, huella, marca significante de estos encuentros.

 Al ser encuentros sin marca significante no van a dejar resto.

 Su único resto es el miedo.

 Transcurren a cámara rápida, aceleradamente, sin tiempo para reposar, para sedimentar, para detenerse en lo acontecido.

 Falta el recuerdo, la repetición y la elaboración. 

 ¿Por qué? Porque en ellos no interviene, desde un lugar tercero, el Otro.

 Son encuentros fuera del tiempo hablado del Otro:

 "(...) Ordenaba detener el coche en la esquina de la calle, recorría a toda prisa, sin levantar la mirada, los pocos pasos que la separaban del portal y subía las escaleras a toda velocidad, sabiendo que él ya estaba esperándola dentro, detrás de la puerta, que se abría rápidamente, de modo que ese miedo inicial, en el que, por otra parte, también ardía una llama de impaciencia, se deshacía en el cálido abrazo con el que se saludaban." (Pág. 99).

 Prisatoda velocidadrápidamenteimpaciencia... son los rasgos temporales que caracterizan estos encuentros.

 Las relaciones con el amante son sin el Otro, con pocas palabras, casi sin tiempo (¡no sin amor!).

 Se las puede calificar de promiscuas (en sentido propio), debido a que, aunque solo participan dos, se caracterizan por su falta de discriminación, de diferenciación, de elección.

 Estas relaciones tan apresuradas, de prisa, visto y no visto, carecen de todo placer preliminar, que es una satisfacción esencialmente simbólica, basada en el intercambio de palabras.

 La precipitación en la huida, que la asemeja a una fuga, imposibilita dar una versión del encuentro, que permitiría inscribir el acontecimiento en la historia.

 Son encuentros anónimos, carentes de un relato, de una narración, de un épos, construido alrededor de un deseo singular, causado.

 Se asemejan más a una pura descarga precedida de un acto motor en el que la dimensión del deseo está forcluida (sin intercambio de significantes no hay deseo).

 No hay tiempo ni para calentar motores con la gasolina del placer preliminar.

 Ni para el cachondeo ni para ponerse cachondo.

 III) El paréntesis simbólico

 ¿Por qué se trata de relaciones anónimaspromiscuas, de contrabando?

 En primer lugar, de contrabando, porque el objeto con el que se comercia, se intercambia, está defectuoso. Su revestimiento amoroso no logra disimular su origen incierto. 

 Las relaciones promiscuas se oponen a las relaciones intimas en las que uno cuenta con el tiempo necesario para conocerse, tratarse, intimar, a través del diálogo, la puesta en acto de la palabra.

 La relación de Irene con su amante se desarrolla de forma acelerada, apresurada, precipitada, no tanto por su condición clandestina o prohibida, por el temor a ser descubierta, sino porque no se puede desplegar, inscribir, en un paréntesis simbólico.

 El paréntesis simbólico es la operación que permite historizar una relación o un acontecimiento.

 El paréntesis simbólico es un significante que, como el conjunto vacío, participa del vacío.

 Es un significante vasija: no tiene nada dentro, solo un vacío.

 Un paréntesis, al igual que la vasija o el conjunto vacío, puede no contener ningún término, y, por este motivo, llama a ser llenado, ocupado con significantes.

 Los denominaremos significantes okupas.


La vasija simbólica

 En el caso de Irene, en su vida muelle y disipada, vacía, le sobran paréntesis imaginarios pero le falta un paréntesis simbólico.

 Sus relaciones con su marido y sus hijos son totalmente formales y superficiales.

 El paréntesis simbólico se puede llenar con tiempo del sujeto; que no es ni el tiempo subjetivo ni el objetivo, sino otro tiempo, aquel en el que se podrá formular un deseo.

 Es el tiempo del sujeto tachado, dividido por el significante, del deseo, formalizado por Lacan: (el primo hermano de esta letra, que está con ella en una relación de losange, romboidal, no es otro sujeto, sino un objeto enigmático: el @).


El paréntesis simbólico

 El paréntesis simbólico anuda la falta, el vacío, con el significante, y permite dar lugarhacer huecocrear espacio, para el objeto @, el objeto causa del deseo.


                                         (....................................): paréntesis simbólico
                                   
                                         (S...............................S´)$
                                        
                                         (...............objeto @........): objeto causa del deseo


 La relación de Irene con su amante es anónima porque se desarrolla por fuera -en las afueras- del paréntesis simbólico, constituido como ley del intercambio.

 La relación de Irene con su amante se desarrolla enteramente en la clandestinidad.

 Un contacto clandestino es antinómico con una relación de deseo. Por definición, un deseo jamás es anónimo. Un deseo es singular -personal e intransferible-, al llevar la firma, la marca inconfundible de su autor (habitualmente su copyright pertenece al inconsciente).

 Irene tiene el amante tipo (luego veremos que no es así) de la mujer tipo de estos círculos aristocráticos tipo, caracterizados por su tipismo.

 Su relación típica con el amante típico es como-si. 

 El problema no es el pecado de tener un amante, sino su relación totalmente vacía, insatisfactoria, de la que solo se desprenden los efluvios etéreos, vaporosos, de lo imaginario, al no haber nada que toque, que incida, en el punto de su real, de su verdad, de su deseo.

 Es una relación amante-amado interrupta, fuente de malestar y de angustia, generadora de una neurosis actual, cuya punta se enclava en lo real.

 Irene se introduce en el encuentro con su amante con la mochila vacía, el paréntesis simbólico por llenar, y, cuando sale, resulta que su mochila simbólica sigue vacía, o, lo que es peor, cargada de piedras; dentro de su cesta no ha capturado ninguna pieza, ningún pez.


La nasa de Irene para capturar objetos @

 Un paréntesis simbólico, aunque parezca inocuo, es muy peligroso, sobre todo si está vacío. Es necesario y urgente que Irene lo llene con algo.

 Si no lo puede llenar con un deseo, aunque sea insatisfecho, con síntomas, con un amante, con un sujeto barrado, con un plus de gozar, con un objeto @, con un poco de sentido, con un poco de salmón ahumado o un poco de caviar, lo tendrá que llenar con miedo, un intenso y sobrecogedor miedo, pavoroso, que hace saltar todas las alarmas, que pone en tensión todo su cuerpo.

 Nadie puede ir por el mundo con su paréntesis simbólico vacío porque es tremendamente peligroso y arriesgado.

 Inevitablemente, tiene que hacer algo con él, tiene que idear una estrategia para lograr que esté satisfecho.

 Si no tiene ni un humilde cuscurro que llevarse a la boca no dejará de alimentarse de síntomas. Uno puede acabar convertido en un saco de síntomas.

  Irene, cuando va a verse con su amante, tiene la esperanza de llenar su morral con algo sustancial, suculento, apetitoso, que calme su hambre voraz de deseos, que satisfaga sus necesidades más íntimas, que sacie su sed de verdad (todo aquello que no encuentra en las costas de su matrimonio).

 La cosa es que, a la salida, sigue tan hambrienta, tan sedienta, tan necesitada, como cuando entró.

 A la hora de la separación, como todo el mundo, Irene, hace un balance de los ingresos y de los egresos, de las entradas y de las salidas.

 Para llevar a cabo este balance contable del encuentro con el pobre pianista, sacude su morral, agita su mochila, resultando que el sonido que le devuelven estos receptáculos, estos continentes, es totalmente hueco, resonando de forma dolorosa e insoportable con su vacío interior, lo que la aboca a la nadificación, a la disolución de su ser.

 Es el momento de máxima angustia, en que el sujeto se enfrenta al riesgo de perderse, de desaparecer definitivamente.

 De hecho, se ha buscado un amante raro, una especie de sinthome, un cuarto nudo supletorio, que hace función de nombre del padre, para poder amarrarse al deseo y que su barco deje de estar a la deriva.

¿Qué sucederá si el amante está tan perdido, tan varado, tan a la deriva como ella? ¿Si cada uno es el cuarto nudo del otro?

 Ese paréntesis simbólico, ese morral, esa mochila, caja de resonancia de sus más secretos anhelos, consumido por una intensa anorexia, se ha convertido en un auténtico orificio hueco, en un agujero ominoso que la puede aspirar, fagocitar.

 Solución in extremis, in extrema res (en las últimas), de cara a su protección: llenarlo con lo que sea, con lo que esté más a mano, por ejemplo con un absurdo miedo y con esas miradas superyoicas que la asedian y la persiguen en el postacto.

 Esto no es muy agradable pero es más soportable que soportar lo insoportable, en el sentido de tener que mirarse o ser mirado desde un agujero que campa por sus respetos en lo real, desatado de la ley.

 ¿Cuál es el punto fundamental de este desencadenamiento? No hay palabras.

 No que sobran las palabras, como en el amor, en el que una o dos palabras lo dicen todo, sino que faltan las palabras.

 De facto, no sabemos nada de lo que sucede entre Irene y su amante, qué melodía tocan, si tocan el piano a dos o a cuatro manos; o cualquier otra cosa de lo que ocurre entre cortinas, debajo de las sábanas o entre corchetes.

 Se puede pensar que el autor ha preferido no incidir directamente en este tema, en la relación entre los amantes, que sería colateral con respecto a la acción principal, dado que la trama fundamental parece girar alrededor de lo que sucede entre Irene y su marido.

 No deja de llamarnos la atención poderosamente este vacío, la ausencia de palabras, la falta de un registro simbólico, de un relato, que dé cuenta de lo que sucede en el cuerpo a cuerpo entre Irene y su amante.

 Para el psicoanálisis, que se ocupa de estas cosas delicadas y deliciosas, de los actos íntimos, de las relaciones sexuales, es una omisión imperdonable, sobre todo si se quiere dar cuenta y razón del absurdo miedo que la invade a Irene al abandonar el lecho en el que ha cohabitado con el Otro.

 Resulta que con el marido sucede lo mismo. No hay un registro, transcripción, record, copia fiel, de sus aventuras o hazañas sexuales, de lo que se llama el acto sexual.

 Probablemente porque no haya ni aventuras, ni hazañas, ni acto, siendo este el problema crucial de Irene.

 Es lo que se expresa coloquialmente con la queja o el alivio: No tenemos sexo.

 Es evidente que aquí falta la intervención del Otro.

 Por eso, toda esta novela está marcada por el llamado al Otro.

 IV) La anomia que condena al anonimato

 Las relaciones de Irene son anónimas, como tales promiscuas, y esto tiene que ver con la anomia en la que se desarrolla su vida.

 La anomia es un término griego que significa ausencia de nómos, de Ley, orden, estructura.

 El término fue introducido primeramente por el sociólogo Émile Durkheim. Aunque en su origen se refiere a un estado sin normas que impide la integración del grupo, desde el psicoanálisis, es un exceso de normas, hipertrófico y abusivo, lo que sume al sujeto en la anomia, en la pérdida de sus referencias con respecto a la estructura, entendida como estructura de lenguaje.


La anomia: la ausencia de Ley

 La anomia de Irene es debida a la falta de palabras, a la carencia de un Otro que la escuche desde un lugar tercero.

 Tanto el amante como el marido fallan estrepitosamente en esta función de hacer semblante del Otro para Irene; de dar visos, visajes, de que tienen una oreja bien dispuesta a escuchar lo que sea menester, lo que usted guste, de sus gustos o regustos, de sus caprichos, sandeces, inconsecuencias, tonterías diversas e insensateces; o, lo que es equivalente, de su discurso causado, constituido-constituyente, instituido-instituyente, conformado por los significantes reprimidos de su inconsciente.

 Aunque parezca paradójico, incluso contradictorio, porque, por definición, todo deseo es singular, resulta que el deseo de Irene, para su desgracia, es anónimo.

 Por este motivo, la relación extra-oficial con el amante se desarrolla en el anonimato y en la clandestinidad, no pudiendo ser hecha pública.

 Curiosamente, la relación oficial con el marido, precisamente por ser la más oficial oficiosa, es la más anónima e indiscriminada, incluso promiscua.

 Existe una relación de proporcionalidad directa entre el grado de innominación (valga la expresión) de una relación y su anonimato.

 Nada, ninguna convención social, más que la palabra -el discurso- garantiza que una relación no caiga en el anonimato, en la no-relación, degradándose de forma irreversible.

 Un anónimo -por ejemplo un deseo anónimo- es una obra o una acción de autor desconocido o que no se da a conocer.

 Anónimo es un término griego que se puede traducir por sin nombre.

 El deseo de Irene es anónimo, no tiene nombre, es de autor desconocido, no por mala voluntad, sino por su anomia, por su carencia de nómos, de una referencia a la Ley (del significante), al orden (simbólico), a la estructura (de lenguaje).

 Todo el afán de Irene es sacar su deseo del anonimato, darlo a conocer, que se publique, que sea bautizado con un nombre para que se reconozca su autoría.

 Para ello es imprescindible que Irene construya en su existencia un Nómos que establezca una transferencia de palabra con un lugar Otro.

 Vamos a ver por qué a Irene le sobrecoge un pánico cerval en el momento de abandonar la casa de su amante y retornar a su hogar dulce hogar. ¿O no tan dulce sino más bien desabrido?

 El motivo es obvio. Con el amante ha tenido una experiencia, por pequeña que sea, incluso fallida, de goce. Puede haber sido un proyecto de goce de goce de goce, aún cogido con alfileres, como un esbozo inacabado, desdibujado, pero goce al fin al cabo en su aproximación a lo real.

 Irene se ha sentido deseada en su condición de mujer. Ahora tiene que volver a su casa. Y su casa es un desierto de goce. Un edificio que solo conserva su elegante fachada al exterior para que cubra engañosamente un interior misérrimo, vaciado de deseos.


Una fachada vienesa

 En su hogar dulce hogar, los dulces sueños, por excesivamente almibarados, se han convertido en una pesadilla. Allí se va a encontrar con un marido que es de todo menos un amante, que no siente deseos por su mujer, que no se vuelve loco por ella. Y este vacío, el del deseo, el del goce, el de la pasión, Irene, no lo aguanta.

 Su horror no es por ser descubierta, sino por descubrir que toda su existencia es un molde imaginario modelado sobre el vaciado total de la materia del deseo; un cascarón vacío al que se le ha extraído lo más sustancial, la yema del goce.

 Sobre el fondo de esta árida e inhóspita planicie se perfila la figura de su marido.

 Este es el motivo de su absurdo miedo, de su temor y temblor, que la sobrecoge y la inunda de pavor, al anunciar su futuro desamparo, el temible, siniestro. hilflosigkeit (desamparoindefensiónimpotencia), que no es el temor de perder el amparo de la posición social, sino la angustia por sufrir el desamparo del Otro del significante (ningún deseo se sostiene si no se articula con la Ley).

 Un ejemplo, del que la novela está lleno, se repite: la sensación vacío que se infiltra en la vida de Irene:

 (...) ¡Qué cerca y que infinitamente lejos! Inmensa, tenebrosa fue aquella noche en vela. Poco a poco los ruidos de la calle acabaron extinguiéndose. Las luces que se reflejaban en su cuarto eran cada vez menos. A veces creía oír la respiración de los demás en las otras habitaciones, la de sus hijos, la de su marido y la de todos aquellos que tenía tan cerca y, sin embargo, tan lejos. Su mundo se desvanecía y solo quedaba un silencio indescriptible, que no parecía proceder de la naturaleza, ni de su entorno, sino de dentro, de una fuente misteriosa que corría con un sordo rumor. Se sentía amortajada, encerrada en un ataúd infinito, con las sombras del cielo cubriendo su pecho. De vez en cuando, las horas proclamaban su paso en medio de la oscuridad, para al momento siguiente sumirse en una noche negra, sin vida." (Pág. 163).

 Es el comienzo de su caída melancólica provocada por un colapso del deseo, consecuencia inevitable del desfallecimiento del Otro.

 Caída melancólica en la que se revela la trágica verdad de su existencia, marcada por el vacío, la anomia, el extrañamiento y el anonimato con respecto a los otros: 

 "(...) El miedo había actuado sobre su vida como un ácido corrosivo, descomponiéndola, disgregando sus elementos. El peso que concedía a cada uno de ellos ya no era el mismo, todos los valores se habían puesto en cuestión, las relaciones se habían alterado. Hasta ahora, su vida había estado envuelta en la penumbra, avanzaba a tientas, sin atreverse a abrir los ojos, ahora, de repente, todo se iluminaba con una claridad diáfana, despiadadamente hermosa. Justo delante de ella, tan cerca que casi podía sentir su aliento, había cosas a las que jamás se había acercado, a pesar de que constituían la verdadera esencia de su vida; otras en cambio, que hasta ahora le habían parecido importantes, se disipaban como el humo. Siempre había disfrutado de una animada compañía, se desenvolvía con soltura en los círculos despreocupados y bulliciosos de la alta sociedad, y solo tenía un objetivo: ella misma. Después de pasar una semana encerrada en su casa, convertida ahora en una mazmorra, no podía decir que echase de menos aquel mundo, al contrario, le repugnaban las vacías ocupaciones con las que los ociosos trataban de llenar su vida; casi sin querer, volvió la vista atrás y juzgó a la luz de este nuevo sentimiento la superficialidad de su existencia hasta ese momento y se sintió abrumada por el amor y la energía que había desperdiciado. Contemplaba su pasado como si fuera un abismo. En ocho años de matrimonio, jamás se había acercado a su marido y aún menos a sus propios hijos. Adormecida por la tibia dicha en la que se había instalado, no había sentido la necesidad de salir de sí misma y aproximarse a ellos. Entre ella y su familia mediaban personas a las que se pagaba para que la dispensasen de cualquier obligación, de cualquier compromiso. Institutrices y sirvientes asumían esas pequeñas tareas en las que ahora -desde que había intentado entrar en la vida de sus hijos- empezaba a descubrir un atractivo del que carecían las ardientes miradas de los hombres o la pasión de un abrazo." (Págs. 140-141).

 Aquí se expresa de forma aguda el vacío de su vida, la ausencia de objetos, la volatilización del deseo, aquello a lo que se tiene que enfrentar cuando llega a su casa después de haber estado con el amante, después de ese ínterin, de esa pausa en su vida, en la que, durante un instante, puede anestesiar su dolor de existir, pudiéndose olvidar, en ese momento de placer, del sinsentido de su existencia.

 V) El discreto encanto de la burguesía y el discurso del amo

 Esta historia está inscrita en el marco del discurso del amo.

 El amo no es un líder,  no es un personaje autoritario y dominante.

 El amo es un discurso en el que, eventualmente, cualquiera de nosotros puede inscribirse.

 En esta novela, el que ocupa esa posición de amo, al actuar y pensar como un amo, es Friz, el marido de Irene.



El amo y el discurso del amo 

 Este Hombre, con mayúscula, es un abogado de prestigio, criminalista, acostumbrado a tratar, incluso a congeniar, con los más peligrosos delincuentes.

 Irene, en un momento dado, sobrecogida por una atmósfera de suspense, tipo Hitchcok, capta en él una especie de instinto tenebroso, una tendencia inconfesable hacia el mal, incluso un cierto gusto refinado por causar dolor en el otro, por llevarlo hasta el límite de lo soportable, por obligarlo, a través de métodos cercanos a la tortura (mental), a una confesión en toda regla, que lo colocaría en una situación de extrema dependencia de su dominio de amo.

 Irene, después de verse acorralada por la chantajista, que la acosa, la presiona, goza con su ex-torsión continua, piensa que lo mejor que puede hacer, dado que un chantaje, si uno no se resiste a él, no tiene fin, es contarle la verdad a su marido: que se ha acostado con otro hombre, en un momento de debilidad, en el que se ha dejado llevar por su pasión, pero que ahora está arrepentida (¿es esta la verdad o es lo que espera Friz?).

 Lo que sucede es que sus intentos de acercamiento a su marido son imposibles, que éste siempre se mantiene en una actitud de severidad, de reserva, de distancia. Entre ellos se crea un clima claustrofóbico cercano al encierro encantado de los discretos burgueses de Buñuel.


El discreto encanto de la burguesía, de Luis Buñuel

 Permanentemente se siente juzgada por el peso insoportable de la mirada inquisitiva de su marido, por una actitud corporal que lo mantiene a una distancia insalvable, en una altura inaccesible.

 ¿Cómo hablarle de escisiones, debilidades, equivocaciones, inseguridades, vacilaciones y dudas, a un hombre forjado en una sola pieza, que es Uno, fuerte, inequívoco, seguro, firme, pleno de certezas?

 ¿Cómo transmitir algo del orden de la falta a un hombre que, por su integridad, consistencia, plenitud, insobornabilidad, asimila cualquier falta, por pequeña que sea, a algo abominable, intolerable, pecaminoso, a una debilidad culpable, a la entrega al mal, al vicio, al pecado?

 ¿Cómo hablarle de lo que a uno le falta, le divide, le desgarra, causándole el deseo, a un Otro que, en su identificación al significante amo, al S1, ha borrado de su existencia toda huella de la castración, de su sujeción a los significantes reprimidos que lo tachan, lo abolen, lo fisuran, lo socavan,  lo ahuecan en el centro de su ser?

 ¿Cómo podría Irene hablarle a Friz de la verdad de su deseo, de la atracción hacia su amante, de un goce que ni ella misma entiende, que la domina, la sojuzga, al que no se puede resistir, que la convierte en su esclava, si éste se ha ejercitado en una disciplina espartana, inflexible, pétrea, indomeñable, gracias a la cual cualquier resquicio, hendidura, por la que podría penetrar en su vida un atisbo de la verdad, un rayo de su luz, ha sido convenientemente sellada, cegada, ocluida?

 Irene, en ningún momento, aunque intenta acercarse, abrirse, encuentra un interlocutor en su marido, alguien dispuesto a escucharla, que ofrezca su oreja, que sea capaz de entenderla (en el pleno sentido de la palabra).

 Solo se encuentra con una Mirada inquisitiva e inquisitorial que la examina, la juzga, sanciona, calibra, sopesa, mide, reduciéndola al silencio, abocándola a un mutismo denso y doloroso.

 La tragedia de Irene es la de no contar con un interlocutor que la escuche con relación a sus asuntos de goce, con respecto a lo que causa su deseo, cuya manifestación princeps son sus desvaríos, extravíos y desviaciones (sus sinthomas)

 Buscando desesperadamente un interlocutor, un Otro que la escuche, un tercero-oyente, una oreja agradecida, Irene, se da de bruces, en las narices, con el superyo.

 Friz es muchas cosas pero sobre todo una: la voz de la conciencia, que nos recuerda machaconamente, a machamartilo, cuáles son nuestros deberes imprescriptibles (que suelen conllevar la traición del deseo).

 Apela, en su marido, al deseo del Otro, a la función de la palabra, a una escucha sin condiciones, y con lo que se encuentra es con la no-palabra, con el no a la palabra, que puede ser una de las definiciones del superyo.

 Hace lo posible y lo imposible para que su marido se percate de que le pasa algo, que está atravesada por un gran dolor, dividida por la angustia, y el pago es con una actitud distante, impasible, imbuida de rectitud y de severidad.

 El marido no anhela su palabra, no le transmite el mensaje de Te escucho, sino que la quiere forzar a una confesión sumaria, completa, que implicaría su rendición y su humillación; a lo que ella, en su resistencia de sujeto, en la defensa de su verdad, se niega (aquí encontraremos ciertos paralelismos no tan lejanos con los Autos de Fe de la no tan santa inquisición).


El discurso de la histeria

 Todo el sentido del discurso de la histeria, que sobrepasa incluso a la propia histérica, tiene que ver con la posición de un sujeto que, situando su división, su falla, su síntoma, su dolor de existir, como agente de su discurso, se dirige al lugar del otro donde convoca, llama, interpela, a un interlocutor, a un Otro escuchante u oyente, que posibilite la emergencia de un saber en el lugar de la verdad, que enuncie la verdad sobre su goce.

 Irene, con lo que se encuentra, en el lugar del otro, es con un amo, identificado al S1, incapaz de escucharla, imbuido y pagado de su saber (con minúscula, el pequeño saber que se cierra sobre sí mismo), impotente para dar cuenta de la verdad del sujeto, que es la de su división, su falla, su castración.

 El amo, creyéndose dotado imaginariamente de un falo muy potente, de un saber a prueba de bombas, pica en el anzuelo de la histérica, que le promete todo, si es capaz de proporcionarle aquello que le falta, restituyendo su completud.

 Todo lo cual resulta trágica y cómicamente desmentido por ese deseo que persiste en su insatisfacción a prueba de bombas.

 Mientras más se preocupa uno en satisfacer las demandas de la histérica más se ahondará en la insatisfacción de su deseo porque el secreto está en el objeto @, en ese goce que se sustrae al saber de todos los amos del mundo habidos y por haber.

 La histérica, desde el psicoanálisis, se sabe que lo que desea es un Otro que reconozca y tolere su división, que sea capaz de soportar una relación marcada por la incompletud, por el notodo.

 Una de las figuras de este amo intolerante e inflexible, incapaz de tolerar la incompletud, la propia y la del otro, adopta las apariencias y las exigencias desmedidas del superyo.

 Friz es el amo revestido con los semblantes y los emblemas del superyo. Por eso empuja a Irene al borde de la muerte.

 Irene, buscando un intelocutor, se encuentra con una Mirada superyoica que la reduce al silencio: la mirada del amo, que la domina y la somete.

 Es ese momento en que recibe la primera carta de la chantajeadora y es tal el pánico que la deja abierta sobre la mesa, a la vista de su marido, mientras ella se va a buscar el dinero:

 "(...) había dejado la carta abierta al lado de su plato. Su marido habría podido alcanzarla sin apenas moverse y le habría bastado una mirada para descifrar su contenido, (...) Quiso decir algo, pero la lengua se le había paralizado. (...) Entonces, al levantar la vista, se encontró con la mirada de su marido, una mirada dura, severa, lacerante, que la traspasó. Nunca se había mostrado así, pero ahora, desde hace unos días, aquella mirada aparecía de repente una y otra vezsumiéndola en la confusión, haciendo que se estremeciera con un temblor que llegaba hasta lo más hondo de su ser y que no sabía cómo controlarEra la misma mirada que tenía cuando la agarró del brazo en el baile, la misma que había visto ayer por la noche en su sueño, resplandeciente como un cuchillo." (Pág. 133).

 Esa mirada dura, severa, lacerante, cortante como un cuchillo -superyoica-, paraliza su lengua (no la lengua como órgano sino el órgano de la lengua), dejándola sin palabras. reduciéndola al mutismo.

 Es una mirada chantajista o la mirada de un chantajista.  

 Hay una cuestión en la novela que gira alrededor de la función del corte; de lo que se podría denominar el vel disyuntivo entre el corte castrativodiscursivo, frente al pseudocorte esquizoide, superyoico (inquisidor)

 Existe un o disyuntivo entre el Otro de la palabra, que busca la producción discursiva, y la mirada del Otro, obscena, que persigue el mutismo, la callada por respuesta.

 Dicho un poco osadamente, Freud -el psicoanalista-o Friz, el amo.

 El abogado Friz aboga insistentemente para que Irene confiese y reconozca su culpa. Y, efectivamente, Irene, cada vez se siente más culpable pero se resiste como gato panza arriba a formalizar una confesión, y menos ante Friz, al que no reconoce como confesor.

 El psicoanalista descarta buscar un culpable y se encomienda a la sola autoridad de la palabra, a sus leyes propias, cuya jurisdicción es universal, no limitada por ningún principio de extraterritorialidad.

 ¿Cómo es la mirada de Friz?:

"¿Qué la hacía tan aguda, tan deslumbrante, tan acerada, tan dolorosa? ¿Intuía algo o es que ya estaba al corriente de lo que había pasado? Mientras luchaba por encontrar las palabras, le vino a la mente un recuerdo olvidado hace mucho tiempo, una historia que su marido le había contado en cierta ocasión. Siendo abogado, había tenido ocasión de conocer a un juez instructor cuya estrategia al interrogar a un acusado consistía en examinar las actas durante su declaración sin apartar los ojos de ellas un solo instante, como si tuviera problemas de vista. Luego, en el momento adecuado, levantaba los ojos y formulaba la pregunta decisiva clavando su mirada en el acusado como si fuera un puñal. De repente concentraba toda su atención en él desconcertándolo, desarmándolo, logrando que perdiera la compostura y admitiera la mentira que había ideado cuidadosamente. ¿No estaba recurriendo su marido a esta misma maniobra para conseguir que ella misma se delatase? ¿No corría el riesgo de convertirse en víctima de su habilidad para manipular a las personas (...) Seguir las pistas, descubrir secretos, presionar a un criminal le atraía tanto como a otros los juegos de azar o el erotismo (...) Ella recordaba que en cierta ocasión decidió acudir con él al juzgado (...) Salió asustada por la pasión, por el oscuro afán, incluso por la maldad con que armaba su discurso, por esa expresión opaca y agria que ahora creía descubrir de nuevo en su rostro, en su mirada absorta, en aquellas cejas fruncidas amenazadoramente" (Págs. 133-134). 

 La actitud de su marido, inicialmente hosca y severa, se transforma en una actitud de acercamiento y de cariño. Precisamente esto mismo hace que aumenten su desconfianza y sus dudas:

 "(...) Se acercaba a ella con ternura, como si quisiera ganarse su confianza (...) ¿Estaría tendiéndole un lazo que se tensaría en el momento oportuno dejándola indefensa y a su merced? (...) Observó con un ligero estremecimiento que, en ocasiones, su marido se acercaba a ella y parecía ofrecerle una salida, ponía en sus manos las palabras que podrían liberarla, trataba de facilitarle y hacerle atractiva la confesión, el reconocimiento de su culpa. (...) Sin embargo, en estas circunstancias, sus sentimientos se revolvían y crecía en ella la vergüenza, que la dejaba sin palabras y la invitaba a guardar un celoso silencio, mayor incluso que el que le había impuesto la desconfianza."
(Págs. 145-146).

 VI) La función de corte y el síntoma

 Levantemos el vuelo. Esta historia puede ser un auténtico vodevil si no introducimos algún corte.

 La burguesa insatisfecha que se busca un amante para llenar los domingos de su existencia; el marido ofendido, cornudo y apaleado; el amante ventajista y pícaro; la supuesta amante del amante, la amante al cuadrado, desaprensiva, mala, ambiciosa y avariciosa... todo se configura como un sainete o una opereta vienesa, como lo que es al fin y al cabo, una representación teatral, del género cómico, en la que cada uno se representa a sí mismo, hasta el límite de la caricatura, del esperpento y la fantochada.

 Por eso, a nadie le extraña que el autor de este libreto deplorable sea Friz, abogado y gentilhombre.

 A pesar de ello, algo nos toca, algo nos interroga, de este argumento que se ha repetido y actuado en las tablas una y mil veces.

 ¿Qué es lo que impide que esta seudotragedia de las pequeñas cosas, de una existencia aburrida, ociosa, insípida e inane, nos conmueva y nos afecte?

 Lo repito, hay que detenerse en el momento del corte, que, como en los toros, es el momento de la verdad para el sujeto, en el que hay que entrar a matar, jugándose la vida entre los cuernos del toro (no confundir con los cuernos de Friz), en el intervalo temporal entre la vida y la muerte, entre la sexualidad y el goce.
  
 Lo esencial, el eje de este caso, es lo que se podría denominar el llamado al corte por parte de Irene.

¿Se confunde Irene por dirigir este llamado a Friz, que está en la posición del amo, prendado de su saber, cargado de razones, adscrito al conocimiento paranoico (tautología), con sus ínfulas narcisistas, el cual responde desde el mal corte, desde el corte esquizoide (el que no incide en el buen lugar)?

 Esta es la historia trágica de la histeria y de las histéricas hasta que se encuentran con Freud, con el corte del discurso psicoanalítico, con el verdadero corte, el del sujeto.

 Si no que se lo pregunten a Dora, que, con sus dos sueños, como Irene con su amante, revolucionó toda la praxis clínica, hasta ese momento el coto cerrado del discurso dominante de la psiquiatría y de la neurología (de todos los Charcots -no charlots- del mundo mundial).

 Es evidente que Irene y su amante provocan un pequeño terremoto familiar de grado 7 en la escala de la sexualidad que desencadena un maremoto en lo que hasta ahora era el plácido y tranquilo balneario hogareño, la casa de salud y de reposo de todos sus miembros.

 Al buscarse un amante, y, además, con esas características que lo hacen impresentable, indigno (artista, pobre, de baja condición social), Irene, como no podía ser de otra manera, produce un efecto de separación, de corte, con respecto no a su marido, sino a la demanda de Friz, que, como toda demanda, es demanda de amor¿Qué he hecho yo para merecer esto?

 Irene, ya que el Pisuerga pasa por Valladolid, a través de esa relación prohibida, transgresora, con ese amante que está en los márgenes de todo, manifiesta su desgarro, su división, su falta, su dolor de ek-sistir, constituyéndose como (a la espera de un Otro que la reconozca).

 Su condición de sujeto tachado, representado en ese amante extra-marital, es su síntoma, por medio del cual se sitúa como agente del discurso histérico, realizando un llamado al Otro para que dé cuenta de su división, de su abolición, de su falta.

 Síntoma, en su sentido etimológico, proviene del griego symptomasyn (conjuntamentea la vez)-piptein (caer): hecho fortuito que cae o acaece conjuntamente con otro.

 La palabra símbolo viene del griego symbolon: signocontraseña. La palabra griega está compuesta de sin (conjuntamente)-ballein (lanzararrojartirar): lanzar conjuntamente reunirSinballein es lo contrario de la voz griega diaballeindiablo.

 Ahora algo nos arrastra hacia el diablo y sus asuntos diabólicos, los que tienen que ver con el mal del goce.

 El síntoma de Irene, en su función de símbolo, es un llamado a que algo acontezca fortuitamente, arrojándose, cayendo, conjuntamente con el Otro.

 A la vez, es signo, contraseña, de un goce diaballein, diabólico.

 Todo a condición de que haya un Otro capaz de descifrar ese goce conjunto que nos reúne, nos vincula, en un lazo discursivo.

 En el caso de Irene, ¿cuál es el mensaje, la respuesta, que recibe de forma invertida desde el lugar del Otro?

 ¿Se ha vuelto Irene un poco loca? ¿Se ha trastornado? Simplemente ha hecho una locura. Se trata de una locura no de la razón, sino del goce, que afecta no tanto a las funciones intelectivas o volitivas, como a las satisfacciones del sujeto, a sus triebe.

 Irene se ha visto arrastrada más allá del mundo de los bienes, del confort burgués, por el goce irresistible, maligno, de perseguir a un amante al que podemos calificar de marginal (por habitar en los márgenes de lo permitido, de lo tolerable).

 VII) René Descartes e Isabel de Bohemia y del Palatinado: El amo del saber y el deseo de la  histérica

 En la historia más oscura y abominable de la humanidad nos encontramos con la relación -terrible- entre el inquisidor y la mujer-supuesta-bruja (este hito histórico se ha conservado en el lenguaje coloquial: Esa mujer es una bruja).

 El inquisidor -el amo terrorífico-, es la punta de lanza de una Iglesia alzada en armas, en combate contra el mal, en una lucha a muerte contra el pecado, en la que está prohibido hacer prisioneros.

 La Iglesia es o puede ser, en el sentido de que alberga esa potencialidad, una institución cerrada, dogmática, que tiene la estructura de las masas.

 Pues bien, esta Iglesia universal y eterna, todopoderosa, implacable, arde en deseos de conocer los secretos más ignominiosos y calenturientos (de su propia fantasmagoría imaginaria) de la mujer-bruja-histérica.

 De alguna forma la Iglesia es conocedora del goce de la mujer. El problema es que este goce sub-versivo, real, es forcluido en el mismo seno de la Iglesia. De hecho, toda su estructura dogmática, de saber, se sostiene sobre esta forclusión.

 Por eso quiere acabar con sus portadoras, con las mujeres pecadoras que plantean una enmienda a la totalidad a la Mater Puríssima.

 El fuego, la hoguera, tiene una función de castigo y de purificación: borrar la mancha indeleble del pecado original.

El modelo de la relación entre Irene y Friz no es el de la relación entre la Princesa-histérica y el filósofo-que-sabe, sino el de la bruja y el inquisidor aggiornados.

 El inquisidor, el representante máximo de lo instituido, de la Santa Inquisición, está del lado de la Iglesia, es uno de sus miembros eminentes, el antecesor de la Gestapo y de la KGB, el brazo ejecutor
 del terror en los estados totalitarios.


"Como ser un inquisidor en tres sencillos pasos"

 La así llamada despectivamente bruja, en su condición de mujer, está del lado de lo instituyente, o, lo que es lo mismo, del deseo, de la falta, del goce femenino y de sus manifestaciones en el cuerpo (que se consideraban los estigmas de la brujería, las marcas del diablo).

 Lo instituido odia a lo instituyente, a la vez que siente una atracción fascinada por él.

 El inquisidor odia a la bruja pero no puede dejar de situarla como el oscuro objeto de su deseo del que no se puede apartar.

 Friz desprecia a Irene por su conducta disipada, disoluta, pero algo de su conducta absolutamente rechazable le hace arder, encandilarse, encenderse con ella de forma irresistible y fatal.

 La relación entre Friz e Irene no es la relación epistolar y afectiva entre Descartes e Isabel de Bohemia, quien, en 1643, empezó a cartearse con el filósofo francés (Descartes, R.; Los principios de la filosofía; "Carta a Isabel"; Madrid; Alianza Universidad; 1995).

 Isabel, en una primera lettre, inquiere al sabio filósofo sobre el problema de la interacción entre el alma y el cuerpo; o, en román paladino, se dirige al lugar del otro, al S1, al significante amo (del que hace semblante Descartes), para que produzca un saber (S2) sobre la división del sujeto, sobre el $.

 Isabel pregunta al Otro por su condición de mujer tachada:

 "(...) saber de qué forma puede el alma del hombre determinar a los espíritus del cuerpo para que realicen los actos voluntarios, siendo así que no es el alma sino substancia pensante".

 Esta cuestión hace referencia a la relación entre el significante (substancia pensante) y lo real del goce (los espíritus del cuerpo).

 Isabel, en su condición mortal y finita, padece de una spaltüng (la enfermedad original del hombre, la que le hace hombre), de la que pide cuentas y justificación al otro, al que le supone saber, por su identificación al S1, al amo de los significantes, en su función representacional.

 Isabel, en su relación al goce, allí donde no hay representación, demanda a Descartes, en su condición de filósofo, la representación que le falta.

 En realidad, de forma encubierta, le está demandando el falo, el significante que falta, el significante del deseo, el único significante que no le puede dar, porque él, como ella, también está castrado, tampoco sabe lo que quiere.

 ¡Ahora, Sr. Descartes, diga usted lo que sea menester sobre esta condición menesterosa!

 Descartes, convocado a hablar, llamado en el lugar del S1, en su condición de sabio, como filósofo reconocido y prestigioso, produce, desde el goce de saber, un S2, con pretensiones de dar cuenta de lo que es la no-fe histérica, su división subjetiva.

  Descartes, en una elegante argumentación científica, en vez de poder reconocerse hendido y fisurado en su saber -castradoen falta-, compara la relación entre el cuerpo y el alma, así como su influencia mutua, con la existente entre un cuerpo y la fuerza de gravedad (¿no está preguntando Isabel por la imposibilidad de la relación sexual?).

 Este saber filosófico se muestra impotente para suturar la división subjetiva -el $- que la histérica sitúa en el lugar de agente de su discurso.

 Después de esta docta respuesta, la Princesa, sigue igual de insatisfecha -¡en su deseo!-, si cabe todavía más barrada y dividida -¡por el saber!-, y vuelve a la carga con otra carta para que el S1 siga produciendo más saber (S2).

 Resulta que más saber no le hace saber más, sino que la agujerea más.

 ¿Qué le pasa a la Princesa? ¿Está triste la Princesa?

 Esta es la cuestión que le preocupa al gran Descartes, la insatisfacción de Isabel, que se manifiesta como una insatisfacción con el saber, al que denuncia en su impotencia, algo así como que el saber no llega, no alcanza, se muestra insuficiente, dejando escapar lo esencial, la verdad, aquello que la Princesa encantada ardientemente desea, le falta.

 Pero, ¿qué será? Descartes se desespera por no dar con la respuesta que espera Isabel, con la que verdaderamente le satisfaga.

 La respuesta de la histérica al significante amo es: Está bien, pero no es eso...Todavía no, falta, no es suficiente...:

 "(...) confieso que me sería más fácil otorgar al alma materia y extensión que concederle a un ser inmaterial la capacidad de mover un cuerpo y de que éste lo mueva".

 La histérica manifiesta su síntoma, su división, su condición de $, como si se tratase de un agujero en el saber (simbólico). Por eso, en su discurso, el sujeto tachado está en el lugar del agente.  La aparente y engañosa falta de saber, de significante, llama a más saber, a más madera (que, como todo, acabará consumiéndose).

 Ahí pican el anzuelo todos los amos del mundo a los que la histérica pone a trabajar para que produzcan más saber, todo el saber del mundo, que siempre pecará de impotencia, de insuficiencia, con respecto a la verdad de la histérica.

 El problema es que la histérica no deja que se vea su verdad por no ser nunca agradable de ver, por antiestética y poco recomendable, depresora de los gozos exaltados de los laboriosos amos, de sus falos simbólicos, instituidos e institucionales.

 René Descartes es la expresión eminente de la institución de La Filosofía.

 Isabel, a pesar de ser Princesa (de un cuento de hadas), trata de introducir la cuña de lo instituyente, cuya avanzadilla es el síntoma, en tan regia y recia institución, esencial y formalmente universitaria.


El templo de la histérica: La Universidad

 No hay que olvidar aquello que hace olvidar la histérica, que reprime, que no solo hay agujero en el saber, que también el goce agujerea.

 Y, en el centro de este agujero-agujereante, burbujeante y picante, se escribe el objeto @, en su valor de plus de gozar.

 Este defecto-exceso de goce es lo que la histérica reprime en el lugar de la verdad de su discurso.

 Por eso el S1 yerra el tiro, porque su mirilla apunta a un saber del que se ha extractado el goce (el conocimiento), y no a un S2 en el lugar de la verdad (el discurso causado), productor de goce, de (el cual, más allá de su huelga de saber, solo lo puede entregar la histérica).

 Es evidente que hay un agujero en el saber, habitado por el sujeto tachado, por el sujeto del significante.

 También es indudable que saber, lo que se dice saber, lo hay a montones, por arrobas, para dar y tomar, de sobra, casi en exceso, por lo cual es difícil que la castración advenga por la vía del saber.

 Más bien se trata de todo lo contrario. Uno siempre dispone de suficiente suministro de saber para poner a buen recaudo, a resguardo, en cuarentena, el -φ de la castración.

 A no ser que uno quede confrontado a lo real del sexo, la locura y la muerte.

 En cambio, con respecto al agujero-agujereante del goce, producido por la caída del objeto @, por la sustracción de lo real del goce, la cosa se complica, se hace peliaguda, porque, a diferencia del saber, que es abundante, el goce, habitualmente escasea, nunca hay suficiente (o falta o sobra).

 Uno no cuenta nunca con fondos suficientes; sí con fardos de lo más pesados; a duras penas llega a final de mes; siempre con el ansia y la decepción de gustarlo; estando todos menesterosos de esa sustancia preciosa; habitualmente con los bolsillos vacíos.

 Por eso el goce es bueno y adecuado para gustar y degustar la castración, aquello que soportamos más a disgusto.

 Debido a esto, a lo que empaña toda transparencia, la histérica hace, en su bella y atrayente indiferencia, oídos sordos a los reclamos del goce que siempre están a la espera detrás de la puerta de su eterna insatisfacción.

 A continuación de esta misiva, que actúa como un misil sobre René, como un torpedo en la línea de flotación de su saber, haciendo que se tambalee en su condición de amo del saber, el filósofo en apuros da síntomas de que se encuentra perdido, no sabe muy bien cómo salir del atolladero a pesar de todo su saber, precisamente porque la Princesa histérica le está llevando al punto donde el saber falla, al corte, la hendidura, entre S1 y S2.


Isabel de Bohemia: ¿Qué desea una mujer?

Causado y cansado por la división preguntona e insatisfecha de Isabel, en su función de agente del discurso, Descartes, en tanto amo, atrapado en su identificación al S1, al prestigioso y puedelotodo saber de la filosofía, procede a una nueva producción de S2 que le dará sus buenos réditos de goce sabelotodo.

 Le contesta a vuelta de correo.

 Esta nueva producción de S2, como las anteriores, se muestra impotente para coser la desgarradura del tejido simbólico, para reparar la quebradura de la cadena del significante, para suturar el intervalo entre S1 y S2 (usufructuado por el sujeto del inconsciente).

 Una y otra vez el saber del amo fracasa en su intento desesperado, imposible, de suturar los bordes de esa herida sobre la que se sostiene el deseo, localizada en un lugar diferente al del saber, en el cuerpo doliente y gozante, horadado por el significante, de la histérica.

 Hay un sufrimiento, una desgarradura, por lo tanto un goce del lado de la histérica; así como también hay un goce ligado al saber, el goce de saber, de saber mucho, de saberlo todo, de acumular una plusvalía de saber, inagotable, del lado del amo, del filósofo enciclopedista:

 "(...) no me parece que la mente humana pueda concebir con claridad al mismo tiempo la distinción entre el alma y el cuerpo y su unión, puesto que, para ello, es menester concebirlos. simultáneamente, como una sola cosa y como dos, y en ello hay contradicción (...) le ruego que tenga a bien otorgar al alma sin reparos la materia y la extensión dichas".

 Un índice del callejón sin salida en que se ha metido Descartes con la Princesita histérica es su malestar por tener que abordar esta cuestión tan peliaguda, enrevesada, que pone los pelos de punta, a tirabuzones, hasta el punto que pretende zanjar, que no cortar, el intercambio epistolar con un punto final:

 "(...) sería muy perjudicial tener el entendimiento ocupado en esa meditación con excesiva frecuencia".

 Es una forma elegante, paternalista o maternalista, al fin y al cabo, de escapar de un apuro que lo único que demuestra es la impotencia del saber (del amo), su fracaso para curar la división del sujeto, su desgarradura constituyente.


El saber cartesiano

 Aquí interviene un motivo de estructura. El agujero del saber, el corte entre S1 S2, no se puede cegar, ocluir, con saber, porque no está causado únicamente por un déficit, una carencia de saber, que se podría solucionar con el aporte de un saber complementario (el S2 producido por el significante amo a instancias de la histérica).

 La falla del saber está producida por el objeto @, en tanto objeto de goce, en su dimensión de real, que se sustrae al saber, al estar perdido desde el origen, desde los primeros balbuceos del sujeto.

 El problema es que la histérica le engaña al amo, a ese sujeto supuesto al saber, al que ama con un amor de transferencia, al exponer a su consideración únicamente su división de sujeto, su agujero simbólico, su falta significante, ocultándole la dimensión de su goce, el objeto @ causa del del deseo (inscrito en el fantasma fundamental), que es la verdadera causa de su tachadura subjetiva.

 En el discurso de la histeria, el sujeto tachado, de la falta, del deseo, está en el lugar del agente, y, en el lugar de la verdad, debajo de la barra, el objeto @.

 La histérica juega con la falta, con su insatisfacción, divide al Otro mediante la falla del saber, pero sustrae, en el momento de la verdad, el goce de su cuerpo, carnal, su caída en tanto que @.

  Al final, el amigo René, no sabiendo lo que decir, habiendo alcanzado el límite del saber del amo, al toparse con su propia imposibilidad, se sale por la tangente y se despide a la francesa (no hay nada mejor que tener una buena excusa cuando las papas y los papas queman):

 "(...) una enojosa noticia que acaba de llegarme de Utrecht, en donde me cita el magistrado para examinar lo que escribí acerca de uno de sus ministros, sin tener en cuenta que se trata de un hombre que me ha calumniado de forma indigna ni que lo que yo escribí acerca de él no es de pública notoriedad, me obliga a concluir aquí para dedicarme a arbitrar los medios de librarme lo antes posible de tan ingratos pleitos".

 Evidentemente, los ingratos pleitos son los que Descartes sostiene epistolarmente con una mujer, con Isabel, que le plantea el problema de la spaltüng del sujeto, algo a lo que el saber oficial, universitario, el que asienta sus posaderas en la cathedra, le tiene alergia.

 ¿En dónde encontrar un modelo de la relación entre Friz e Irene? Desde luego, no en la relación de Descartes con Isabel de Bohemia, es decir, en la relación de la histérica con el amo del saber, con el Cathedrático, el dotado de la pujanza, el prestigio, la aureola del saber de la filosofía, universitario, que suele hablar ex cátedra.

 Tampoco en la relación del Profesor, del maitre, de Charcot con sus histéricas, que ilustran, con sus contorsiones y síntomas diversos, en todo su barroquismo, el saber médico, neurológico, que habla de ellas ex cátedra.

El maitre del saber y el cuerpo de la histérica

 Mucho menos en la relación de Freud con sus pacientes histéricas que inventan el psicoanálisis como una forma de expresarse libremente, de decir lo que nadie, hasta ese momento, a la hora de Freud, estaba dispuesto a oír.

 Aunque parezca extraño, el modelo de la relación entre Friz e Irene lo encontramos en la relación entre el inquisidor y la mujer, catalogada por la Santa Inquisición, por el Santo Oficio, de bruja, de endemoniada.