La Clínica psicoanalítica y sus avatares

El esquema óptico de Lacan; un florero muy floreado

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miércoles, 31 de mayo de 2017

Una cura prometeica (I)

 I) El sujeto Dostoievski o el vacío entre el padre y la madre: la forclusión de la escena primaria 

 Freud señala que las crisis epilépticas de gran mal que padece Dostoievski se desencadenan a la edad de dieciocho años, a raíz del asesinato del padre.

 En el corto espacio de dos años -de los dieciséis a los dieciocho años-, el joven Fiódor pierde de una forma trágica a ambos progenitores.

 Su madre, tan amada e idealizada, fallece a causa de una tuberculosis.

 Su padre, aparentemente tan odiado y despreciado (subrayo lo de aparente porque en estos asuntos de progenitura y de filiación no hay que fiarse de las apariencias), muere de forma ignominiosa, asesinado por sus mujiks (su servidumbre).

 ¿Cómo afecta a la memoria simbólica del padre, a sus huellas significantes, a su buen nombre, al nombre del padre, esta muerte absolutamente humillante e indigna?

 La dignidad del sujeto depende absolutamente de la dignidad del Otro.

 ¿No se atraviesa esta muerte seca, este modo amedrentador (Freud dixit), absolutamente paralizante, de la pérdida del objeto (el asesinato del padre), en el trabajo del duelo, imposibilitando su pere-laboración?

 ¿Se podrá alguna vez olvidar Dostoievski, encomendándose a las huellas significantes de la memoria paterna, a sus recuerdos imborrables, a la con-memoración simbólica, conjunta, compartida, de la muerte injusta y brutal del padre?

 ¿Podrá abordarse el trou (agujero)-matisme real desde lo real de una escritura?

 ¿Quién nos proporcionará el punzón con el que escriturar sobre la arcilla carnal el acontecimiento de la muerte del padre? (la escritura cuneiforme se escribió originalmente sobre tablillas de arcilla húmeda, mediante un tallo vegetal biselado en forma de cuña).

 ¿Cuáles son las letras con las que se signa, se inscribe, lo real de la pérdida?

 ¿No son letras hechas y desechas con trozos de nuestro cuerpo?

 En el límite de este campo de lo real, donde la cuestión decisiva se dirime alrededor de una pérdida signada con la letra @, lo que domina es el goce... ¡No solo! Gracias a Dios también opera el deseo del analista (a condición de que haya un analista dispuesto a ponerlo en acto).


La luz de Prometeo


 ¿No es el síntoma epiléptico de Dostoievski, sus convulsiones, su agitación, un llamado furioso y desesperado a la Ley, para que el Otro no se muerda la lengua, no se acobarde, cagándose y meándose encima, que responda, que intervenga, terciando y mediando, poniendo orden en eso que es un gran y terrible desorden?

 No nos extrañe: Dostoievski convulsiona por no contar con la Ley; porque la dura lex no responde (Dura lex, sed lex es una expresión latina, originaria del Derecho romano, que traducida literalmente significa Dura ley, pero ley).

 La ambivalencia amor-odio, que impregna hasta la saturación el medio edípico de Dostoievski, habría que referirla a esta bi-polaridad que opone, de forma inconciliable e irreductible, la función materna -en su identificación con el Ideal: lo más alto-, con la función paterna -asimilada a lo más degradado: lo más bajo-.

 Esta dualidad entre las funciones materna y paterna, cuyas valencias gozosas jamás se van a poder encontrar, al repelerse de forma irresistible (sus cargas tienen el mismo signo), imposibilita cualquier síntesis, la creación de un nuevo compuesto: el significante inaudito de la escena primaria, que permitiría al sujeto localizar el goce de los padres.

 Falta la enzima fundamental -el Significante del Nombre-del-Padre- encargada de desencadenar la reacción química-significante, metafórico-paterna, que produce un sujeto tachado (S).

 Si, desde el polo paterno, a causa de su radical desautorización, no incide sobre el sujeto la operación de corte significante, el goce de la madre quedará des-amarrado, sin sujeción, provocando todo tipo de estragos, entre ellos el más grande de los males -el gran mal por antonomasia-, en sus efectos deletéreos sobre un cuerpo que no ha sido nominado, bendecido (bien dicho), marcado por la instancia de la letra.

 No se trata de una ambivalencia entre sentimientos (amor y odio), o entre personajes (¿a quién quieres más, a papá o a mamá?), sino entre pulsiones.

 En ella se enfrentan, sin posibilidad de mediación, debido a un déficit significante, a una carencia de la función paterna, castrativa, la pulsión de saber y el goce pulsional.

 Como en la estructura subjetiva rige un horror vacui, el agujero en lo real generado por la esquizia entre el saber y el goce (consecuencia de un corte no realizado o llevado a cabo en el mal lugar), es ocupado inmediatamente por la pulsión de muerte con sus efectos de disolución y de fragmentación.

 El cuerpo de Dostoievski, agitado por Tánatos, convulsiona en una danza macabra en el agujero en lo real.

 Esta ambivalencia entre funciones y pulsiones, que tiene un efecto disolvente y disgregador sobre la estructura, está en el origen de las dificultades de Dostoievski para atravesar el Edipo, y, sobre todo, para que pueda servirse en su historia de la metáfora paterna en su función de significación del falo: el significante enigmático, real, troumático, que descompleta al Otro, instituyéndolo en su condición radical de deseante.


La escritura cuneiforme sobre el cuerpo


 Para Freud, en la génesis del síndrome epiléptico, lo decisivo no es la pérdida del padre en sí misma, sino el modo de reaccionar de Dostoievski a dicha pérdida.

 ¿La pérdida del objeto paterno arrastra consigo, en su caída, la del Significante del Padre?

 La reacción de Dostoievski a la muerte del padre es interpretada por Freud a partir de la dialéctica edípica, en la que permanece atrapado en una confrontación dual, de agresividad y de celos, con el padre (en el lugar del otro imaginario).

 El Edipo de Dostoievski culmina en lo que Freud denomina una identificación-padre, cargada de ambivalencia, de sentimientos contrapuestos de amor y de odio, poseedora de un sentido masoquista, que conduce a la culpabilidad más atroz y al castigo inmisericorde por haber deseado la muerte del padre.

 En el momento fatídico en que este supuesto deseo se cumple en la realidad, pasando el parricidio simbólico a lo real, el agujero simbolico se transforma en real, desatándose la ferocidad del superyo, acompañado de su cohorte de imperativos vociferantes, des-orbitantes, que exigen, además de un goce sin medida y sin límite, el sacrificio del sujeto, su inmolación, la solución final de las crisis epilépticas.

 Dostoievski, en los espasmos de la agonía, en el coma poscrítico, es el padre en el momento de su asesinato.

 Más que identificado a una insignia paterna, está absorbido, capturado, por el padre en su posición de desecho, hasta el punto de sufrir su misma caída.

 Insistimos, en las malditas crisis epilépticas, de gran mal, no opera una identificación-padre a un emblema significante del Otro, sino una identificación al @, en su condición de objeto rechazado del discurso, arrojado-afuera, a las tinieblas exteriores, a un real sin nombre, donde sólo se escucha el llanto y el crujir de dientes.

 Supuestamente, esta es la penitencia que tiene que pagar Dostoievski por haberse realizado su deseo.

 Pero, ¿no se trata de todo lo contrario, que, por no haber podido pagar la deuda simbólica, inscribir su deseo, tachándolo con la marca del significante, su vida se ha convertido en un calvario, en un suplicio, en un pozo sin fondo del más negro masoquismo?

  ¿Acaso no hace irrupción en la convulsión epiléptica un fenómeno de goce, que se hace presente en lo real, después de haber sido traspasado el umbral del principio del placer, a causa de la quiebra de la homeostasis (Ley) significante?


Notas de Fiódor Dostoievski sobre el capítulo quinto de los Hermanos Karamazov


 Si el placer es gozar lo menos posible, las crisis epilépticas están más allá del principio del placer.

 Cada una de las crisis epilépticas, de gran mal, en su violencia, en su furor homicida contra el propio sujeto, reproducen en acto, en lo real, el asesinato del padre, que, para Dostoievski,
en el inconsciente, tendrían un significado parricida.

El síntoma epiléptico de Dostoievski, en la interpretación freudiana, tiene un doble sentido: por un lado, la realización de los deseos parricidas inconscientes; por el otro, un deseo de castigo, de punición, a través de la identificación con el padre muerto, con el padre doliente, en su agonía, en sus postreros estertores.

 Pero, sobre todo, se trata del padre abandonado por el Padre en sus últimos momentos, dejado de la mano de Dios, despojado del hálito del espíritu, del soplo suave del significante, del consuelo de la palabra: ¿Padre, por qué me has abandonado?

 El padre asesinado es una figura del padre caído, derrotado, humillado.

 La identificación con el padre derrumbado, aniquilado, más allá de la sintomatología epiléptica -actual-, le aboca a Dostoievski a la caída melancólica.

 La caída, el derrumbe del padre, que se precipita desde las alturas del ideal, arrastra con su peso óntico, con su gravedad gozosa, el esprit sutil, ligero, ingenioso, del significante.

 De ahí, la dificultad de atravesar el duelo por la muerte del padre, que sólo se puede dirimir en el inconsciente, en una relación tercera (tertia: de terciar) con un Padre Simbólico.

 ¿Cuál es la significación-para-Dostoievski del asesinato de su padre, el acontecimiento al que Freud califica como el trauma más amedrentador de su existencia?

 Haber deseado la muerte del padre -¡en el inconsciente!-, sin saberlo, como Edipo en su Complejo de Edipo, es algo que corresponde a una dimensión de la estructura absolutamente heterogénea con respecto a una muerte real (lo simbólico-imaginario versus lo real).

 Entre el parricidio simbólico, los deseos de muerte meramente fantaseados, en su dimensión de ficción, y el parricidio real, el pasaje al acto homicida, hay un abismo que debería ser insalvable (que es justo el que Dostoievski no puede salvar).

 II) Atlas-Dostoievski

 Estamos hablando de dos continentes -lo simbólico y lo real-, separados por un océano inmenso: el Atlántico.

 El océano Atlántico es la hiancia castrativa.

 Dostoievski, después del asesinato del padre, salta el charco, e, ipso facto, sin tiempo para pensárselo, para elaborar el tránsito, cae, desde las alturas de lo simbólico, como un meteorito, sobre el otro continente (lo real).

 Hace un viaje, o un viraje, no en (con) el tiempo, sino a través del tiempo.

 El castañazo que se pega es brutal, hasta el punto de denominarlo trauma.

 No digamos el cráter que deja su caída, hasta el extremo de nombrarlo agujero en lo real.

 El impacto del choque es tan tremendo que desencadena un terremoto: las ondas epilépticas que convulsionan todo su cuerpo.


Atlas, el Titán


 Dostoievski, como el gigante Atlas, que toma partido por los Titanes en la lucha contra los Dioses, es condenado por el Amo, por el Zar-Zeus, a sostener sobre sus débiles hombros, en las estepas del goce, el peso de un inmenso e ignoto continente, de un gran mal.

 En la Rusia Zarista, los Dioses inmisericordes no son los Olímpicos, sino, en primer lugar, un padre que se creía dios, el cual, en el ámbito familiar, en vez de actuar como medico de las almas, se dedicaba, como Schreber padre, a militarizar y disciplinar los cuerpos.

 En segundo lugar, como representante del estado omnímodo y dictatorial, un padrecito-Zar, que, en su delirio de poder, no sabe lo que significa la palabra piedad.

 En tercer lugar, en el porvenir de una ilusión, el Dios-Padre, más dios que padre, que ama tanto el pecado que condenó a su hijo al sacrificio (¿no es este el mayor pecado, el del filicidio?).

 Después del hundimiento titánico del padre en las aguas procelosas y venenosas del alcohol, Atlas-Dostoievski se hunde también, como la Atlántida -la isla perdida-, en el fondo de ese ultra mar que se divisaba más allá de las Columnas de Hércules: el Atlántico.

 Las crisis de gran mal son los trabajos de Atlas-Dostoievski que aguanta sobre su endeble cuerpo, sumergido en las profundidades del mar Atlántico, en la Atlántida profundis, en su sinfonía inmortal (La Atlántida, de Manuel de Falla), las contracciones de parto de una tierra que grita de dolor (el Atlántico es el mar de Atlas).

 Curiosamente, el nombre de Atlas, en su etimología, le cuadra muy bien a Dostoievski, debido a que las crisis de gran mal tienen el significado de un peso, de un dolor, de una carga, que le resulta in-soportable, in-sostenible, in-sufrible.

 Bajo el peso de ese dolor, causado por la muerte del padre y un duelo no realizado, su cuerpo queda aplastado, mortificado.

 Atlas procede de una raíz indoeuropea tel- que significa cargar con. Está relacionada con el sánscrito tulâ, balanza y con el antiguo alto alemán dolen: soportar.

 De esta raíz procede en griego el verbo tlênai, que significa soportar.

 A Ulises se le llama en la Iliada polý-tlas, el que ha sufrido muchas pruebas.

 Atlas, en griego, está formado por una partícula copulativa a- (no privativa) y la raíz tlâ, que significa que carga (con el mundo, con la bóveda real: el cuerpo de Atlas es el pilar que la sustenta).


Montes Atlas


 Aquí, en este trabajo, el a-tlâ, el Atlas de Atlas-Dostoievski, se va a utilizar en un doble sentido, privativo y no privativo:

  • Privativo: el a- en su función de partícula privativa, en a-tlâ (soporte), implica una pérdida del soporte, del sostén significante, con la imposibilidad consiguiente de sostener la bóveda real. La falta del pilar significante fundamental es lo que explica la posición epiléptica de Dostoievski después del asesinato del padre. Es también la causa del obstáculo insuperable para que pueda hacer el duelo por la pérdida del padre. 
  • No privativo: el objeto @, en @-tlâ, como falta real, a partir de la privación del falo simbólico, del no serlo, posibilita que el sujeto sostenga (tlâ) lo real de la bóveda del deseo sobre el soporte del fantasma fundamental. 
 ¿Cuál es el goce que Dostoievski no puede tlenai (soportar, sostener), que se manifiesta, en su radical imposibilidad, en las crisis de gran mal, que retuercen y torturan su cuerpo, que clavan sus mandíbulas insaciables en un tormento de la carne?

 Lo único que sabemos es que el hundimiento de Dostoievski es consecuencia del hundimiento de su padre, que el derrumbe de Dostoievski como sujeto sigue al derrumbe de su progenitor en su condición de padre.

 El hundimiento del Titanic, del Titán paterno, después de chocar con el iceberg de lo real en medio del Atlántico, hace naufragar el trans-atlántico de lo simbólico con toda la orquesta. Ya no se escucha ninguna melodía. Un silencio de muerte lo invade todo. ¿Dónde está el capitán que marcaba el rumbo? ¿Se podrá volver a reencontrar Dostoievski con su partitura? ¿Retornará a la superficie, desde la Atlántida profunda -la sinfonía inacabada-, el director de orquesta, con su batuta prodigiosa, portadora del eco de las últimas notas?

 El parricidio real no es lo que toma el relevo del parricidio simbólico, inconsciente, edípico.

 El asesinato del padre actúa aniquilando el símbolo del Padre, rechazando (verwerfung) fuera del discurso, del universo de las reglas, la x-nudo del Nombre-del-Padre.

En las crisis convulsivas de gran mal, mortíferas, se manifiesta el rechazo radical de Dostoievski del discurso, en su condición de sujeto, quedando su cuerpo des-amarrado, reducido a no ser más que un despojo, un desecho, que ha perdido su anclaje en el significante.

 Se produce la caída del cuerpo-guiñapo, identificado al objeto @, el resto inasimilable de la dialéctica subjetiva.

 Dostoievski, al no contar con el Significante de la Ley que le dé un lugar en el discurso del Otro, al no contar (o cantar) con la Ley del significante que lo nombre como sujeto, y, al nombrarlo, negativice su goce, lo sustraiga en su peso insoportable, lo haga caer del cuerpo como objeto @... ¡convulsiona!... en un intento de expulsar al objeto que parasita su cuerpo.


El hundimiento del Titanic (titánico es titanic en inglés


 III) Una cura prometeica

 Para librar a Dostoievski de esa tarea titánica en la que él, solo, sin el soporte paterno, tiene que sostener el peso insoportable del Atlas, del mapa mundi del goce terrenal, sobre las débiles columnas no de Hércules sino de un cuerpo mortal, frágil, vulnerable, que se hace añicos bajo esa carga infinita, la cura psicoanalítica, si se hubiera podido llevar a cabo, tendría que haber tomado una dirección prometeica.

 Una cura prometeica es una cura que toma la dirección de lo simbólico.

 Una cura es prometeica precisamente por no desconocer, no hacer oídos sordos a lo real del goce, manteniéndose inflexible en el rumbo discursivo, en los derroteros del significante, sosteniendo con mano firme el timón de la palabra.

 Una cura prometeica es una cura que no se resigna a la impotencia, que desembocaría en el a (sin)-tlenai (sostén), conduciendo a la pérdida de todo soporte lenguajero, del sostén discursivo, lo que imposibilitaría abordar, desde lo simbólico, la pregunta por el deseo del Otro y por la realidad del goce.

 Una cura prometeica no es una cura de santidad, heroica o de humildad, sino una cura que clava su significante-pica en Flandes -¡o en Londres!-, en todo caso en un lugar extranjero, y, ahí, en ese terreno conquistado, a extramuros de todo lo comúnmente admitido, aceptado, sabido, se mantiene firme, defendiendo sus posiciones contra viento y marea, a capa y espada, a las duras y a las maduras, desoyendo los cantos de sirena que le susurran suavemente: ¡Cede, cede, entrégate, que así te ahorrarás problemas y quebraderos de cabeza!

 Esta posición discursiva, prometeica, que rechaza el reclamo de los bienes, genera una modalidad de la transferencia que se puede llamar real, actual, que no dice que no al amor, sino que se dirige, en su interlocución, a un amor (a lo) real, cuyo sello inconfundible, su made in Germany, es el de no ser sin el goce (por lo tanto, con el saber).

 A todas estas, el analista se sujeta firmemente a la cadena del significante, desde la que proclama su herejía, cuestionadora de cualquier dogma, incluso de los psicoanalíticos, sosteniendo entre pecho y espada, con su filo más cortante, el de la pasión por la ignorancia, la vigencia de una verdad que hace síntoma en su punto más incómodo, de mayor malestar y certeza: la verdad duele.

 La cura prometeica es una cura que, gracias a la transferencia de saber, se sitúa en el campo del tlenai-@, del tlenai-significante, del soporte verbal que permitirá abordar el acto: el objeto  @.

 La cura prometeica no es una cura a-tlenai, sino una cura tlenai-@ o @-tlenai.

 No es la cura que, debido a un mal manejo de la transferencia, centrado en la perspectiva de lo imaginario, lo dual, desemboca en el a-soporte, sino la que, pisando el suelo firme de la transferencia de palabra, de la función del sujeto supuesto saber, ancla al sujeto al soporte-@ o al @-soporte.

 A esta dirección de la cura se la puede llamar también tlenai (soporte)-goce, debido a que asienta el acceso a la ditmensión de lo real sobre un tlenai (soporte)-transferencial, que pone en acto la realidad sexual del inconsciente, el saber no sabido de los significantes (ni por el analizante ni por el analista; de ahí la exigencia de la escucha flotante y del silencio).

 ¿Qué es una cura prometeica? Para responder a esta pregunta, confrontaremos dialécticamente las figuras de Atlas y de Prometeo. Utilizaremos los semblantes de estas dos figuras míticas como metáforas de la cura analítica.

 En la mitología griega, Atlas o Atlante (el portador) es un joven Titán al que Zeus condenó a cargar sobre sus hombros el cielo (Urano).

 Los antiguos creían que la bóveda celeste era una bóveda real, que debía tener algún pilar que la sustentase.

 Los griegos identificaron el monte de Atlas -el del mítico Titán sustentador del cielo- con el macizo montañoso del noroeste de África que, desde entonces, se conoce con el nombre de Atlas (cuatro cordilleras en Marruecos y Argelia).

 Un derivado del nombre de Atlas es Atlantís, que fue inicialmente el nombre de una hija de Atlas (aquí, como quien no quiere la cosa , no encontramos con el objeto femenino).

 Más adelante, el nombre de Atlantís sirvió para denominar el mar que los griegos encontraron más allá del Estrecho de Gibraltar. Este nombre alternaba con el adjetivo del mismo origen Atlantikós, que hacía referencia al mar de allende el Atlas.


El océano Atlántico


También se usó el nombre de Atlantikós para nombrar la isla de todos los sueños, de la utopía, la Atlántida.

 Dostoievski, en el momento de sufrir las crisis epilépticas de gran mal, es Atlas, en su vertiente de privación, de a (sin)-tlâ (sostén) , incapaz de sostener el peso de todo ese goce atlántico sobre el pilar de su cuerpo.

 Algo le ahoga en el centro, en el vórtice, de un inmenso océano.


La Atlántida


 Antes estaba el padre. Ahora está solo. Más que un huérfano es un náufrago.

 La epilepsia es la tempestad que agita su pequeña barquita, inundada por la zozobra, que hace agua por todos los lados.

 Después de la muerte del padre el barco de Dostoievski ha quedado a la deriva, a punto de naufragar.

 Su asesinato ha quebrado el palo mayor. Todas sus velas se han desarbolado. Ya no hay ni un solo  pilar que resista.

 La epilepsia es el grito de dolor de un cuerpo des-investido por el significante, des-anudado de su triple solidaridad borromeana, por haber perdido el pilar, el palo mayor, paterno.

 El arbotante que sostenía la bóveda corporal, real, que transmitía el peso y las tensiones del goce hacia los contrafuertes significantes, ha quedado forcluido.

 Dostoievski, amedrentado por un real insoluble, inabarcable, debido a que, con la pérdida del padre, se ha perdido también aquella operación simbólica con la que podría abordar, metaforizar, esa misma pérdida, se extravía, se pierde (la conmoción de la triple pérdida).

 En este sentido, el síntoma epiléptico, desde una conjetura ética, desde un deber-ser, desde el Otro de la escucha, se podría interpretar como un llamado al Nombre-del-Padre, a la Ley del significante.

 Lo decisivo no es la pérdida del soporte imaginario, del sostén identificatorio con la imago paterna, sino del tlenai simbólico, de la función paterna, del tercero mediador.

  El asesinato del padre, así como el llamado asesinato del alma en Schreber, son dos formas distintas de referirse a la forclusión del Nombre-del-Padre que actúa como un obstáculo insuperable para que el sujeto pueda incidir decisivamente sobre los acontecimientos de su historia desde la operación de la metáfora paterna.

 Prometeo es un Titán. Más que eso, es un Titán amigo de los mortales. Mezclarse con los mortales no lo hace mortal pero acarrea su desgracia, le conduce a la perdición.


Prometeo encadenado


 Prometeo establece con los mortales un lazo social, una relación de filiación. El símbolo de este vínculo discursivo es el fuego. Se trata de una amistad que se ha forjado en el fuego del dolor, de la solidaridad, del ansia irrenunciable de la libertad.

 En la mitología griega, los Titanes -masculino-, y las Titánides -femenino-, eran una poderosa raza de deidades que gobernaron durante la legendaria Edad de Oro.

 Prometeo, hijo de Japeto, pertenecía a la segunda generación de Titanes.

 Los Titanes precedieron a los doce Dioses Olímpicos, los cuales, guiados por Zeus, terminaron derrocándolos en la Titanomaquia.

 Prometeo, en su condición de amigo de los mortales, enemigo de las injusticias (divinas y humanas), fue ensalzado, venerado, por su acto de arrojo que le llevó a robar el fuego de los Dioses en el tallo de una cañaheja, darlo a los hombres, y, a consecuencia de ello, ser castigado por Zeus (la cañaheja -Ferula communis- es un arbusto perenne, de 1-3 m de altura, muy robusto, con grandes inflorescencias, abundantemente ramificadas. La antorcha podría también haber estado hecha a partir de hinojo, que arde muy lentamente).


La luz y el fuego en la tierra


 Como introductor del fuego (el goce) e inventor del sacrificio (el significante), Prometeo es considerado el Titán protector de la civilización humana.

 En la Academia de Platón, en Atenas, había un altar dedicado a Prometeo. ¿Por qué?

 El acto prometeico, que transmite el savoir faire a los humanos, está relacionado con la filosofía: el amor a la sabiduría.


La Academia de Platón


 El robo del fuego a los Dioses -el Otro real-, la sustracción de ese elemento primordial sin el cual el saber está muerto, pone en juego un acto que va más allá de lo epistémico, que apunta al goce... ¡del Otro!

 El saber prometeico no es un saber por el saber, neutro, desinteresado, gratuito.

 No es el saber del amo, del S2 en el lugar del Otro, tal como se escribe en el discurso del amo (el saber compartido, de todos).


El discurso del amo: el S2 en el lugar del Otro


El fuego prometeico, si lo queremos ubicar en el discurso del psicoanalista, que es donde hay que situarlo, se corresponde con el saber -el S2- en el lugar de la verdad.





 Se trata del saber no sabido de los significantes, del saber inconsciente como medio de goce (gozar del inconsciente, de su desciframiento).

 Míticamente, lo que es narrado como ese acto heroico en el que Prometeo asalta el Olimpo y roba el fuego sagrado, desde el punto de vista del acto analítico consiste también en una heroicidad, valga la expresión, de otro orden.

 El acto analítico es un acto heroico que no tiene nada que ver con el arrojo, la osadía, la temeridad, sino con un cambio de discurso que hace su giro, su vuelta, su tour-operador, por el lugar del Otro.

 Prometeo-analista, en su búsqueda de la causa, Acteón perseguido por sus propios perros, sustrae el saber del lugar del Otro -a nivel del discurso del amo-, donde se puede apagar por estar demasiado pagado de sí mismo, llevándolo al lugar de la verdad -en el discurso del psicoanalista- donde arderá con llama viva y resplandeciente.

 Es evidente que el hinojo ardiente, la antorcha encendida, hace de semblante, de función, del objeto @ (en tanto objeto separable del cuerpo, causa del deseo).

 Prometeo, en su acto, en su huida del Olimpo, al ser portador del fuego de los Dioses, está en posición de @, en el lugar del agente del discurso del analista. Esta posición prometeica da cuenta, desde la estructura, del sentido último, castrativo, de ese tormento en el que una águila le desgarra eternamente el hígado.

 Lo más característico del águila es su pico desgarrante, instrumento de corte que separa una parte del cuerpo, un objeto @, simbolizado por el hígado.


El pico desgarrante: instrumento de corte


Es la operación de caída, de corte del objeto @, que le encadena a Prometeo, en su condición de sujeto, al discurso (Prometeo encadenado).

 La castración no tiene otro sentido ni otro destino que el encadenamiento del sujeto al significante, su sujeción al deseo del Otro.

 El águila que, en su repetición infinita, vuelve una y otra vez, es un Otro deseante, que horada el cuerpo.

 Lógicamente, esta sustracción de un goce que pasa a ser compartido por todos, mancomunado, les roba su poder irrestricto a los Amos, a los dueños del Olimpo, que no lo toleran. El castigo infligido a Prometeo va a ser terrible. Tomar posesión o posición del fuego del saber y del goce no es sin consecuencias (la principal, la castración: no serlo).

 Se puede distinguir entre el fuego del saber: el saber como medio de goce en el lugar de la verdad; y el saber sobre el fuego, sobre lo real: el sujeto supuesto saber analítico.

 El saber analítico, en transferencia, sobre la verdad, es un saber sin garantías, por el que hay que apostar, poniéndolo en acto, en marcha, en movimiento (el psicoanálisis es un work in progress a fondo perdido).

 No hay posibilidad de acceder al saber no sabido fuera del tiempo del significante, de la @-temporalidad del inconsciente.

 El saber que nos interesa, que nos concierne, que nos compromete -el S2 en el lugar de la verdad-, no es un saber como los otros, un conocimiento, anclado en lo imaginario, que aspira a saber mucho o a acumular mucho saber.

 El saber, o, mejor dicho, el espejismo del saber, como instrumento de prestigio y de fascinación, de dominio, que cose los labios y deprime los espíritus, persigue el aplastamiento de cualquier beneficio plusvalía que acompaña al ejercicio del saber: el plus de castración.

 Lo que se pone en acto en un psicoanálisis no es algo del orden del conocimiento, que concluirá inevitablemente en desconocimiento, sino los efectos de verdad y de goce producidos por el saber en su incidencia sobre el cuerpo, que sorprenden al sujeto, lo dividen, castrándolo de su lugar de amo (el S1 en el lugar de la verdad), al agujerear de forma irremediable el saber holístico, totalizante e imperialista (el S2 en el lugar del agente).




 El saber verdadero, del que nadie es dueño, amo, que es el saber de cada uno, de todos y de ninguno, no es el enunciado de un saber cerrado, completo (que anonada y calla al sujeto), sino la enunciación de un saber que se dice en el inconsciente, inter-dicto: el discurso insensato del Otro: la verdad os hará libres.

 Por eso dice Lacan que lo verdaderamente subversivo, que anonada al Amo, es que cualquier  mindundi o don nadie pueda enunciar la verdad (por su boquita ingenua e ignorante, como quien no quiere la cosa).




 El saber interesante, el que no exige dosis reforzantes de testosterona, sino de testis, en el sentido de ser-testigo-dedar-testimonio-de, es lo más alejado del saber docto y magistral, no solo porque nos compromete en nuestra condición radical de sujeto-que-no-se-sabe, por ser solo supuesto; sobre todo, por su posición excéntrica a todo saber, al ser ni más ni menos que un acto significante, un actuar en (con) el lenguaje.

 Hay un saber que quema, que, a veces, no siempre, siempre no, según por donde sople el viento, abrasa.

 Prometeo, después de robar el fuego (goce) de los Dioses, retorna con un hinojo-antorcha encendido, con un objeto @ resplandeciente

 Lo que era de unos pocos ahora es de todos. El acto prometeico transforma el privilegio en Ley, lo particular en universal.

 ¿Se ha hecho comunista Prometeo después de derrotar y engañar a la aristocracia divina?

 El acto comunista, colectivizador, de Prometeo, es imposible de realizar por medio de la fuerza. Solo es posible a través de un acto significante que nombra la pluralidad de los goces, reduciéndolos, previo pasaje por la castración, a su condición no-toda.

 Es evidente que este acto va a tener consecuencias. Entre otras, que Prometeo va a resultar abrasado, achicharrado, por la llama de la verdad-goce. Esto es una conjetura que no pertenece a la literalidad del mito, sino a su verdad. La antorcha que porta el fuego sagrado es el cuerpo de Prometeo. El Titán salvador se ha convertido en hinojo-ardiente.

 Es lógico que Zeus-Olímpico no se quede sentado en su trono, tan tranquilo, como si nada, si un Titán rebelde, supuestamente derrotado, le arrebata su goce, y, además, le castra. Y este Titán, por añadidura, es psicoanalista.

 Además, lo que todavía es peor, para entregárselo a los mortales, engañándolo con los pobres, los miserables hombrecitos. ¿No podríamos desfacer este entuerto entre nosotros, los Inmortales, los elegidos?

 El pecado de Prometeo, imperdonable, mortal, merecedor de las penas del infierno (por cierto, donde los pecadores se cuecen en su propia salsa ardiente) es un pecado de infidelidad cometido por el susodicho que se va de picos pardos con el deseo del Otro (en este caso, engaña con los hombres al Pater Zeus que reacciona como un amante celoso y vengativo).

 El fuego es el significante del deseo del Otro, el significante fálico, la letra phi, que remite a lo real de la castración.

 Desde el altar de Prometeo, en la Academia de Platón, desde el santuario de la filosofía, cargado de academicismo, que ama el saber (opuesto a la sabiduría), partía una carrera de antorchas, celebrada
en honor de Prometeo, en la que el ganador era el primer corredor que alcanzaba la meta con la antorcha encendida.

 La necesidad de correr, de poner en movimiento el cuerpo, de sudar, frente al quietismo y pietismo especulativo, contemplativo, alude a la dimensión del goce en su abrochamiento lógico con el saber.

 Solo se puede ganar llevando y siendo llevado por el testigo material-inmaterial del fuego, por la antorcha que marca el camino del corredor prometeico, sin la que nunca llegará a la meta, a buen puerto.

 IV) El acto prometeico

 Esta antorcha encendida, que se ha sustraído al goce del Zeus-Olímpico, al Dios-Amo, privándole del objeto de goce más apetecible y apetitoso -el falo simbólico-, instituye en el campo del Otro una falta real, un agujero irreductible.

 El fuego que transporta Prometeo desde las alturas del Olimpo a la planicie terrenal es la constatación de la existencia, más allá del saber filosófico, de un anudamiento
en acto o de un acto de anudamiento entre el saber y el goce, entre el agujero en el saber y el plus de gozar.

 El anudamiento prometeico, al sostenerse en la enunciación de un discurso (la astucia dialéctica) y no en la dominación (la fuerza bruta), se desarrolla plenamente en la dimensión del acto.

 De hecho, toda la historia (también hysteria) mítico-real de Prometeo está jalonada por una sucesión de actos de pasaje.

Prometeo, perteneciente a un linaje de Dioses derrotado por los Olímpicos, es el valeroso Titán que introduce la humanidad en el animal no-humano, sin nombre (todo hombre es no hombre -non homme-, si no es nombrado: nommé), enseñándole todas las artes y los oficios. A través del lenguaje transmite un saber-hacer con las cosas del mundo. Este es su acto primordial.

 El segundo acto prometeico es actuar como mediador entre los Olímpicos y los mortales. Prometeo, astuto y conocedor de todos los ardides, maestro en el arte del engaño, es el abogado defensor de los mortales, su representante y portavoz ante las instancias divinas. Esto significa que Prometeo es ante todo un significante, el lugarteniente del saber de los significantes. Prometeo realiza la función del S1, el significante del goce.

 El tercer acto es ofrecer un sacrificio a los Dioses en nombre de los mortales.

 Prometeo trata de poner a prueba a Zeus, bajarle los humos, hacerle caer de su pedestal de Amo, de monarca absoluto.

 Para lograrlo, utiliza el arma del engaño. Le somete a una prueba en la que Zeus va a tener que dar testimonio (testis) de su deseo, que, al igual que el de todos, del más común de los mortales, está en una relación de dependencia absoluta, de alienación, con relación al deseo del Otro.

  Prometeo prueba a Zeus en el punto más comprometido, más difícil, del deseo, el de la separación. Ahí donde no hay garantías, solo la presencia enigmática de ese objeto cortado del cuerpo que divide, hasta el extremo de abolirlo, al sujeto. ¿Aceptará Zeus su tachadura, su marcadura, inflingida por el Otro? En su condición de Amo, es evidente que no, bajo ningún concepto (o significante que le sujete). Zeus manifiesta el delirio de la libertad, típico de un yo fuerte, a prueba de águilas.

 Haga lo que haga, Zeus va a tener que decir el fuego gozoso que le corroe en sus entrañas, provocándole agudos dolores de tripa.

 Zeus, ante la prueba de Prometeo, no dejará de revelar su hambre primordial, eterna, imposible de aplacar.

 Zeus, inevitablemente, en el altar del holocausto, confrontado a los despojos del cuerpo del Gran Otro, a los pedazos del buey sacrificial, va a tener que reafirmar o renegar su condición de causado, tachado, abolido, por el objeto @.


El acto prometeico


 Elija lo que elija, no podrá elegir otra cosa que el desecho, el desperdicio, lo real-que-se-atraviesa.

 Por este motivo, porque Zeus es des-enmascarado por el acto de Prometeo como un Otro tachado, dividido, causado por un objeto @, infame, indigno, se pone de los nervios y decide castigar severamente a los mortales.

 Su castigo es privarles del fuego, la fuente de la luz y del calor. Los pobres mortales quedan condenados a vivir en la oscuridad y en el frío.

 En ningún lugar, en ningún hogar, brilla y calienta la llama del amor y del deseo. La chispa del significante se ha apagado. Sus resplandores metafóricos, sus fulgores metonímicos, empalidecen, se apagan, y, con su desaparición, el mundo queda privado de la alegría, la fe, la promesa.

 El acto decisivo de Prometeo es arrebatar el fuego del saber y del goce a los Dioses-Amos. Para ello, deberá ir al Olimpo, al lugar del Otro, y tomar lo que es suyo.

 Esta irrupción del Titán en el campo del Otro, que conlleva el contacto íntimo, troumático, con lo real del goce, con su llama inextinguible, le deja como secuela, como síntoma, la marca de la castración en su cuerpo.

 El mito enuncia que Prometeo acude al Olimpo, al lugar donde se preserva el fuego de unos pocos. Profana el santuario. Su objetivo es que este fuego caliente e ilumine a todos. Según las diferentes versiones, el héroe roba el fuego de la forja de Hefesto o del carro solar de Helios. Con él, prende fuego a un tallo de hinojos, y, con la antorcha encendida, retorna a la tierra para entregar su fuerza milagrosa y salvífica a los mortales (el poder simbólico de la falta, al que solo se accede a condición de no serlo).

 Cuando Zeus se da cuenta del robo ya es tarde, el fuego arde en todos los hogares, siendo materialmente imposible apagar el incendio. Entonces, decide castigar a Prometeo, por haberse apoderado de la esencia divina.

Prometeo es condenado a un tormento de la carne, a un suplicio del cuerpo, que le encadena eternamente a una ladera del monte Tártaro. Todos los días, un águila se posa sobre él, desgarrándole y devorándole el hígado. Prometeo, por su condición de inmortal no tiene el consuelo de la muerte. Su sufrimiento y su dolor son eternos, sin fin.

 En esa antorcha que, en la carrera prometeica, el ganador tiene que llevar encendida a la meta, se condensan las dimensiones de lo simbólico (el saber) y de lo real (el goce).

 No hay que olvidar que se trata siempre, en su repetición, del fuego que Prometeo ha robado a los Dioses -al Otro- para entregárselo a los hombres. En este sentido, todos somos -¡o deberíamos ser!- Prometeo.

 Esa antorcha siempre encendida representa el fuego de los dioses, aquello que calienta o con lo que se calienta el Otro, o sea, el Goce (con G mayúscula).

 Sustraer ese fuego precioso al Otro implica privarlo de un objeto de goce (el falo simbólico). El efecto de de este acto es dejarlo en falta, instituirlo como un Otro tachado.

 Es necesario correr la carrera, portar la antorcha, alcanzar la meta. Cada uno tiene que repetir el acto prometeico de sustraer, de castrar al Otro de su fuego fálico, para capturarlo en su desamparo radical, en su indigencia absoluta, la que le hace depender del deseo del Otro y de sus significantes.

 Curiosamente, Prometeo, tiene tres hermanos, y uno de ellos es Atlas. A sus tres hermanos les supera en astucia y en engaños,

 Fiódor tiene un hermano mayor al que podemos considerar un hermano prometeico.

 Es el hermano que transmite ese detalle tan curioso de que Fiódor, cuando sufre sus ataques de letargo, deja un reguero de notitas con el aviso a navegantes de que si alguien lo encuentra dormido, con todos los signos que aparentan la muerte, que, por favor, espere cinco días hasta enterrarlo.

 Es el hermano con el que va a la Escuela de Ingenieros de San Petesburgo, por mandato del padre.

 Si a Fiódor se le puede identificar con Atlas, Andrei sería Prometeo. Con lo cual, hemos armado la pareja analizante-Atlas y analista-Prometeo.