La Clínica psicoanalítica y sus avatares

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martes, 27 de febrero de 2018

La denuncia histérica de la impotencia del Amo; el discreto encanto de la burguesía y su renuncia al goce; Freud y Stefan Zweig

I) La pregunta por la histeria

 ¿Es Irene una histérica?

 Una histérica o un histérico es un sujeto de la palabra que tiene obturada la posibilidad de expresar verbalmente su deseo y tiene que recurrir al expediente del síntoma.

 Síntoma al que llamamos histérico porque es el síntoma de alguien que es histérico.

 Y este alguien no es cualquiera; se trata de un sujeto de la palabra que tiene una relación particular con el Otro. De hecho, este lazo social se puede formalizar bajo el modo del discurso de la histeria.



Discurso de la histeria

 ¿Quién es histérico? En primer lugar, vamos a decir quién no lo es. No lo es alguien que cae en el histerismo o se manifiesta de forma histérica, en el sentido de exagerada, excesiva, en situaciones en las que el resto de los mortales, los supuestamente no-histéricos, nos conduciríamos de una forma normal. ¿Pero hay respuestas normales?

 El histérico no es alguien que se contorsiona, se agita, de forma teatral, frente a mínimos estímulos.

 No es una actriz representando un drama interior ni un clown que actúa un papel cómico.



La histérica no es una mujer que se desmaya en brazos del hombre

 El histérico es un sujeto que, como todos los sujetos que se precien, tiene problemas con el deseo; no debido a ninguna tara, estigma o degeneración, sino por algo noble, por su condición de hablante, de sujeto tachado por el significante.

 Es desde aquí que se ilumina su modo especial de lazo discursivo con el Otro.

 Por eso, todos nosotros, además de mortales, finitos, somos un poco o mucho histéricos; somos un poco o un mucho deseantes, en el sentido de lo que nos falta o nos sobra, lo que nunca está en su punto, allí donde debería estar, donde se lo espera y se hará de rogar.




San Francisco: el estigma histérico: la marca del Otro en el cuerpo 

 Está el histérico histérico, el histérico fetén, el que es mucho histérico o histérico en demasía (¿con respecto a que patrón de normalidad?).

 Cualquiera de nosotros, incluso los psicoanalistas, tiene su poco de histeria, su pequeño síntoma histérico, a veces inapreciable, que manifiesta la dificultad de todos, compartida, con el deseo.

 El gran valor de la histeria, de su insatisfacción sintomática, es que le sirve de palanca, de trampolín, para acceder al Otro.

 De hecho, su división subjetiva (S) le permite poner al significante amo (S1) en el banquillo como responsable último de su insatisfacción, de su falta.

 Desde su propia falta, interroga, cuestiona, interpela, la falta del Otro, del S1, a la que traduce, desde su versión histérica, como impotencia.

 Every-one, every-body, aunque se diga en inglés, tiene, en el sentido de que padece, su pequeña o gran insatisfacción, su pequeño o gran malestar, corporal o no corporal, sexual o no sexual.

 Decir que está insatisfacción o este malestar es histérico no nos aclara mucho.

 Es más interesante plantear que el síntoma histérico se hace presente como malestar o insatisfacción, que, al interrogar y dividir al sujeto, hace que éste se dirija al S1, al amo, al que supone un saber sobre su padecimiento (Sujeto supuesto al saber), para que produzca un saber (S2) sobre su ser (¿qué es una mujer?), sobre su deseo (¿qué quiere una mujer).

 El discurso de la histeria con relación al discurso del amo supone un logro importante, casi una hazaña, un hito, debido a que sitúa en el lugar del agente del discurso no a un significante amo (S1), sino al sujeto tachado (S), hablante, al sujeto de la falta, sobre la que se sostiene el deseo.

 Este verdadero acto, el de la histeria, lo podemos leer en el sentido de que otorga el lugar dominante a la insatisfacción.

 El deseo de la histeria es el deseo insatisfecho.

 Esta cuestión de la insatisfacción es compleja al abarcar, por una parte, la insatisfacción del deseo, su carácter inagotable, que es un rasgo compartido por cualquier forma de deseo, debido a que todo deseo se sustenta en la falta.

 Falta que tiene un estatuto diferente al objeto del deseo.

 La falta está en una relación de anterioridad lógica, de causa, con respecto al deseo.

 El objeto, lo que el deseo busca, persigue, anhela, está detrás de él. Por eso, suele tener la función de un señuelo imaginario, que será inmediatamente abandonado una vez que haya sido capturado.

 La insatisfacción del deseo se anuda de una forma paradójica con su satisfacción.

 La otra cuestión hace referencia al deseo insatisfecho, como deseo propio y característico de la histeria.

 Se dice que la histérica siempre está insatisfecha, haga uno lo que haga. Esto lo afirma un insatisfecho después del encuentro con la histérica.

 En la histérica, esta insatisfacción traduce una decepción fálica con el instrumento del deseo, que siempre depone las armas, baja los brazos, demasiado pronto.

 Él se ha quedado satisfecho, ¿y yo?

 Aquí se plantea la perspectiva de un goce que va más allá del falo, de un goce notodo, que puede albergar el goce propio de la mujer en una relación de exterioridad con respecto a la dialéctica falo-castración.

 La histérica, al sustraer su cuerpo, su goce propio, fuera del alcance del goce del partenaire sexual, queda constreñida a vivir el encuentro sexual como insatisfactorio, insuficiente, siempre demasiado poco.

 En el discurso de la histeria, el @, el objeto del goce, permanece a buen recaudo, en el lugar de la verdad, debajo de la barra (justo ese objeto, el que hace falta, el que se necesita, es el que la histérica deja fuera de la circulación).

 El saber circula a raudales en los salones de todas las histéricas habidas y por haber. Pero de ese desecho, de ese insigne @, que, si promete, como todos los pretendientes, solo promete la castración, el , la falta, no quieren saber nada... ¡en el sentido de la represión!.


Los salones con nombre propio de mujer 

 En el discurso de la histeria, encima del @, en el lugar del agente, se encuentra el sujeto dividido por el significante (S), la insatisfacción de la histérica, de la que pide cuentas al S1, al significante amo (en el lugar del otro).

 Lo que nos interesa no es el discurso de la histeria como aparente superación del discurso del amo, sino la articulación entre los dos discursos. En nuestro caso, la relación entre Irene y su marido, entre la mujer histérica y el amo fálico.

 II) Las cosquillas de la histérica y las malas pulgas del amo

¿Cómo definir al amo? El amo es el que sabe. ¿Sabe de qué? Simplemente, sabe.

 No se trata de que sepa de esto o de lo otro, de mujeres o de coches de carreras, lisa y llanamente, sabe.

 Su  posición de sujeto en el discurso es de saber, de S1.

 Si sabe o cree que sabe esto implica que no está dividido (por lo menos, es su ilusión). La histérica no se engaña. Capta perfectamente su spaltüng, su hendidura. Y la explota a fondo. Denuncia la impotencia y la impostura de aquel que se postula como amo.

 ¿Por qué el amo no está dividido? La pescadilla que se muerde la cola, el círculo vicioso, porque sabe.

 Existe una identificación entre el amo y el saber (S2), con s minúscula.

 No todos los amos son filósofos profesionales; pero todos están enamorados de Sophía.

 Su aspiración máxima es a la sabiduría, eso que nadie sabe lo que es, pero que da mucho prestigio. Por eso, la mayor parte de los amos se dan un aire de sabiduría.

 El secreto del amo es obvio. Es amo porque se cree Uno, es decir, no fisurado, no hendido, no dividido; o, lo que es equivalente, no atravesado por la falta, no causado por el deseo.

 El amo se imagina de Una sola pieza.

 El amo es amo, es Uno, porque desconoce activamente, enérgicamente, su división, su castración, su spaltüng, su sujeción al significante.

 Si se lee el discurso del amo se da uno cuenta que, debajo del S1, en el lugar de la verdad, se sitúa el sujeto tachado, del deseo, dividido por el significante (S), y, en el piso inferior, correspondiente al S2, en el lugar de la producción, el objeto del fantasma, el @.


El discurso del amo

 El amo no quiere saber nada de aquello a lo que la histérica le confronta, de lo que fisura su condición de 1 imaginario, de la falta (S) y del goce (@), así como de su losange romboidal en el fantasma fundamental.

 La histérica padece la división causada por su sujeción al significante. Desde ahí, en posición de agente abolido, se dirige al amo del saber, que ella sabe que es la fuente de todos sus males. Clama al S1 para que asuma, soporte, su mal-estar en la cultura.

 En el lugar del Otro falta el significante de la mujer (como también falta el significante del hombre; en esto no hay privilegios).

 Está el significante del falo, impar, del deseo, compartido por los dos sexos.

 Al faltar el significante de la mujer, la histérica no puede saber qué es como mujer para el deseo del hombre, en el encuentro de los sexos, lo que hará que, inevitablemente, lo viva como traumático (la escena de seducción).

 Seducida por un goce desconocido que irrumpe desde el lugar del Otro, la histérica, a través de la mascarada femenina, que adopta los modos y maneras de los hombres, su prestancia y exhibicionismo, se reviste, en todo su cuerpo, con los ropajes del falo, con el fin de ser, para la demanda del Otro, el significante del deseo (ser el falo).

 Decimos que el deseo de la histeria es un deseo insatisfecho. Hay que detenerse en esta afirmación, porque es problemática.

 En principio, todo deseo, a diferencia de la demanda, es insatisfecho. Aunque sola sea por la necesidad de verbalizarlo, de apalabrarlo. Al transcribirlo en sus significantes, siempre hay algo que se pierde, que se sustrae (justo lo que falta, la verdad).

 Por otra parte, el deseo nunca se encuentra con su objeto satisfactorio -¡si lo hubiera!-, errando las más de las veces el tiro, al apuntar siempre más allá o más acá del objeto buscado, nunca en el punto exacto.

 El sujeto humano cuenta con una carabina de feria, fabricada por un dios engañador, con el punto de mira desviado, por lo que, a duras penas, casi nunca, acierta en el blanco. Además, para más inri, no sabe cuál es el blanco.

 Esta cuestión de la insatisfacción del deseo o del deseo insatisfecho -histérico por antonomasia-, es un asunto peliagudo, erizado, crespo, lleno de trampas para la teoría y para la praxis.

 Cuando la cosa se plantea en relación con la demanda parece que el asunto se aclara porque deseo y demanda detentan objetos distintos.



El agujero del deseo y el de la demanda

 Simplemente, para captar la distancia entre uno y otro, hay que detenerse en la diferencia, que salta a la vista, entre el agujero central de un toro, el del deseo -éxtimo-, y la imagen de dos toros anillados en un apretado abrazo de amor.

 En el primer caso, el del agujero y el objeto @, la relación sexual es imposible; en el segundo, en el que se entrelazan el deseo de uno con la demanda del otro, taponando el agujero, una imagen nos seduce y engaña con su aparente posibilidad.



El abrazo de dos toros

 Habitualmente, no sabemos cuál es el objeto del deseo, por lo que perseguimos en vano una sombra, o la sombra de una sombra, que se nos sustrae de forma permanente, o, cuando creemos haberlo encontrado, resulta que no es ese, por lo que la búsqueda, ese giro continuo en espiral, comienza de nuevo, pudiendo culminar en el desfallecimiento, la melancolía.

 Incluso, se puede afirmar, aunque no a ciencia cierta, que el objeto del deseo es la falta de objeto, que no hay ningún otro objeto que ese objeto que falta.

 ¿De qué objeto se trata? El psicoanálisis afirma que es el falo, que, justamente, no es ningún objeto, sino un significante. Esto ya es rizar el rizo.

 A todas estas paradojas e inconsecuencias se enfrenta y nos enfrenta la histérica a través de sus síntomas, que emanan de una estructura discursiva: el así llamado discurso de la histeria (que se superpone al discurso de la transferencia, a la instauración, con relación a la falta del sujeto, del sujeto supuesto saber en función de S1).

 La histérica, a partir de estas aporías del deseo, se dirige al amo, al sujeto supuesto al saber, al que interroga y cuestiona desde su división subjetiva (S), desde sus síntomas, desde aquello que no marcha, que cojea.

 Le incita, le estimula, le seduce, para que produzca el saber que a ella le falta sobre la x del deseo (¿qué quiere una mujer?)

 El amo, confrontado a la falta (S), responde desde su propio saber (S2), haciendo valer su autoridad sapiencial (S1), que se muestra impotente para dar cuenta de la verdad de la histérica (@).

 El amo, que no es muy amigo de paradojas y complicaciones, menos todavía si tienen que ver con el deseo, quiere cubrir el expediente con rapidez, sumariamente, expeditivamente, para tranquilizarse él, a pesar de que la histérica está cada vez peor, más quejumbrosa e insatisfecha.

 El amo se desespera porque no encuentra nada que case con eso que no casa que trae la histérica (a lo que llamamos síntoma).

 El amo hace lo posible y lo imposible, lo habido y por haber, para que todo case, para que cada palito encaje en su agujerito, pero no acaba de tocar la tecla justa.

 El saber, a grandes dosis, y, sobre todo, si se trata de un saber de amo -el S2 en el lugar de la producción, del goce-, plagado de lugares comunes, conocidos y frecuentados por todos, en vez de actuar como un bálsamo, cada vez agita más a la histérica.

 Es que el amo no entiende de qué va esto de la insatisfacción de la histeria.

 En primer lugar, porque confunde el deseo con la demanda, el agujero irreductible con el reducible, y este es un error garrafal.

 El amo, enredado y trabado por la histérica, que le ha buscado las cosquillas, en vez de poder reírse de sí mismo, decepcionado por no decepcionarla, acaba sacando sus malas pulgas, allí donde le aprieta el zapato, en su ser fallido de maitre, el de aquel que goza de su saber.

 III) El amo es "alguien"

 ¿Quién es el amo? Se pueden dar varias respuestas, todas ellas aproximativas, debido a que es difícil acercarse al amo, ya que es alguien que guarda las distancias, de hecho, su palabra, siempre la oímos un poco distante (como el sonido tan sugerente y lejano de una bella caracola).

 La primera respuesta la encontramos a partir del pronombre indefinido más arriba empleado: el amo (S1) es el ser hablante que se cree que es alguien. Alguien que puede decir: Yo soy alguien.

 El corolario de esta asunción exorbitante es que es alguien que cree, en contra de todas las evidencias, que se puede significar a sí mismo.

 El que dice esto es un amo, con total seguridad.

 No es en absoluto lo mismo decir Yo soy alguien (el santo y seña de Friz en su posición de amo) que Yo no soy nadie (el grito de guerra con el que Irene se lanza a la batalla).

 La conquista del amante por parte de Irene cambia el signo del combate. Friz, desplazado de su lugar preferente, se queja y reivindica con dolor que Yo no soy nadie, e Irene proclama victoriosa que Yo soy alguien.

 El amante revaloriza a Irene y desvaloriza a Friz.

 Para Friz, el amante tiene un signo menos (-); para Irene, tiene un signo más (+).

 Lo que le resta a Friz se lo suma a Irene.

 Gracias al amante, Irene, recupera su posición de erómenos (amada), y Friz, bien a su pesar, casi a la fuerza, es reubicado en la posición de erastés (amante) (que él procura con todo cuidado disimular).

 La estrategia de Irene es cristalina: adosar un signo (-) a Friz para ganarle como amante, lo que le posibilitará a ella reposicionarse como amada (+).

 Friz se resiste como gato panza arriba a ser ganado como amante porque esto implica perder su condición de amo, que le proporciona su ser (aunque sea ilusorio).

 Precisamente, esto es lo que persigue, locamente, apasionadamente, Irene, con sus actos y con sus síntomas -con su amante-síntoma-, en su resistencia, heroica, frente a la anomia, que le amenaza con ser nadie.

 En cambio, Friz, su marido, está convencido de que es alguien, de que es Uno (de hecho, es un abogado de prestigio, criminalista), por eso no entiende para nada a su mujer (ni antes ni después del amante).

 ¿Cómo se van a entender alguien y una mujer?

 Aquí hay algo que no casa ni con todos los casamenteros del mundo, judíos y freudianos, a pesar de que estén casados y bien casados, por la Santa Madre Iglesia y con todas las bendiciones del Papa.

 Es evidente que el discurso de alguien (S1), de Un amo, y la enigmática sexualidad (S), se dan de tortas, no son capaces de arreglarse entre sí a pesar de todos los pesares.

 El marido es un gran abogado, un ilustre jurista, que se sabe al dedillo la letra de la Ley, pero se extravía totalmente en los caminos de su espíritu.

 Friz, a veces, se muestra como un pedagogo aficionado con un punto de moralista.

 Como todos los moralistas que se precien, en su retorcimiento, se desliza hacia el sadismo, hacia crimen y castigo.

 Idea, con todas sus buenas intenciones, un plan, supuestamente para dar una lección a su mujer, pero que es más bien una venganza encubierta por haberle engañado.

 La posición docente y moralista del marido, como Uno, como amo, es que no hay crimen sin castigo: Si tú has cometido el delito, la falta, de haberme engañado, habiéndote dejado llevar por tus deseos, por tus pasiones (¡Aquí está el quid de la cuestión!: Irene se ha dejado llevar locamente por sus deseos; más que una mujer casada, en casa y con la pata quebrada, es una mujer causada), es obligado que, primero, te arrepientas como es conveniente, después de haber recibido el merecido castigo y cumplir la penitencia. Después, podrás ser perdonada.

 Entonces, Friz, la somete a ese tercer grado torturante de la actriz-chantajeadora, cuyo guión lo ha escrito él, para que comprenda en su propia carne que en el pecado está la penitencia.

 Luego, después de que se haya asado a fuego lento, será bueno, magnánimo y compasivo (como todos los amos del mundo), y tendrá la deferencia de perdonarla: Ya no lo volverás a hacer (¿a desear?).

 El ínclito Friz, el marido, el Abogado, con A de Amo, en ningún momento se pregunta lo que se preguntaría todo el mundo no-amo: ¿Qué es lo que tengo que ver yo con la infidelidad de mi esposa? 

 Esta posición hierática e impasible, antidialéctica, es típica del amo.

 Si el amo es Uno, no dividido, no castrado, no tiene por qué ni para qué hacerse ninguna pregunta sobre su deseo. Es un asunto zanjado, resuelto, concluido.

 La premisa del amo es que no desea. Él sólo tiene respuestas. No necesita hacerse preguntas (esto es una pérdida de tiempo y el tiempo es oro).

 A él no le falta nada. Se dedica a solucionar las faltas de los demás que interpreta como carencias o debilidades.

 Friz tendría que haberse encontrado con Freud que, al igual que a Dora, le habría preguntado como quien no quiere la cosa (con su punto de ironía vienés): ¿Qué tiene que ver usted con ese malestar del que se queja?




Ida Bauer es, desde el psicoanálisis, Dora 

 O la pregunta hegeliana por excelencia que desarma a los amos de alma bella, humanistas: ¿Cuál es su contribución al desorden del mundo que pretende solucionar con su afán justiciero?

 Aquí, Freud, habría producido una inversión dialéctica, que hubiese conducido a un primer desarrollo de la verdad (y, después del primero, vienen los siguientes).

 Hasta un niño se puede dar cuenta, menos Friz, por su ridícula condición de pequeño amo, que, si la mujer de uno tiene que buscarse un amante, y, además tan cutre, es porque su marido no cumple con sus deberes matrimoniales, no le da a su mujer lo que, en derecho (civil y canónico), le correspondería.

 Esto, Friz, lo sabe. No es tan tonto. Lo que sucede es que lo que a él le importa es el orden, que las cosas marchen, al son del S1, del significante amo, que es un significante de ordeno y mando.

 Friz prefiere ser temido a resultar simpático y agradable. Si hay que castigar se castiga. Los deseos deben mantenerse a raya porque si no quién sabe a dónde nos llevarán.

 El amo padece un fantasma de desorden.

 Ya se ha puntualizado que Friz, para vengarse de su mujer por haberle engañado, contrata a una actriz para que, haciéndose pasar por amante del pianista, se dedique a chantajearla de forma simulada e indisimulada.

 Este happening tiene éxito.

 Todo esto es una representación teatral.

 Para Friz, es una ficción, como toda su vida.

 Para Irene, es algo real. Está convencida de que ha caído bajo las garras de una extorsionadora que va a arruinar su vida.

 Lo importante es captar que el autor de este guión teatral es Friz. La víctima es Irene, capturada como un conejo en la madriguera.

 Lo decisivo es captar que Friz goza con la puesta en escena de este libreto sádico-burgués.

 Este libreto, ridículamente sádico, va en un crescendo que acorrala a Irene, la humilla, la asedia, hasta culminar en el acto más violento, más retorcido, que es el del empeño del anillo de compromiso.

 Ya no tiene escapatoria. Ella nunca se ha desprendido de ese anillo. Será descubierta en el acto, sin remedio. La última puerta se ha cerrado. Ya no hay salida. Todo está perdido.

 Friz, el astuto, se engolosina, se emociona, se excita, hasta el punto de arrastrar a su mujer hasta el límite,  hasta el suicidio.

 Esto no entraba en sus cálculos. Hasta ese extremo no quería llegar. Ha descuidado el factor humano, el quid del sujeto por el quo del pecador.

 El que desprecia y desconsidera al sujeto y a su deseo inalienable lo pagará duramente, con creces.

 Friz, el marido ejemplar, se reviste con los ropajes del educador y del moralista. Como un ministro del Señor, se dedica a sermonear a su mujer, a hablarle en parábolas, proponiéndola casos prácticos, ejemplares, tomados de la vida familiar y de su trabajo como abogado.

 Su discurso es el paradigma del saber del amo, del S2 en el lugar del goce, en su expresión de máxima impotencia para dar cuenta de la verdad, de la falla, de la división sintomática de su mujer.

 De hecho, su discurso, in stricto sensu, se rige, más que por el saber, por el desconocimiento del Otro y de su división. Es un discurso no de la denegación, de la afirmación, sino de la renegación.

 La máxima educativa y moral del integro y cabal, Friz, es que la letra (entiéndase la lección) con sangre entra. Y, él, con su punto y su punta de sadismo, quiere hacer sangre en su mujer.

 Pero, de este goce sadiano, que inflige al otro, desde su posición de amo, no quiere saber nada. Él todo lo hace por el bien de su mujer (porque la quiere).

 El amo, desde el principio y hasta el final, no quiere saber nada de su deseo ni de su goce, ni del sujeto tachado por el significante (S), en el lugar de la verdad, ni del objeto @ en el lugar de la producción de goce.

 Es evidente, menos para él mismo, que el abogado Friz está rabioso, furioso, con ganas de vengarse de su mujer, de machacarla.

 Le resulta humillante y denigrante que su mujer le haya engañado con un vulgar pianista de mala muerte.

 Si alguien se entera que es un cornudo, ¿qué va a ser de él y de su prestigio? Ya no le respetarán ni los delincuentes a los que defiende.

 Un amo debe hacerse respetar. Cosa que es imposible si ya no le respeta ni su propia mujer.

 Entonces, sí o no, por las buenas o por las malas, está obligado, por su condición, a hacerse respetar. Irene se va a enterar de quién es Friz, de lo que vale un peine.

 Friz hace pedagogía con las cosas de la vida, aunque por dentro rabie: ¿cómo es posible que Irene prefiera a ese fracasado que a mí, que le he dado todo?

 A lo mejor, por eso, porque le ha dado todo menos lo único que Irene verdaderamente necesita, aquello que le falta (la falta).

 Probablemente un fracasado, como Friz lo denomina con desprecio, esté más próximo a las verdaderas necesidades de una mujer, a su goce propio, que un potentado.

 IV) Las parábolas evangélicas

 Las dos parábolas evangélicas con las que Friz quiere que Irene vuelva al camino recto hacen referencia a los delincuentes y a los hijos. Empecemos por estos últimos.

 El hijo de Friz e Irene tiene un caballito de madera con el que es feliz y disfruta.

El caballito de la discordia

 Su hermanita pequeña tiene unos celos que la reconcomen.

 Un buen día, desaparece el caballito.

 El niño está desconsolado.

 Le preguntan a la niña si ha sido ella, pero lo niega tajantemente.

 Todas las sospechas recaen sobre ella.

 Pero ella, erre que erre.

 Al final, cede en su resistencia, y, presionada por el padre, confiesa su culpabilidad.

 En un arrebato insuperable de celos había lanzado el caballito al fuego, que quedó reducido a cenizas.

 El padre la castiga sin ir a su fiesta favorita, no tanto por haber destrozado el caballito, como por no haber querido confesar su delito; o, lo que es lo mismo, por no haber confiado en su padre.

 Irene se siente horrorizada por la severidad de su marido.

 Intercede por su hija.

 La niña muestra su compungión y su arrepentimiento, y, final feliz, su padre la perdona.

 De lo que se trataba era de que la niña aprendiese la lección: la letra con sangre entra.

 La moraleja es evidente. Friz es el caballito destrozado y la niña es Irene.

 ¿Qué has hecho con mi caballito?, le pregunta, lastimera y lastimosamente, Friz a Irene.

 Aquí, Friz, es el falo imaginario, e Irene es la mamá fálica. Justo lo contrario de lo que Irene desea.

 Irene no desea un falo imaginario que ocluya su deseo al transformarlo en demanda.

 Ya está cansada de caballitos, por muy manejables que sean.

 Irene, que es mayorcita, lo que desea es un caballo de carreras, un auténtico pura sangre.



El deseo de Irene: un pura sangre

 Lleva mucho tiempo sin montar un caballo a pelo, como los indios, galopando de forma salvaje por las infinitas praderas.

 El deseo de Irene es bien concreto: el deseo del deseo del Otro.



El deseo del deseo del Otro

 Sin plantear esta posición, en la que la cuestión fundamental se juega alrededor de un deseo de deseo, de un deseo elevado a una potencia segunda, que no remite a un objeto, sino a otro deseo, no se puede entender nada del deseo de Irene, de su relación con el amante, y de la articulación entre el discurso de la histeria y el del del amo, es decir, de la relación que se juega entre Irene y Friz, entre el amo y la histérica.

 Pero, antes, abordemos el significado de ese caballito que ha perecido en las llamas de la hoguera.

 La estrategia de la histeria, sostenida desde la política del deseo de deseo, o, también, desde el deseo de un deseante, es pro-vocar un efecto de deseo en el otro, que, lógicamente, es de desgarro, de división, de tachadura producida por una marca significante.

 Por este motivo, Irene, que se pregunta y pregunta a los otros por su condición de mujer, se busca un amante.

 Como es obvio, esto, inevitablemente, va a tener un efecto de tachadura, de división, sobre el ínclito Friz, el amo a prueba de bombas.

 Friz, inevitablemente, tendrá que abandonar su refugio antiaéreo y salir a campo abierto.

 Es cierto, están cayendo bombas, y alguna que otra puede impactar sobre él (gajes del oficio).

 Aquí, el que solo salga rasguñado se puede dar con un canto en los dientes. En estos acontecimientos, las heridas de guerra son la norma.

 Se va a agarrar un mosqueo tremendo y sus reacciones tan excesivas y sobredimensionadas nos van a dar una noción certera sobre el grado de división que le ha causado el acto amatorio de Irene.

 Al buscarse un amante, en ese proceso de preguntarse por su deseo de mujer, que, por exigencias estructurales (de guión), tiene que pasar por el Otro, Irene, ha obtenido un logro decisivo: introducir, en la dialéctica intersubjetiva, el discurso de la histeria (el sujeto supuesto saber en relación con su pregunta de sujeto) donde antes sólo dominaba el discurso del amo.

 El amo (S1), en este caso, Friz, capturado en el discurso de la histeria, ya no está en posición de dominio, sino que ha sido desplazado al lugar del otro, donde es cuestionado, convocado a hablar, a producir saber (S2), en un intento, marcado por la impotencia, de dar cuenta del desgarro de la histérica (S), de su dolor y de su padecimiento, de sus síntomas, en resumen, de su verdad (@).

 El problema es que el @ de la histérica está en la caja fuerte, y, para abrirla, hay que descubrir la combinación (que, muchas veces, no es evidente). Esto nos obliga a la ética del biendecir (la escuela de todos los maestros cerrajeros).



El cambio de discurso: del S1 al S

 Como es obvio, si su mujer tiene un amante, eso cuestiona al marido, lo interpela, el cual, forzosamente, tendrá que reaccionar de alguna forma.

 Al estar en la posición del amo, haciendo semblante del S1, en ningún momento se va a interrogar por su propio deseo ($<>a).

 Lo que ha sucedido lo capta como un desorden, por lo que, en consecuencia, tratará de restablecer el orden.

 Intentará hacer que retorne todo a su cauce poniendo en juego su saber de amo, el S2 en el lugar de la producción de goce.

 Frente a la debacle de su matrimonio, Friz, responde con su saber no con su deseo.

 Tratará de que Irene se redima, se comporte como debe ser, recuperando los principios y valores inalterables, eternos.

 Irene se tiene que arrepentir, tiene que reconocer su pecado, y, para ello, lo primero que deberá hacer es confesar su falta ante él, el abogado, Friz, el realmente perjudicado y dañado (en todo esto, siempre va a haber un tercero perjudicado o en desgracia).

 Sin confesión no hay arrepentimiento ni posibilidad magnánima y misericordiosa de perdonar, de lavar las afrentas.

 Y, Friz, está dispuesto a perdonar.

 Irene capta perfectamente que Friz quiere que se confiese ante él, que se humille y que baje la cabeza, que se arrodille, que lo reconozca.

 Pero, Irene, igual que la hija, se resisten a esa confesión arbitraria e injusta.

 No quiere ceder ni renunciar con respecto a algo esencial que ella vive como del orden de su verdad.

 Y, al final, renuncia a la confesión, no cede frente a la verdad de su deseo.

 Confesar sería equivalente a matar esa oscura verdad capturada en la red del síntoma.

 Friz, por un lado tiene la estaca -la chantajeadora-, y, por el otro, el paño de lágrimas.

 Irene se da cuenta que su marido la quiere chantajear y dice No .

 Ya se ha señalado que el marido es un poco cura; por eso insiste tanto en la confesión de los pecados.



Irene, mujer confesa y en aprietos

 Siente un cierto goce en escuchar los pecados del otro (así no piensa en los suyos).

 Luego del arrepentimiento y del propósito de la enmienda, impone una penitencia (que siempre suele consistir en renunciar a algún goce).

 La relación entre el confesor y la feligresa, que confiesa sus infidelidades y las intimidades de la alcoba matrimonial, es una de las formas clásicas de la relación entre el amo y la histérica.

 El discurso de la religión es una mezcla del discurso de la moral y el de la pedagogía. Ambos son saberes que remiten a significantes amo (S1): el bien y el saber, dejando fuera la cuestión del deseo, el sujeto dividido (S) en su anudamiento con el objeto @ (el goce): $<>a

 Friz es cura, educador y moralista.



Friz, educador y moralista

 Experto en sonsacar los más secretos pecados de las penitentes. Su mirada atraviesa los cuerpos y las conciencias. Ante él, es inevitable sentirse culpable.

 Es un impostor.

 El discurso del educador es el el discurso de la universidad, en el cual, el saber (S2) está en el lugar dominante, y, el amo (S1), en el lugar de la verdad.

 El que padece los efectos de este discurso, el estudiante explotado, está, como objeto @, como desecho del saber, en el lugar del otro, soportando su división (S).

 El discurso del moralista es el discurso del amo en el que el S1 es el pecado, Irene, una pecadora, y Friz un pescador de mujeres descarriadas.

 Lo que es significativo es que Irene prefiera morir antes que someterse a ese producto, en sí mismo mortífero, consistente en la mezcla venenosa del educador y del moralista.

 El resultado sería una especie de discurso vienés del amo moderno.

 Es curioso, de estos dos saberes, el del moralista, que se remite al discurso del amo, que pretende gobernar y dirigir a los semejantes, y el del educador, cuya referencia es el discurso universitario, que intenta domeñar lo real de la sexualidad, los dos forman parte, al lado del discurso del psicoanálisis, de las tres tareas imposibles (en la opinión de Freud).

 Para Freud, las tres tareas imposibles son gobernar, educar y psicoanalizar.

 No son imposibles por irrealizables, sino porque implican discursos que ponen en juego lo real del goce, la realidad de la pulsión, el cuerpo tórico.




El psicoanálisis: una de las tareas imposibles

 Psicoanalizar sustituye, en Freud, a curar, la misión del médico.

 Friz es medio médico, medio cura y medio profesor.

 Se remite a los saberes de la pedagogía, la casuística moral, así como a las metáforas de la enfermedad y lo morboso; a esto se añade, por su oficio de abogado, la casuística legal del derecho.

 Todos estos saberes de amo, a los que se suma su función de policia, de guardián del orden, se muestran impotentes para dar cuenta de la verdad desagarrada y desgarrante de Irene.



El discurso del analista

 Friz dice que conoció a un delincuente que compartía todo con él, como si fuese un padre; pero, en el último momento, no fue capaz de confesarle su verdad, su delito, a pesar de que Friz se ofreció, como el buen samaritano, a escucharle sus miserias (¿sin nada a cambio?).

 Este delincuente es Irene.

 Irene es la que quema, reduce a astillas, el pequeño caballito de Friz, su falo imaginario, su otro yo.

 En el vacío dejado por ese caballito juguetón introduce al amante como tercero, causa del deseo de Irene, más allá de Friz.

 Esto lo hace con el fin de que Friz tenga el deseo del Otro, es decir, un deseo más allá de Irene -una amante-, para que en la cama estén los cuatro: Friz e Irene, y sus respectivos amantes.

 Justo el número de los amantes coincide con los cuatro lugares del discurso.


Los cuatro lugares del discurso

 V) Lo que se espera de un psicoanalista

 El objetivo de un psicoanálisis no es responder con el saber con que contamos, garantizado, con el patrimonio de los conocimientos adquiridos en la experiencia, a los interrogantes que nos plantea cotidianamente la clínica.

 A esto es a lo que Freud llama experiencia, que actúa como un obstáculo a la hora de escuchar al paciente.

 La experiencia es un saber ya decantado, fijado, cristalizado.

 El que sabe o cree que sabe sólo espera reencontrarse con lo ya conocido, lo sabido, aquello que, por su experiencia, le resulta familiar, heimlich.

 Todo lo que no le suene, lo unheimlich, extraño, no-familiar, se perderá como información, como entropía, ruido, desorden.

 Hay profesionales que, en vez de poder escuchar un discurso, algo complicado y angustiante, porque exige un cierto borramiento del que presta la oreja, sólo escuchan un ruido ensordecedor.

 A este fondo ruidoso, que no sonoro, va a parar, como a un vertedero, todos los residuos del discurso, esas significaciones que no se pueden aprovechar, inservibles, que son precisamente las que presentifican el goce, en su carácter de real.

 Es un psicoanalista aquel que es capaz de escuchar en el discurso los ecos, las resonancias del goce, la entropía que se disipa, aquello que se pierde como información y que se recupera como verdad.

 Para escuchar lo real, lo imposible de soportar, cuenta con su análisis personal, el auxilio inestimable de la transferencia (el sujeto supuesto al saber), y la función lógica y topológica del deseo del analista.

 Sostenido en este trípode, en este triskel, propiciará el acto del analista, que, con suerte y viento a favor, atrapará en su malla, en su red caza mariposas, al objeto @.

 Trabajar como psicoanalista, confrontado permanentemente a lo unheimlich, a esa Cosa real e inasimilable, que constituye el fondo y el fundamento de la ética, en la concepción de Lacan, no sólo es una tarea imposible, también infernal, que se padece siempre en soledad, aunque no en aislamiento.

 Es por este motivo, enraizado en la estructura, que algunos psicoanalistas, no todos, se dedican a servir a los bienes de este mundo, procurando anestesiar el dolor (también la alegría) que se anuda a su condición, con la búsqueda del prestigio, la fama, el saber, la jerarquía y el mando institucional.

 Este es el discurso del amo, que se hace hegemónico cuando desfallece el deseo del psicoanalista y su discurso propio.

 Es evidente que nada podrá recogerse del goce femenino, que se sitúa en los márgenes, enajenado de los bienes de este mundo, desde el discurso del amo.

 Por eso es urgente proveernos de las herramientas simbólicas que permitirán abordar lo real de nuestra praxis, el nudo sintomático.

 Este es el objetivo de esa tarea imposible que suspende el discurso universitario para así poner en valor la ética del psicoanálisis.














sábado, 17 de febrero de 2018

El discurso del amo y el goce de la histeria; Sobre una novela de Stefan Zweig: "Miedo" (II)

I) Friz, un inquisidor de andar por casa

 Es evidente que el oficio más santo de un inquisidor (que, no por casualidad, es un varón) es librar a la Santa Madre Iglesia de esas brujas demoníacas (que, no por casualidad, son mujeres).

 El oficio santo del inquisidor es separar el grano de la paja; librar a la Madre-Iglesia de la podredumbre, de la degradación, de la abominación; preservar a la Mater AmantísimaPurissimaCastissima, a la Virgo Prudentissima (todas con dos eses, para que no falte ninguna), de una mujer.

 ¿Desde dónde sostenemos que Friz es un inquisidor en apuros, en sus horas libres, travestido de abogado, e Irene una aspirante a bruja demoníaca, carnavalesca, que debería ser castigada, atormentada, y así expiar sus pecados?

 ¿Por qué en este caso la relación amo-histérica adopta la forma aggiornada de la relación, antaño mortal (ahora edulcorada y amortiguada por el tampón burgués), entre pequeño inquisidor-pequeña hereje?

 ¿Por qué decimos que Friz es un inquisidor? Esta afirmación se nos aparece como una exageración, como un exceso, casi como un insulto: ¡catalogarle de inquisidor al bueno de Friz! (alguien podría pensar que le hemos cogido manía, atraídos por la seductora Irene).

 Hasta cierto punto, su reacción al engaño, a la infidelidad, al adulterio de su mujer, se puede considerar moderada y prudente.

 Descubrimos, al final de la novela, que el bueno de Friz, el prudente, sensato y sesudo Friz, estaba enterado de todo desde el principio; que sabía que su mujer le estaba engañando con un vulgar pianista, de muy baja nota, que no daba la nota para nada, más bien desafinaba que daba gusto.

 La sorpresa, la estupefacción de Friz, ha debido ser de campeonato, mayúscula: ¿Mi mujer engañándome con un pianista de mala tacha, de baja estofa? ¿Cómo es posible si le he dado todo, si no puede tener de mí la más mínima queja? Yo la amo, ¿cómo me hace esto? ¡Qué humillación, qué desprestigio, si esto se llega a saber en mi círculo social! ¿Qué será del honor, la buena fama, del respeto debido al abogado Friz? ¡Ahora soy un cornudo, un auténtico calzonazos, del que todos se van a reír! ¡Seré el hazmerreir de todos los respetables y adinerados miembros de la clase alta vienesa, a la que pertenezco por derecho propio!

 Dentro de los presumibles movimientos tácticos-estratégicos-políticos, considerando las posibles jugadas a su alcance, a partir de las bazas que tiene en su mano, el bueno de Friz podría haberse decantado por una de estas: Hablar con su mujer y pedirle explicacionesvolver a enamorar a su esposa, mostrándose más apasionado, deseándola, llevándosela a la cama de vez en cuandocontratar a un matón que amenazase al pianista con darle un paliza si no dejaba a su mujer (Friz, por su condición de abogado, conoce a mucha gente de los bajos fondos, del mundo del hampa, que le deben favores); ofrecerle dinero al pianista a cambio de olvidarse de su mujerpedir hora a Sigmund Freud para ver qué tiene que ver él con ese desorden del que se queja (este es un chiste freudiano), y muchas otras....

 Pues bien, no emprende ninguno de estos movimientos -jugadas- sobre el tablero del ajedrez del amor, el odio, la infidelidad y los celos.

 Él es el Rey y su único movimiento posible es dar jaque mate a la Dama, a la Reina del juego.


Jaque mate a la Dama

  Se hace el que no sabe nada, el que no está enterado de nada, el que no sabe de la misa la media.

 Contrata a una actriz para que se haga pasar por la amante despechada y desesperada del pianista, que empieza a extorsionar a Irene en un crescendo cada vez más agudo.

 En este artificio, en este auténtico re-torcimientoex-torsionamiento, ideado por Friz, nos encontramos con su condición de pequeño inquisidor.

 En esta trama, en este argumento, en este libreto, cuyo autor es Friz, está permanentemente presente un plus de crueldad, un punto o punta de goce sádico, que es lo que le sitúa en el lugar de un inquisidor (aunque se trate de un petit inquisidor, de un inquisidor de andar por casa, fantasmático).

 Hemos recopilado ya dos características taxonómicas del inquisidor: el retorcimiento (solían ser los inquisidores tipos retorcidos) y el plus de crueldad (solían ser los inquisidores tipos violentos y sádicos). Incluso, se podría hablar de una perversión sádica en el gran inquisidor.

 Friz, la verdad, no llega a tanto, es más puñetero que retorcido y más cascarrabias que cruel

 ¿Por qué este plan malévolo, retorcido y cruel, de chantajear a Irene hasta el extremo, hasta lo insoportable, a través de una interpósita persona -la actriz- que es su alter ego? 

 El propio Friz nos da la clave. Lo que hay que descartar desde el principio es que se trate solamente de una venganza por haberle puesto los cuernos.

 El chantaje, la extorsión, introducen una dimensión de tortura, de forzamiento, con un fin muy específico, que el propio chantajista, el torturador, el extorsionador entre bambalinas, el bueno de Friz, aclara.

 Insistimos, parece excesivo, desde todo punto de vista, atribuir estas cualidades al bueno de Friz. A pesar de ello, sabemos que hay microtorturadores y microinquisidores, que solo son detectables si se utiliza el microscopio psicoanalítico. Friz es uno de estos especímenes.

 Para demostrar que Friz es un pequeño inquisidor, por lo menos desde el punto de vista de la estructura, sabiendo que no es un Torquemada, porque no estamos en la Edad Media, sino en la Viena decimonónica, y a nadie se le ocurre quemar en la hoguera a las brujas (a la espera del Fuhrer), vamos a preguntarnos por el discurso en el que Irene y Friz se inscriben así como por el significado literal de determinados vocablos (por ejemplo, inquisición).


Tomás de Torquemada y su nariz retorcida 

 Inquisidor tiene dos acepciones: la primera, hace referencia a "la persona que inquiere" ("tratar de llegar al conocimiento de una cosa, especialmente a través de preguntas"). Se trata de un uso especial del discurso, interrogativo.

 La segunda, hace referencia al "juez del tribunal de la inquisición". 

 El inquisidor es el juez que inquiere, que interroga (en el sentido de interrogatorio judicial o policial), que investiga sobre delitos de fe, de herejía, de heterodoxia, de brujería, en nombre del significante amo (S1) que soporta el saber (S2) de la Iglesia, su dominio, su poder, su hegemonía, su imperialismo, que somete las almas y los cuerpos a sus mandatos dogmáticos.

 El discurso de la Iglesia, como institución, en el tiempo de la inquisición, es una modalidad del discurso del amo, en el que una fe impostada, en tanto instrumento de dominio, de S1, se sitúa en el lugar del agente, y, el saber, el S2, su aspiración al poder omnímodo sobre las conciencias, al considerarse depositaria de la única y absoluta verdad, se ubica en el lugar del otro.

La pastoral de la iglesia

 De ahí emanan la inquisición, que trata de suprimir a los herejes (aquellos que no sustentan la verdad oficial), el santo oficio y los autos de fe, así como las hogueras purificadoras (predecesoras de los hornos de gas nazis).

 Hay una crueldad, que es la peor, por secretarse desde un discurso ortodoxo, que aspira a ser universal, único, que odia a todos los discursos que se construyen sobre la heterodoxia del deseo.

 Friz es un inquisidor porque es alguien que inquiere, que interroga, en nombre de su fe de abogado, de marido engañado.

 Su función es sacararrancar, extraer, la verdad (que puede ser arrancada con pinzas candentes, que desgarran la piel o con métodos de interrogatorio psicológicos, que producen pavor en las conciencias y la aniquilación del ánimo, del ánima).

 Friz inquiere desde el lugar del significante amo (S1) con el fin de sostener el dominio y la hegemonía de su saber (S2), con el objetivo de obtener una confesión y mover al arrepentimiento.

 Para ello, para forzar a una confesión privada, no duda en emplear métodos coercitivos, de castigo, a la vez que realiza pequeños autos de fe.

 Todo por el bien del otro (por su salvación eterna). 

 El auto de fe era un acto público organizado por la inquisición en el que los condenados por el tribunal abjuraban de sus pecados y mostraban su arrepentimiento -lo que hacía posible su reconciliación con la Iglesia Católica- para que sirviera de lección a todos los fieles que se habían congregado en la plaza pública o en la iglesia donde se celebraba y a quienes se invitaba también a que proclamaran solemnemente su adhesión a la fe católica (esta referencia y las siguientes, sobre el tema de la herejía, está tomadas de https://es.wikipedia.org/wiki/Wikipedia).


Auto de fe

 Friz constituye, en el ámbito de su hogar, con una función ejemplarizante, pequeños tribunales inquisitoriales y autos de fe, en nombre del santo oficio familiar, cuyo juez es él como Pater, dueño y señor de la vida, de los destinos, de sus feligreses, de sus fieles (mujer, hijos y patrimonio familiar).

 Es evidente que Irene, con su acto adúltero, ha abandonado la comunión de los fieles, la Eclessia familiar, atentando contra su fe, su jerarquía, sus enseñanzas, por lo que se ha hecho reo de un grave pecado del que tendrá que confesarse y arrepentirse.

 De esta forma, podrá ser acogida de nuevo, como hija pródiga, en la casa del Señor.

 A Friz, como buen pastor, que pastorea su rebaño, se le ha encomendado la salvación de esa oveja descarriada.

 Es evidente que no puede haber perdón sin confesión, sin previo reconocimiento de la culpa y compungido arrepentimiento.

 En todo esto, tan promisorio y bienintencionado, la pena es que, por detrás de la puerta, asoman las orejas y las patitas no del diablo, sino de la sexualidad, del goce sexual, el Lust-Ich.

 Ya decía Freud que el goce es imposible de domeñar, de educar, de salvar (en los dos sentidos del término: eludir liberar).

 En esta obra hay una escena dentro de la escena, un auto de fe dentro de otro auto de fe.

 Los autos de fe, en su tiempo, en la Edad Media, cuando eran verdaderos autos de fe, como deben ser, y no la nanny actual, tenían una función ejemplarizante, en el sentido de provocar terror en el personal.

 Por este motivo, se celebraban en lugares públicos, como en la Plaza Mayor de Madrid, adonde era convocado el respetable para contemplar el espectáculo y sentir sobrecogerse su corazón con miedo del auténtico, pata negra, gran reserva.

 Porque, más allá de las sombras, resplandecía el fuego santo y purificador, las llamas del infierno en la tierra.

 El objetivo del auto de fe era que el reo, y, con él el pueblo, proclamara su adhesión a la fe católica y su abjuración de toda herejía.


Auto de fe presidido por Santo Domingo; Pedro Berruguete;  (1450-1504)

 Después de un auto de fe no se ejecutaba a nadie en la plaza pública. Los condenados eran entregados a los tribunales civiles, que eran los encargados de dictar la sentencia de muerte a los que se catalogaba de reincidentes (los que no renunciaban a su verdad).

 La inquisición era un tribunal eclesiástico y no estaba autorizado a condenar a la pena capital. El brazo secular era el encargado de conducir a los reos al lugar donde iban a ser abrasados en la hoguera, estrangulados previamente si eran penitentes, y quemados vivos si eran impenitentes, es decir, si no habían reconocido su herejía o no se arrepentían.

 En conclusión, lo que nos interesa es inquirir de forma no inquisitorial sobre los impenitentes, aquellos que se resisten, incluso frente al fuego de la hoguera, a arrepentirse de la verdad de su herejía.

 Nos interesa porque Irene es una auténtica impenitente. En ningún momento se entrega, acepta confesar su delito innombrable, su herejía, su in-fidelidad a la fe oficial y admitida, ante Friz, el inquisidor.

 ¿Por qué crea la Iglesia la inquisición, los tribunales del santo oficio? Fundamentalmente, para perseguir la herejía.

 La Iglesia se comporta como un estado totalitario que cuenta con unos tribunales de excepción para combatir cualquier discurso caracterizado por su heterodoxia que amenace el discurso oficial, hegemónico, amo.

 En última instancia, se trata de una cuestión de poder en el contexto de una lucha de discursos (que puede llegar a ser salvaje).

 También se imbrica aquí la cuestión de la brujería, de la mujer-bruja (más que del brujo).


La mujer-bruja

 Tanto las brujas como los herejes eran merecedores de la misma suerte en la hoguera.

 El compartir tan infausto destino era debido a que el hereje y la bruja (la mujer no-Madre), tal para cual, amenazaban el discurso amo de la Iglesia, dogmático, ortodoxo, sobre el que se asienta su poder.

 Ninguno de los inquisidores creía realmente en esta cuestión de la brujería.

 Sabían que las mujeres a las que condenaban como brujas ni eran brujas ni habían entrado en tratos sexuales con brujos o con el diablo.

 La inquisición por no creer no creía ni en el demonio ya que el diablo eran ellos y sus prácticas malvadas.

 Los inquisidores, a través de los herejes y las brujas, en su terrible castigo, ejercen una función ejemplarizante sobre las almas cándidas y sencillas (ya se sabe que la carne es débil).

 A quien se le ocurriese deslizarse por los caminos de un goce heterodoxo, hacia la brujería o entrando en coyunda sexual con brujas, su destino funesto era un aviso a navegantes.

 La santa inquisición, enemiga mortal de cualquier goce desviado, se dedicaba a infundir el pavor en los corazones, aterrorizar la conciencias, mortificar las almas, atemorizar a los sujetos, forcluir cualquier enunciación gozosa que no fuese la ortodoxa (que es todo lo contrario de gozosa).

 Algo parecido sucede con nuestra novela, que por eso se llama Miedo: Irene es la bruja; Friz, el inquisisidor; su arma infalible, el miedo.

 Entre el discurso de la herejía y el goce de la bruja existe una relación homóloga a la que existe entre el discurso del psicoanalista y el goce otro; o el sujeto tachado ($) y el objeto @.

 La Iglesia tiene pánico a la herejía.

 La Iglesia siente horror ante el goce de la mujer.

 Contra la herejía, la excomunión y la persecución, que depuran, en nombre de la fe y de la salvación, cualquier tipo de heterodoxia.

 Frente al goce de la mujer, la hoguera, que calcina y purifica sus cuerpos, considerados la sede de una satisfacción desviada y maligna (que no busca la procreación como ordena la Santa Madre Iglesia, sino el goce por el goce).

 En la historia de la religión, la estigmatización es una marca tanto de santidad como demoníaca.

 Curiosamente, era compartida por los santos, poseídos por Dios, y por los brujos y brujas, poseídos por el diablo (¿no se trata, más allá de dios o del diablo, de la posesión por el Otro?)

 Se consideraba que los estigmas demoníacos de los brujos de la Edad Media y del Renacimiento podían consistir en marcas animales: una garra, dos cuernos, una pata de gato, de liebre, de perro, de sapo.

 Igual que se podían dar a ver en mitad de la frente, se podían esconder en las zonas pudendas del cuerpo, en sus regiones secretas (lisa y llanamente, en el sexo que no existe).

 Sorprendentemente, estos frailes salvajes, supuestamente célibes y castos, eran expertos en la exploración minuciosa del cuerpo de la mujer, con especial atención y detenimiento en sus partes más indignas y sucias, ante las que ellos no hacían ascos.

 Es el caso de una mujer quemada viva en Francia. En el informe de su proceso por brujería se refiere que llevaba un estigma diabólico sobre su sexo.

 Es evidente que todo esto es mentira, una patraña. Que se está dando una cobertura pseudojudicial a algo que es un vil asesinato, un acto de odio hacia la mujer, con el objetivo de quemarla viva (después de haberla utilizado como una cosa, despojándola de sus derechos más inviolables).

 El terror, desencadenado por la inquisición -institución esencialmente masculina-, no es tanto contra la mujer, sino contra su goce propio, debido a que plantea una objeción radical al goce fálico y al discurso del amo (encarnados en la preeminencia y la autoridad de los sacerdotes).

 El sadismo de los inquisidores era proverbial. Con el fin de desterrar cualquier atisbo no tanto de herejía intelectual, como de goce heterodoxo, aniquilaban los cuerpos y asesinaban las almas (Schreber dixit). Para ello, con la excusa de la salvaguarda de la fe, sometían los cuerpos a auténticas sesiones de tortura.

Igual que en el caso de los nazis, el principio sagrado de la inviolabilidad de los cuerpos y de las almas, quedaba derogado, en este caso por mandato divino, no por motivos raciales, y los cautivos y perseguidos quedaban reducidos a la condición de meros objetos degradados, asimilados a la hez del mundo, a sus excrementos; a partir de aquí, quedaban entregados de forma inmisericorde a las pulsiones tanáticas de sus verdugos.

 Los magistrados encargados de instruir los procesos de brujería sometían el cuerpo de la víctima a una exploración exhaustiva y minuciosa, que no dejaba ningún rincón ni recoveco por examinar, con el fin de descubrir los estigmas diabólicos.

 Su búsqueda se centraba fundamentalmente en las partes íntimas, allí donde se suponía que el diablo había interactuado con el cuerpo de la bruja.

 Lo más frecuente es que no se encontrase ninguna de estas marcas.

 En esa coyuntura aducían que el diablo, con el objetivo de hacer escapar al brujo de la acción de la justicia divina, era capaz de borrar sus propias marcas en el momento del examen del cuerpo (de su profanación salvaje).

 Por si fuera poco, los santos varones, en su afán justiciero, que no se detenía ante las primeras dificultades, alegaban que Satanás, en su astucia maligna, era capaz de ocultar sus estigmas en lugares tan recónditos del cuerpo que habría que proceder a hacerlo pedazos para hallarlos. Y, en efecto, con total consecuencia, se ponían manos a la obra.

 Desde el espíritu perverso y maligno de los amos-inquisidores, que forcluían todo atisbo de compasión, de consideración por el Otro, por el prójimo, alegaban que las marcas diabólicas se mostraban frías e insensibles a la palpación.

 Para acceder a ellas, cuando no se encontraban en la superficie del cuerpo, se afeitaba al acusado y se le hundían largas agujas en las zonas sospechosas. El dolor debía ser insoportable. A pesar de ello, si el acusado no gritaba a cada pinchazo, esto solo confirmaba su culpabilidad.

 Los alaridos de dolor del torturado no detenían la inquisición ya que lo que se buscaba eran zonas insensibles (es obvio, que los verdaderamente insensibles al sufrimiento y al dolor humanos, por diabólicos, eran los propios inquisidores).

 Pero dejemos de lado estos horrores ignominiosos que han quedado para siempre inscritos en la historia más negra de la humanidad.

 La pregunta que pervive es: ¿cómo es posible que la búsqueda de los ideales más elevados, del bien absoluto, del imperativo categórico kantiano, se deslice por el plano inclinado del mal absoluto?

 La respuesta es Kant con Sade: la razón absoluta y el goce absoluto: la preclusión de la Ley.


La inquisición y el goce de la mujer

 ¿Por qué teme tanto la Iglesia a la herejía frente a la que sigue utilizando el arma de la excomunión y del anatema como martillo de herejes?

 La herejía, que es un discurso heterodoxooficioso, que cuestiona el discurso oficial (sobre el que se sostiene el orden jerárquico y autoritario) resulta mucho más atractivo para los espíritus que el discurso amo, ortodoxo, dogmático, de la Santa Madre Iglesia.

 Uno, el de la herejía, el del goce femenino (la brujería), es un discurso instituyentepara-Uno, el otro, el de la Iglesia, es un discurso instituido, amo, cerrado, con vocación de universalidad, para-Todos.

 El discurso de la herejía tiene una función instituyente del sujeto barrado ($) y de lo real del goce (@), a nivel del fantasma fundamental (el piso inferior del discurso del amo): $ ◊ a

 En el discurso amo de la Iglesia, el S1 del dogma está en el lugar del agente, y el S2 del saber teológico-metafísico está en el lugar del otro.

 En el discurso heterodoxo, subversivo, transgresor, de la herejía, el $ está en el lugar de la verdad, y el objeto @ en el lugar de la producción de goce

 El fantasma fundamental empuja y golpea al discurso del amo -ontológico y metafísico- desde las alcantarillas del ser, ahí donde se han depositado los desechos del saber.


El discurso del analista y su herejía instituyente

 Por eso, al igual que el discurso del psicoanálisis para Wall Street -Freud dixit-, el discurso de la herejía para la Iglesia -Lutero dixit- tienen el efecto de un "No saben que les traemos la peste""No saben lo que hacen".

 En los autos de fe se mezclaban indistintamente, al ser intercambiables, herejes y brujas, porque hay una correspondencia, en el plano de la estructura, entre el discurso de la herejía (primo hermano del discurso del analista) y el goce (femenino, notodo fálico), en-carnado en las brujas.

 ¿En base a qué el discurso de la herejía es primo hermano del discurso del psicoanalista?

 Lo comprobamos de forma indirecta, por sus efectos, a través de la reacción furibunda, inquisitorial, de odio cerval y de pánico, con la que reacciona contra él el discurso del amo, dogmático y ortodoxo, de la Eclessia (que se sostiene en la psicopatología de las masas).

 Esto nos indica que si hay que anatemizarlo, borrarlo de la superficie del mapa, a través del fuego purificador de la hoguera (como los nazis quemaban en una pira funeraria las obras de los heterodóxos), es porque constituye una cierta modalidad del reverso del discurso del amo.

 Friz anatemiza y excomulga a Irene porque el discurso de ésta, que pone juego la sexualidad. el deseo y el goce, también se despliega en el reverso de su discurso amo, conformándose como su envés, su forro.

 El discurso amo friziano ubica en el lugar dominante el S1 del derecho patriarcal, del Pater familias omnímodo y autoritario.

 En el reverso del discurso del amo (S1-S2) -que se lee en la parte superior del discurso maitre, amo (agente ---> otro) -, del cual, la inquisición es una de sus manifestaciones más crueles y eminentes, nos encontramos con el sujeto tachado ($), abolido por el significante, en el lugar de la verdad, y, con el objeto @, en el lugar de la producción de goce.

 El discurso del analista es el reverso del reverso del discurso del amo al situar en el lugar del agente al objeto @, y, en el lugar del otro, al sujeto dividido por el significante ($).


El discurso del analista

 El llamado discurso de la herejía, primo hermano del discurso del analista, emerge de forma solapada, clandestina, desviada, transgresora, desquiciada, en los intervalos, las hendiduras, los cortes del discurso del amo: en el espacio vacío entre S1 y S2.



                             S1--------------Espacio vacío------------------S2
                   <---------------- Discurso hereje ---------------->    
                                                 

 Esto lo convierte en algo muy peligroso para el discurso del amo ya que señala, denuncia, interpela, las carencias, las fallas, las fisuras, del discurso del amo, su condición castrada.

 ¿Desde donde planteamos que la herejía es ante todo un discurso? Fundamentalmente, porque hace lazo social. El ejemplo incontrovertible: el protestantismo.

 La sustancia de la herejía, en su matriz íntima, tiene una textura discursiva de carácter heterodoxo (en el sentido de que niega, abole, los significantes amo de la verdad instituida).

 El catecismo Ripalda así nos lo confirma.

 ¿Qué dice el discurso católico con respecto al discurso protestante?:

 "P. ¿Qué niega el protestantismo?

  R. Niega la autoridad e infalibilidad de la Iglesia y admite solo la Escritura interpretada a su capricho. [=Niega el discurso del amo de la Iglesia, la infalibilidad y autoridad de sus significantes amos, y se sostiene solo sobre la libre interpretación de la Escritura, en tanto discurso heterodoxo]. 

 P. ¿Quién fue el fundador de esta herejía?

 R. Un fraile apóstata, soberbio y corrompido, llamado Lutero. [estos epítetos hacen referencia a un goce hereje, apóstata, soberbio y corrompido]". (Catecismo Ripalda).



                 Autoridad de la iglesia (S1)           -----------------> Infalibilidad del saber (S2)
         Libre interpretación de la Escritura ($)    <-----------------  Goce hereje (@)


 El discurso de la herejía, en tanto reverso del discurso del amo, emerge a nivel de sus fallas, de sus hiancias.

 ¡Por eso es tan peligroso! Porque arroja a la cara del amo lo que este no quiere saber en absoluto: la ek-sistencia maldita y abominable de la hendidura y del goce. 

 A la vez, al ser primo hermano del discurso del analista, debido a que sitúa el S1, la marca significante de su herejía, en el lugar de la producción de goce, y, el S2, el significante del saber -otro-, en el lugar de la verdad, resulta mucho más atrayente y seductor que el discurso amo de la religión oficial e instituida.



                            Agente                                                                           otro                   
           Saber interdicto de la Escritura (S2) <-----------------Significante-amo hereje (S1)


 El discurso de la herejía tiene la potencialidad de hacer lazo social, y, por lo tanto, de cuestionar el dominio y la hegemonía de la Religión que se postula como universal, única y verdadera.

 De la misma forma, la herejía de Irene, su infidelidad, su sexualidad, su goce, aquello que le permitiría constituirse como sujeto del deseo, tachado, se sitúa en los intervalos, las hendiduras del sujeto Friz .

 Irene, para poder acceder a su goce, al goce femenino, tiene que apuntar toda su artillería a la castración de Friz.

 II) Irene y su erastés

 Es evidente que la falla mayor, el agujero culmen de Friz, tiene que ver con su condición de amante.

 Irene, con su amante de conveniencia, como buque insignia, no deja de denunciar aquello que divide a Friz, de lo que no quiere saber nada: su ser de amante (erastés), de deseante, del que ha renegado, en tanto  remite a lo-que-le-falta y solo podrá encontrar en el otro (la castración).

 Irene, para poder constituirse como sujeto histérico, dividido ($), forzosamente, obligatoriamente, deberá  tachar, abolir, al bueno de Friz (cosa que Friz no se lo va a agradecer ni mucho menos).



                    Amante de Irene ($) ------------------>     Friz (S1) --------> S (A)      
                           ?? (goce) <--------------------------- Castración en su saber (S2)


 A todas estas, como no podía ser menos, Irene, es mala, un poco bruja, es decir, mujer.

 El amante-amado es la figura (como figura numérica) del sujeto dividido ($), en el sentido de lo que hace-función-de o hace-semblante-de.

 A Friz le falta un o una amante, un sujeto que lo divida ($), la marca significante de su hendidura (splitt), de la que Irene podría gozar sin miedo.

 El amante tiene función de significante fálico, del deseo, impar.



                                Φ (amante) -----------------------> S (A)               


 Es evidente que una relación entre amantes pone en juego la de la sexualidad, del goce.

 La constitución del sujeto tachado ($) -el amante- es indisociable de la dimensión real del goce: el goce del amante (genitivo objetivo y subjetivo): el amante en función de objeto @, semblanteando la causa del deseo.


                                                     
                              (amante) ----------causa---------- > S (A)


 Irene tiene que introducir a un amante en el lugar del tercero fálico para poder castrar a Friz, para dividirlo, y, así, en relación con esa hiancia, a nivel del corte de la cadena del significante, constituirse como mujer deseante ($) y deseada (@), amante (erastés)-amada (erómenon), siendo capaz de soportar la posición imposible de objeto causa del deseo del hombre.

 Alguien de su círculo social, criticando a Irene, podría haber dicho que lo que ha hecho, no tanto buscarse un amante, sino, sobre todo, buscarse un amante de esas características, tan cutre, tan de poca monta (en su clase social hay amantes permitidos y prohibidos: un aristócrata está permitido, está bien visto; un vulgar pianista, está prohibido, no es presentable), es una auténtica herejía.

 A esto se añadiría la apostilla despectiva de que esta mujer es una auténtica loca, una bruja.

 Estas no son más que metáforas que nos remiten a las figuras arquetípicas de la bruja y del hereje.

 Una herejía o la brujería, en tanto sinthomas de un sujeto, pueden llamar a un Otro que responda desde el lugar del amo, del inquisidor, o desde el discurso del psicoanálisis.

 El discurso de la herejía, al oponerse a la verdad oficial, única, dominante, dogmática, instaura un saber (S2) en el lugar de la verdad que hunde sus raíces en el goce.



          Saber de la herejía -----------------> S2 en el lugar de la verdad 


 No se trata del saber del poder, del S2 en el lugar del otro del discurso del amo.

 Ni del poder del saber, que aspira a saberlo todo, a constituir un universo cerrado de saber, el S2 en el lugar de la producción, del goce, en el discurso de la histeria.

 Ni mucho menos del todo-saber, el S2 en el lugar del agente del discurso universitario, del amo moderno, regido por los significantes amo de la ciencia


Discurso del amo moderno

 El discurso hereje o la herejía del discurso es el que dice No a cualquier saber dogmático, amo, que trata de suturar la falta, de desterrar la castración.

 El discurso hereje, al posicionarse en los márgenes del discurso del amo, ataca la doctrina oficial en alguno de sus significantes amo (S1), cuya función es de renegación de la división del sujeto.

 Efectivamente, Irene, al buscarse un amante de esas características, ha cometido una herejía, en el sentido de que ha transgredido, ha cometido un acto subversivo (¡hasta revolucionario!), contra las normas, los principios, los ideales, los fundamentos, los valores, de la clase social a la que pertenece (que prescribe que uno no puede entrar en relación, mucho menos sexual, con los miembros de las clases sociales inferiores, bajas.

 Es evidente que el pianista es todo menos un aristócrata.

 Estos valores e ideales que configuran los comportamientos de la clase social burguesa a la que pertenece Irene se sustentan, se soportan, en un discurso amo del que emana una ortodoxia.

 Por este motivo, es importante que hagamos una referencia a la historia y al estatuto de la herejía con el fin de comprender el comportamiento heterodoxo de Irene (heterodoxo: "persona que está en desacuerdo con los principios de una doctrina o que no sigue las normas o prácticas tradicionales, generalizadas y aceptadas por la mayoría como las más adecuadas en un determinado ámbito"), y la violenta reacción de Friz para salvar la ortodoxia, los S1 que sustentan su clase social, de la que es un eminente representante, vigía y guardián (no es casual que trabaje como abogado, al servicio de un corpus legal que defiende los privilegios de la clase social dominante, capitalista y burguesa).

 Pero no entenderíamos nada de la herejía si no captásemos que la mayor herejía, la más grave, pecaminosa, disolvente, es la que tiene que ver con la sexualidad, en su estatuto de goce, a saber, como comportamiento sexual desviado, disoluto ("persona que se entrega fácilmente a lo que es contrario a la moral").

 Una sexualidad desviada no es una sexualidad perversa. 

 No se trata de prácticas sexuales desviadas perversas, sino de una posición del sujeto que busca, a través de caminos desviados (atajos, senderos,sendas, rutas, trochas), el goce.

 Búsqueda del goce que implica una renuncia al placer o un más allá del principio del placer.

 La vereda principal (principial en inglés) que conduce al goce es la de la relación sexual en tanto imposible.

 Que la relación sexual (no genital) con el pianista es imposible, y que es la fuente de un intenso displacer (unlust), no hay que ser muy avispado para darse cuenta de que todo en la novela así nos lo indica.

 Otra cosa es que el camino sexual desviado que conduce al goce vaya en la dirección contraria a los caminos sexuales rectos, edificados sobre las normas sociales, consuetudinarias, aceptadas, ortodoxas, es decir, sobre el discurso del amo.

 Irene es la representante de la herejía, del camino sexual desviado, que busca el goce, la relación sexual imposible.

 Friz es el representante del dogma, de la ortodoxia, del camino sexual recto, del discurso del amo.

 La relación sexual imposible establece el losange, el corte lógico, entre el sujeto tachado ($) y el objeto @.

 En el fantasma fundamental, debajo del @, se encuentra el menos fi de la castración: .



               -φ (castración) ----------------------------> goce otro


 Este menos fi (-φ), en su estatuto de objeto que permite el acceso al goce femenino, es lo que más ardientemente desea Irene, a la vez que es aquello de lo que Friz, en tanto que amo, reniega y la niega.

 III) Historia y estatuto de la herejía

 La herejía, fundamentalmente, es una creencia o teoría, especialmente religiosa, desviada, en el sentido de que entra en conflicto con el dogma establecido (las referencias que siguen está tomadas, algunas de ellas textualmente, de "https://es.wikipedia.org/wiki/Wikipedia").

 La palabra hereje viene del latín hereticus que significa opción.

 Se usó por primera vez por los romanos cuando, en el siglo III d. C., impusieron la nueva Biblia, y se atribuía a los que optaban o habían hecho una elección por los antiguos evangelios.

 La herejía nace de una divergencia irreducible entre grupos de creyentes sobre el significado de la verdad, sobre un contenido de la fe.

 A partir del edicto de Constantino I El Grande en el año 313 y más particularmente a partir del concilio de Nicomedia en el año 317, erigido en tribunal destinado a imponer a Arrio una primera confesión de fe bajo pena de excomunión, el dogma se define como norma de la fe verdadera en función de una reacción a las desviaciones heréticas.

 Es evidente que la conducta sexual desviada de Irene es una herejía porque atenta contra el dogma que sostiene a su clase social: la norma de la fe verdadera, la divisa de la respetabilidad y la honradez (también la hipocresía), encarnada en el significante amo, en la defensa del estatus, que cohesiona a todos los miembros de la alta burguesía, aristocrática y capitalista, de la Austria Imperial.



El indivisible inseparable Imperio Austro-Húngaro

 Su herejía, en su desviación, es muy sencilla y a la vez muy grave, debido a que contraviene un significante amo fundamental: "nunca te buscarás como amante a un pianista pobre".

 El dogma de fe verdadero es: "solo te puedes buscar amantes que pertenezcan a tu círculo social" (que no pongan en peligro el estatus y los privilegios de la alta burguesía).

 El caso es que Irene, de forma irresponsable, incauta, piensa más en su deseo, en su goce, que en sus intereses de clase, y esto es lo que no puede ser admitido bajo ningún concepto.

 Ya se sabe que la aristocracia de siempre -eterna- prohíbe absolutamente la mezcla de la sangre noble (legítima) con la sangre bastarda (ilegítima). 

 En el primer concilio de Nicea, se define como herética una doctrina divergente de la enseñanza oficial de la Iglesia y de sus dogmas que han sido consagrados por su autoridad (obispo, concilio) sobre la base de las Escrituras (correctamente interpretada) y de la Tradición.

 Aquí ya se marca la intervención del significante amo, el S1, la autoridad de la jerarquía eclesiástica (el obispo, los cardenales reunidos en el concilio), que sostiene el S2 de la Iglesia, sus dogmas de fe.

 La herejía (casi sinónimo de heterodoxia) puede ser una ocasión de crear una nueva forma de ortodoxia (por ejemplo, el protestantismo o el calvinismo).

 A partir de los siglos II y III una heterodoxia se convierte en herejía si es objeto de una condena solemne por medio de un concilio.

 Una heterodoxia, que tiene un poder subversivo in statu nascendi, se puede convertir, al ser admitida y oficializada por un grupo amplio de creyentes, en una nueva forma de ortodoxia, de dogma, en otra fe oficial.

 Sin entrar a analizar en detalle el contenido de la herejías, que es múltiple y variopinto, hay que decir que todas comparten un mismo punto de partida basado en la libre interpretación de las Escrituras, que las va a arrastrar a chocar frontalmente con la interpretación oficial, canónica, avalada por la tradición, de la Biblia y del Nuevo Testamento.

 Es cierto que algunas de estas interpretaciones heréticas están cerca de lo delirante. Aunque aquí hay que recordar que, para Pascal, cualquier religión tiene la estructura de un delirio, con el matiz de que es compartido, que hace lazo social.

 Uno no está loco solo porque delira, sino porque no comparte la locura de todos, aquella en la que nos reconocemos.

 Lo más peligroso para la Iglesia oficial no es el contenido de la herejía, sino el hecho -¡contagioso!- de que alguien se ponga a interpretar por su cuenta, a tontas y a locas, a su buen saber y entender, las Sagradas Escrituras, sin respetar la autoridad, sin atenerse al discurso del amo, a los S1 canónicos y consagrados.

 La herejía es tan peligrosa y subversiva para el dogma católico como la asociación libre psicoanalítica (la serie de los S1 en el lugar del goce) para el discurso de la sugestión, de la demanda.


La libre interpretación de la Biblia

 Frente a la Iglesia, que se soporta en el discurso del amo, la herejía librepensadora, que busca, en los intervalos del texto bíblico, en sus signos cabalísticos, en lo-que-resta-por-decir, la verdad del espíritu, la cifra del deseo, puede hacer que implosione la institución.

 La verdad instituyente, que, como la mujer, no es Una, sino una por una, denigrada como herética, antes de ser admitida en el discurso compartido, metabolizada como saber, detenta la potencia simbólica capaz de horadar el edificio instituido de la institución Eclessial.

 Lo instituyente se conecta con el reverso del discurso del amo, con el sujeto tachado (S) y el objeto @, con la castración y el goce.

 Lo instituido tiene alergia, fobia, a lo instituyente, porque lo fisura .

 El dogma, la interpretación canónica, establecida, tiene alergia, fobia, a la herejía, a la libre interpretación de la Escritura, porque lo hiende.

 Friz, en el lugar del amo, del Pater familias, tiene alergia, fobia, a Irene, que le hace presente, le muestra, su hendidura, su spaltüng -¡su falta!; ¡su sexualidad!-; ¿la de ella o la de Friz? La que los vincula y separa.

 El amantísimo pianista inter-secta, corta, los conjuntos Friz e Irene.

 Irene es hereje porque, frente al discurso del amo, ante lo establecido, lo que debe ser, empieza a pensar y a actuar por su cuenta, a interpretar (se) libremente, desde su deseo singular, causado.

 Esta interpretación más libre, herética (siempre con relación a los dogmas e ideales del discurso del amo), la lleva no a vivir más libremente su sexualidad, con menos prejuicios, con menos represión, sino a retar, a provocar a su marido, para que él también confiese, manifieste, cuál es su herejía sexual, su goce herético, que diga su verdad, que la anuncie, más allá de todos sus formalismos, corsés, trajes de etiqueta, bienpensantes y bienactuantes; que se quite la máscara de leguleyo y así revele el verdadero rostro de su deseo (en el que brilla la flor del herpes) .

 A la herejía aboca inevitablemente la libre interpretación de las Escrituras o de la sexualidad.

 Esta puede ser una definición válida del goce: el goce es el producto de la libre interpretación (asociación libre) de la sexualidad, de la verdad del sexo (en función de causa).  

 No hay herejía sin referencia a la verdad del sujeto (que siempre es transgresora, herética).

 En esta perspectiva de la verdad, de un sujeto que se hace presente en el discurso a través de su goce singular, se puede comprender la definición que dio Roberto Grosseteste en el siglo XIII (medioevo): "La herejía es una afirmación doctrinal que procede de una elección humana contraria a la Sagrada Escritura, manifestada abiertamente y sostenida tenazmente". 

 En 1656, el papa Alejandro VII, por medio de la bula Gratia Divina, definió la herejía como: "La creencia, la enseñanza o la defensa de opiniones, dogmas, propuestas o ideas contrarias a las enseñanzas de la Santa Biblia, los Santos Evangelios, la Tradición y el magisterio".

 Es evidente que en la génesis de la herejía se oponen dos elementos: la libre interpretación o la interpretación libre de las Sagradas Escrituras -el acto de lectura del sujeto que pone en juego su verdad, su deseo-, y, de forma inseparable, la oposición al discurso del amo, al así llamado magisterio de la Iglesia, que se sostiene en la autoridad de sus representantes terrenales (como tales, pecadores y falibles).

 Lectura herética, que se encuentra en el texto sagrado con lo interdicto (el goce), con lo unheimlich, versus lectura dogmática, que se encuentra en el texto sagrado con lo ya sabido, conocido, lo heimlich.

 La herejía proviene de una lectura de-sacralizante del texto sacro. Esto no implica que sea irrespetuosa, sino que es una lectura libre, abierta, antidogmática. Incluso, creativa, inventora de nexos nuevos entre significantes.

 Los Hermanos del Libre Espíritu o Frailes del Libre Espíritu fue una comunidad sectaria surgida en las regiones de Flandes y Renania que duró desde 1250 hasta 1525, y que tuvo su origen en la herejía del Adamismo del siglo II d. de Cristo.

 Las ideas principales de Los Hermanos del Libre Espíritu fueron de carácter anti-jerárquico, defensa de ideas panteístas, además, sostenían que Dios estaba en todo y en todos a través de la presencia del Espíritu Santo, lo que dio lugar a una fusión entre Dios y la criatura.

 Estas posturas, sumado al rechazo del papel y de la validez de la Iglesia, de los sacramentos y de la Sagradas Escrituras, hicieron que fuesen condenados por el Papa Inocencio III (1198-1216), lo cual provocó que el teólogo Amaury de Bene se retractara.


La verdad ilustrada de la herejía

 Regidos por una tendencia netamente anarquista se opusieron a todo orden establecido.

 Esta comunidad fue acusada de promover el libertinaje debido a sus prácticas de amor libre (¡¡¡), nudismo (???) y otras actitudes calificadas como desviaciones (¿no serían los antecesores del movimiento hippie?) 





Los hippies del libre espíritu: "haz el amor y no la guerra" 

 En la hermandad hippie del libre espíritu, además de oponerse a la doctrina oficial, a la teología dogmática, a los mandatos del amo, se hace presente, como en Irene, el elemento disoluto de la sexualidad, que es percibido por la autoridad competente como peligroso ya que es inseparable de la libre interpretación de los textos canónicos, abocando, de forma inevitable, a todo tipo de desviaciones heréticas.

 Hay tantas formas de desviaciones heréticas como de desviaciones de la sexualidad.

 De la misma forma se puede hablar de la sexualidad como de una herejía perversa polimorfa (ambas siguen caminos desviados).

 Finalmente, al ser duramente reprimidos tanto por las autoridades eclesiásticas como por las seculares, los Hermanos del Libre Espíritu desaparecieron en 1411.

 Siguieron difundiéndose clandestinamente en los telares flamencos hasta reencarnarse, muchos años después, en la secta de los Libertinos.

 Los Libertinos fueron una secta panteísta que arraigó en el tiempo de la Reforma. Surgió primero en los Países Bajos de donde se extendió a Francia.

 Los miembros de este grupo se autodenominaron espirituales. Sus oponentes les otorgaron el título de libertinos.

 El fundador se llamaba Coppin.

 Su enseñanza consistía en que toda existencia visible no es más que una manifestación del único Espíritu. Nada puede ser malo en su esencia. El hombre regenerado es aquel para el cual la distinción entre lo bueno y lo malo ya no tiene valor. De alguna forma, ha recuperado la inocencia de Adán antes de la caída.

 Otra heterodoxia, también con nombre propio: los joaquinitas o joaquinistas fueron los seguidores de las enseñanzas del Abad Joaquín de Fiore, iniciador de un movimiento heterodoxo surgido en el siglo XII, que proponía una reinterpretación de la historia y del Evangelio, con el fin de seguir el llamado Evangelio eterno.

 También podríamos hablar de los irenitas o irenistas, seguidores de los desvaríos y desviaciones de una tal Irene de Viena, protagonista principal de la novela Miedo de Stefan Zweig, la cual, propone una reinterpretación de la historia de su deseo o de su no deseo, en cualquier caso, de su deseo insatisfecho, con el fin de llamar, de convocar, al Amante efímero.

 Las obras de Joaquín de Fiore dividen la historia de la humanidad en tres edades.

 La primera es la Edad del padre, que se corresponde con la época de la Antigua Alianza.

 La segunda es la Edad del Hijo, en la que adviene el mundo del Cristianismo.

 La tercera y última será la del Espíritu Santo, a partir de la Parusía ("Advenimiento glorioso de Jesús al final de los tiempos").

 Nacerá un nuevo Evangelio eterno que conllevará la sustitución de la Iglesia jerárquica y corrupta por la Iglesia del Espíritu, sobre la base de la igualdad y la utopía monástica (¿el comunismo?).


Grabado medieval Joaquín de Fiore

 Aquí hay un intento muy loable y verdadero, a la par que imposible, de articulación del misterio de la Trinidad con la historia.

 Según Joaquín de Fiore, en la historia no se accede al saber absoluto hegeliano o a la sociedad sin clases propugnada por el materialismo histórico, sino a lo trinitario, al Evangelio eterno, Padre-Hijo-Espíritu Santo, tres personas en Una y un solo Dios verdadero.

 El tránsito hacia la verdad del Evangelio, hacia el mensaje de salvación, al Evangelio eterno, sostenido en lo Trinitario, pasa por un cambio de discurso: la ortodoxia del amo es reemplazada por la heterodoxia herética.

 Deberá haber un pasaje, una conversión, al reverso del discurso del amo.

 De la Iglesia jerárquica a la Iglesia del Espíritu, del verso del amo al reverso de la verdad del goce.

 La clave de la herejía toma su fundamento, hay que insistir en ello, en la libre interpretación, que se asoma al texto, a la Escritura, sin plegarse a los significantes amo, a los S1 del magisterio, la autoridad y la tradición, que le otorgan un carácter sagrado, como tal, inamovible, inmodificable:

 "El pensamiento de los joaquinistas tienen su origen en la profunda convicción de poseer una llamada personal a la misión profética (...)  Este profundo convencimiento se acrecienta en la meditación de la Sagrada Escritura, que interpreta llevando el método alegórico a las mayores y arbitrarias exageraciones" ( E. Bettoni, Gioacchino da Fiore, en Enc. Fil. 3,157-159)

 IV) La no relación sexual versus la relación sexual imposible

 A continuación se va a abordar la relación entre Friz e Irene, entre el inquisidor y su bruja.

 Aunque la cosa parte más bien de su no-relación, en el sentido de que no tienen relaciones (en su significado literal y sexual).

 Ambos son, el uno para el otro, unos auténticos extraños, unos desconocidos.

 Los dos están absolutamente perdidos, extraviados, sin la brújula (no la bruja) que les permitiría acercarse, vincularse al otro.

 No hay forma de entender nada del sentido de esta novela si no se parte de la base de que tanto Friz como Irene son dos mónadas (del griego monasunidad) que gravitan la una sobre la otra sin encontrarse jamás, sin colisionar, sin cruzarse sus trayectorias.

 Todos sus esfuerzos por converger en un punto, en un meeting point, se salda con el fracaso.

 Da la sensación que habitan universos paralelos, dimensiones del tiempo diferentes.

 De esto, de su radical incomunicación, se podrían aducir razones muy plausibles, de carácter ideológico, sociológico o cultural.

 Incluso se podría apelar una vez más a la famosa declinación del Nombre-del-Padre. Eslóganes como "liberación de la mujer o patriarcado" y "sexualidad represión" vendrían como anillo al dedo.

 Todo esto transformaría la novela en un folletín.

 En ese desencuentro permanente entre Friz e Irene, en su radical incomunicación, en su no saber nada el uno del otro, en su distancia insalvable (a pesar de su cercanía física), interviene un motivo estructural del orden de lo necesario, no de lo contingente.

 En esa extrañeza (unheimlich), en ese extrañamiento que los aísla del otro, reduciéndolos a unidades monádicas, se ha atravesado no solo un imposible, sino un objeto heterogéneo, real.

 La distancia insalvable, real, entre Friz e Irene, tiene su causa última en la relación sexual imposible.

 Y su causa material en la incomunicación radical de los goces, en su heterogeneidad, la que se establece entre el goce femenino, notodo -ireano-, y el goce fálico, masculino -frizeano-.

 No hay forma ni manera, por activa o por pasiva, posible o imposible, de que encajen lo ireano y lo frizeano.

 Una vez que uno se ha adentrado en el infierno del goce, dantesco, hay que abandonar toda esperanza 

 Sobre todo, no se enteran, en el sentido de que están absolutamente sordos, con una sordera selectiva con respecto a todo aquello que tiene que ver con su relación de pareja, con su relación sexual, con su condición de varón y de mujer.

 Captan diferencias imaginarias pero se muestran absolutamente refractarios a la diferencia de los sexos que solo es abordable en el plano del discurso.

 Esta situación de extravío, de errancia, de desorientación, es más evidente en Irene, que no la disimula tanto, no la oculta como Friz.

 De hecho, en un momento dado, decide jugársela y ponerla, sin más, encima de la mesa. Arroja al centro del tablero la carta del amante.

 La relación errabunda de Irene con su amante, que establece un corte radical con sus ideales y valores más acendrados, es un especie de grito, de llamada de socorro, que dirige al Otro.

 Tiene el valor de un acting out que ella da a ver a la mirada del Otro.

 Friz, en cambio, nos despista, nos desorienta, porque toda su actitud transmite la apariencia de que se trata de un hombre que está perfectamente orientado, que controla y domina la situación, que no está sobrepasado por los hechos, que sujeta las riendas (para que no se desboquen los caballos), que mantiene firme el timón del barco (para que no pierda el rumbo), cuando, en realidad, el pobre hombre está siendo arrastrado por una corriente que lo lleva a no se sabe dónde.

 Se puede decir que está desbordado, desbocado, que su barco hace aguas, que va a la deriva, con riesgo de naufragar.

 Y, lo peor de todo, es que no se quiere enterar, no es consciente de la situación, de su gravedad, del peligro que se cierne sobre su confort y su felicidad.

 Está en el último asalto, groggy, lleva el combate perdido, y todavía cree que puede revertir la partida, ganar por knockout.

 Su matrimonio se va a pique. Se dirige ciegamente hacia los arrecifes y él todavía piensa que tiene tiempo para corregir el rumbo, salvar los muebles, montando una pequeña representación teatral, un auto de fe doméstico (que nunca podrá reemplazar al verdadero acto de fe que ha sido silenciado por toneladas de rutina y de conformismo).

 No hay que deslizarse fácilmente hacia algo que parece obvió, si nos atenemos única y exclusivamente a las apariencias: que Friz es la encarnación del amo, en tanto hombre dominador y autoritario.

 Lacan nos convoca a leer la posición de un sujeto, con respecto a la verdad y al goce, a partir de los significantes que lo representan en la matriz discursiva, en sus letritas y lugares: S1, S2, S, @agenteotrogoce verdad.

 Friz no es Friz y sus circunstancias, sino el sujeto que ocupa un determinado lugar en uno de los cuatro discursos.

 Esto, más que una tipología, es una topología.

 Irene, a su vez, no es una histérica, es un sujeto que se inscribe en el discurso de la histeria y que usufructúa su modalidad específica de goce (como lo podría hacer perfectamente un sujeto varón, portador del falo).

 Es por su inscripción en el discurso de la histeria que Irene (S) sitúa, en el lugar del otro, un significante amo (S1), para poder gozar, como una auténtica histérica, enamorada del saber, de un S2, impotente para dar cuenta de su verdad: el objeto @.

 Para hacer de amo, Friz, le viene ni que pintado a Irene. El goce de ambos se retroalimenta.

 Irene, como oveja descarriada, se aparta del buen camino, y Friz, el buen pastor, tratará de reconducirla de nuevo al redil.



                        síntoma                                                                    S1              
                  objeto @ (verdad) <--------------impotencia--------saber (goce)


 No se puede identificar al hombre (el amo) con el discurso del amo por ser portador del falo, y a la mujer (la histérica) con el discurso de la histeria por padecer la castración, no tener el falo.

 Si se parte de este principio, falso y erróneo, que confunde discurso con tipología, a continuación se podrá establecer, de una forma simplista, la existencia de una complementariedad entre el discurso del amo y el de la histeria.

 Por ejemplo, pensar que la verdad de la histérica es ese afán y dedicación, esa pasión, por tocarle los cojones al sabelotodo y presuntuoso amo, denunciando su impotencia (sobre todo en la cama), poniéndolo en apuros.

 Se cree, de una forma acrítica, que ahí donde hay un amo, en sus proximidades, siempre va a haber una histérica, como ama del amo.

 Se ha llegado a decir que es la propia histérica la que, en la historia, crea y fomenta la figura del amo, alzándolo sobre un pedestal y luego dejándolo caer.

 La histérica como la secretaria fiel y abnegada, dedicada en cuerpo y alma a sostener al catedrático, el amo del saber, en su cátedra de Filosofía.

 Friz e Irene, en el punto de partida, antes de ser, respectivamente, en el discurso de la histeria, el amo (S1) y el sujeto barrado (S), son, ante todo, burgueses, ocupando y ocupándose ambos de su lugar y de su función de amo (S1) en el discurso del amo.

 En el punto cero de su drama, de su biografía, ocupan la misma posición discursiva, la de ricos burgueses pertenecientes a la clase dominante del Imperio Austro-Húngaro.

 Los dos están inscritos en el discurso amo que constituye la matriz de la estructura cultural, social, ideológica, histórica, que conforma la Austria imperial, decadente y en crisis, de finales del siglo XIX, principios del siglo XX.

 Es una sociedad en crisis, con sus costuras a punto de estallar.

 V) El amo en el imperio austrohúngaro

 El emperador, el Padre de la Patria, ya no puede sostener su cetro, y los lobos, que huelen la sangre, ya están al acecho, con sus fauces apretadas y sus colmillos retorcidos.

 El jefe del Estado del Imperio Austro-Húngaro era el emperador, de la familia de los Habsburgo, que era a su vez jefe de los dos Estados, emperador de Austria y rey de Hungría.

 En los cincuenta y un años que duró la monarquía dual tuvo dos soberanos: Francisco José I de Habsburgo-Lorena (1867-1916) y Carlos I de Habsburgo-Lorena (1916-1918).


Francisco José I de Habsburgo-Lorena

 Francisco  José I (Viena, 1830-1916). Emperador de Austria y Rey de Hungría. Este sí que era un auténtico amo, de verdad, como debe ser, con los c... bien puestos, donde deben estar.

 Era hijo del Archiduque Francisco Carlos  y se definió a sí mismo como "el último monarca de la vieja escuela":

 "A la edad de dieciocho años sucedió en el trono a su tío Fernando, obligado a abdicar a raíz de la revolución liberal de 1848, que él aplastó violentamente con la ayuda del ejército. Convencido de que la supervivencia del imperio frente a los nacionalismos dependía de la instauración de un régimen plenamente autoritario, refrendó en un principio la Constitución de 1849, que abolía cualquier forma de representación popular, y poco después acabó por derogarla.

 (...) Con el canciller Schwarzenberg, Francisco José I de Austria impulsó un ambicioso proyecto político, cuyo objetivo era la construcción de la Gran Alemania bajo la hegemonía austriaca, en una confederación que incluyera a todos los pueblos sometidos por el imperio. Con tal propósito organizó una administración fuertemente centralizada, reforzó la unidad del ejército y desarrolló una policía política encargada de vigilar a nacionalistas y liberales; además abolió las aduanas interiores y adoptó medidas económicas proteccionistas, al tiempo que cedía a la Iglesia toda la responsabilidad de la educación primaria y gran parte de la secundaria" (Biografías y Vidas: La Enciclopedia Biográfica en Linea; Francisco José I).

 Es evidente que estamos ante un verdadero programa de amo.

 El amigo Francisco era un emperador que no se andaba con chiquitas. Si había que reprimir se reprimía. Las cosas se hacían en serio.

 Abolir cualquier forma de representación popular es la quintaesencia de la entronización del significante amo en el lugar dominante, que instaura el poder absoluto, no limitado por nada ni por nadie.

 Pero la sombra del declive del Padre, de su declinación, se cernía sobre tan magno espectáculo, haciendo estallar las pompas y sus galas, estropeando las fiestas interminables, provocando que los brillantes y pulcros uniformados perdiesen el paso,  descomponiéndose la marcialidad de sus desfiles, que ya no se ejecutan al son de las marchas militares, sino al ritmo melancólico y frenético de los valses populares vieneses.

 Algo anuncia que debajo de todos estas ceremonias, oropeles, plumas de pavo real, cruces y condecoraciones, no hay nada, solo miseria, un vacío insoportable (que se llenará con guerra y destrucción).

 Un fétido olor, insoportable, precede a la irrupción de todas las heces, que ni el más amo de todos los amos, el Emperador de Austria y Rey de Hungría, podrá contener ya.

 Alguien grita ¡fuego! Baja el telón. Caen los decorados. Se acabó la fiesta.

 Los muñecos del guiñol amanecen destrozados, el vientre despanzurrado, mostrando el serrín del que están hechos.

 Los niños ya no juegan en las largas avenidas.

 Las carrozas reales permanecen varadas al borde del camino, como supervivientes fantasmales de un naufragio generalizado.

 Los confetis caen como hojas muertas.

 Un payaso triste, un triste payaso, ya no sabe si reír o llorar.

 Los monos bailan con los monos.

 Los hombres con los hombres.

 Las mujeres ya no tienen quien las cubra.

 No hay tiempo ni para llevar los uniformes al tinte.

 Una espesa niebla cae sobre el Imperio.

 Se terminó la farsa.

 La muerte anuncia su presencia con su ominosa y elegante seriedad.

 Es el carnaval.

 Miércoles de ceniza.

 Los disfraces y las caretas ya no ocultan ninguna verdad.

 El padre se marcha por la puerta de atrás, deprisa y corriendo, huyendo de la quema, como un vulgar delincuente, inundado de vergüenza.

 En 1898, cinco años después de haber vuelto a reinstaurar un régimen absolutista, la desgracia se abate sobre Francisco José I:

 "(...) su esposa Isabel, popularmente llamada Sissi murió asesinada en Ginebra (Suiza) por un anarquista, drama que se sumó a los del fusilamiento de su hermano Maximiliano I en México, en 1867, y el suicidio de su hijo Rodolfo junto con su amante, María Vetsera, en el palacio de Mayerling. Otra tragedia familiar marcó el principio del fin del imperio: en el año 1914, su sobrino y heredero, el archiduque Francisco Fernando de Austria, y su esposa, Sophie Chotek, fueron asesinados en Sarajevo por un nacionalista serbio.El atentado llevó a Francisco José a declarar la guerra a Serbia con el apoyo de Alemania, lo que determinó que se accionara el dispositivo de alianzas que mantenía en Europa la paz armada y estallase la Primera Guerra Mundial" (Op. cit., Biografías y vidas).

 Estas tragedias son auténticas tragedias de amo en las que los acontecimientos se desencadenan, el orden salta por los aires, todo se descontrola, nadie está en el puesto de mando, los significantes amo, rectores, jerárquicos, garantes de la estabilidad, la continuidad y la autoridad del poder político y de los principios morales, han caído, y ningún orden nuevo ha venido a reemplazarlos.

 Es el momento en que estalla la guerra, la destrucción, el todos contra todos.

 Ya no hay lazo social que acoja al sujeto.

 Las trincheras establecen los nuevos límites.



La guerra de trincheras

 La muerte llama a la puerta.

 A continuación del amo Francisco José I, el último amo, un amo de la vieja escuela, que arrastra, como su mejor herencia, a una terrible guerra a Europa, la cosa se degrada, se dulcifica, se hace blanda, dúctil y manejable, en vez de pétrea y rocosa.

 Le sustituirá, como no podía ser menos, un remedo de amo, una auténtica sombra del dominio y de la grandeza anteriores.

 El que viene a continuación, el hermano Carlos, para más inri, para escarnio de los auténticos amos, es un santo, un auténtico fiasco de amo, por su humildad, bondad, escrúpulos de conciencia, misericordia, recia y amable humanidad.

 Las cosas ya no son lo que eran. Los viejos amos, como los viejos rockeros, han muerto, ya no volverán jamás.

 El  sucesor de Francisco José I de Austria fue Carlos I de Austria y IV de Hungría.



Un emperador santo: El beato Carlos I de Austria y IV de Hungría

 Fue el último emperador no de China, sino de Austria, además de rey apostólico de Hungría y rey de Bohemia y de Croacia (aquí ya se introduce ese elemento antiámico que es el apostolado).

 Fue tan poco amo, un amo tan decepcionante y débil, que la Iglesia católica lo proclamó en 2004 como beato Carlos de Austria-Hungríaemperador y rey.

 ¡Hasta aquí hemos llegado! ¡Un santo emperador! ¡Un emperador santo!

 Desde el momento en que fue coronado, por vía de urgencia -el 29 de diciembre de 1916-, después del fallecimiento de su tío abuelo, el emperador Francisco José I, el amo de pura cepa, el auténtico, el poseedor de todas las credenciales, trató de sacar al imperio austrohúngaro de la guerra europea.

 ¡Lo que nos faltaba! ¿No es la misión de un amo organizar cuantas más guerras mejor, y dedicarse a guerrear un día sí y otro no? ¡Si quieres una taza toma taza y media! ¡En vez de guerrero y de aguerrido, el niño, el santo varón, Carlos de Habsburgo-Lorena y Sajonia, nos ha salido pacifista!

 En su ingenua y bondadosa santidad, Carlos I, mete la pata, al tratar de alcanzar una paz por separado, en 1917, a espaldas del verdadero amo, Alemania (el kaiser Guillermo II), con la Triple Entente.



Guillermo II de Alemania

 Establece unos contactos secretos con el gobierno francés, saldados con el fracaso, a través de su cuñado, el príncipe Sixto de Borbón-Parma, quien a la sazón era oficial del ejército belga.

 No se le ocurre ni más ni menos que comprometerse a devolver Alsacia y Lorena a Francia (de todo esto, al kaiser, chitón).

 El Estado Mayor del Reichsheer alemán consideró estas concesiones de Carlos como una traición (un amo que se precie, jamás hace concesiones, le cueste lo que le cueste... ¡a su pueblo!).

 El 24 de marzo de 1921, en un episodio rocambolesco, indigno de un amo, Carlos I, el ex-emperador, que permanecía exilado en Suiza, la abandonó secretamente:

 "(...) y desde allí viajó de incógnito a Hungría con un pasaporte español falso para restaurar la monarquía húngara y ser proclamado rey, alegando que podría contar con apoyo del gobierno francés para ello. Tras desplazarse a Estrasburgo en automóvil tomó un tren para Viena como diplomático español, pasando la noche en la casa de un conde húngaro y viajando a la frontera húngara en taxi como funcionario de la Cruz Roja británica." (Carlos I de Austria y IV de Hungría; Wikipedia, la enciclopedia libre).

 Y conste que no tengo nada contra los taxis. Sí a que un auténtico amo, más si es emperador, aunque sea en el exilio, se desplace para tan importante misión en taxi. Esto no es digno de su cargo.    

 VI) Como anillo al dedo

 A partir del episodio del amante, que es un acontecimiento histerizante, provocador del deseo y generador de tachaduras varias, Friz, se sitúa como S1, como amo, ocupando el lugar del otro del discurso de la histeria (que no es el discurso de Irene, sino el discurso en que ella se inscribe como sujeto).

 Irene, gracias al amante, que, inevitablemente, va a confrontar a Friz con  la pregunta por lo que le falta, por su deseo, podrá inscribirse como sujeto dividido por el significante ($), marcado por el síntoma, en el lugar de agente del discurso de la histeria.


Los cuatro discursos

 Friz e Irene, en el punto de origen del eje de coordenadas significante, están inscritos en el discurso del amo. 

 Ambos ocupan la posición del S1 en el lugar dominante, del agente (que puede ser un doble agente que trabaja para sí mismo y para el otro).

 Irene y Friz son, respectivamente, no amo ama, sino amo amo.

 No hay un amo y una mujer entregada al amo con el fin de sostenerlo en su mayúscula y retórica impotencia; hay dos amos.

 Existe una paridad más que una imparidad; una pareja constituida por dos dominios cerrados más que por dos aberturas deseantes.

 La posición respectiva de Irene y de Friz con relación al discurso del amo es de identificación.

 Friz e Irene, ambos dos, están identificados a sus correspondientes y pertenecientes significantes amo, a sus S1 propios y específicos.

 En esa identificación al significante amo que les corresponde, al S1 burgués burguesa, Friz e Irene, encajan a la perfección, de forma impecable y ejemplar, como anillo al dedocomo un guante, incluso como un calcetín (lavado y bien planchado).



 Burgués o burguesa (S1) --------> El saber para ser un buen burgués (a) (S2)
¿Qué es una mujer? (S)                                 ¿Qué es un Padre? (@)


 Mientras este matrimonio, extraordinariamente burgués, para lo bueno y para lo malo, para la salud y para la enfermedad, hasta que la muerte o un amante pianista nos separe, se mantenga en su posición irrebatible, de dominio, gracias a su identificación al significante amo burgués o burguesa, no va a haber ningún problema, todo irá sobre ruedas, encarrilado, como esa familia ideal, conservadora, honesta y cabal, que han sido, son y serán.

 Es una familia como debe ser, espejo de todas las familias, en la que reina el amor, donde el sexo se administra a pequeñas dosis, a cuenta gotas, con el fin sano y natural de la procreación, porque ya se sabe de sus efectos tóxicos si uno se sobrepasa y pierde la muy conveniente moderación, temperancia.

 El S1 es el anillo, el guante, el calcetín.

 Irene y Friz son el dedo, la mano, el pie.

 Durante un tiempo, hasta el advenimiento del amante, todas las piezas de la maquinaria matrimonial están perfectamente ajustadas y engrasadas. La resistencia es nula. Nada chirría.

 Friz e Irene, como el anillo y el dedo, están hechos el uno para el otro.

 Cada uno de los palitos encaja en su agujerito.

 Nadie se desmadra. Nada se desmanda.

 Los dos, a dúo, acompasados, saben perfectamente lo que hay que hacer, cómo guardar las formas, para estar en su papel, en su lugar, cumpliendo escrupulosamente, pulcramente, armoniosamente, las normas, los imperativos del amo.

 La primera posición, que comparten Friz e Irene, es su inscripción en el discurso del amo
 por medio de su identificación al significante amo (S1).

 El signo de esta posición es: Todo encaja a la perfección, como anillo al dedo.


Friz e Irene: Como anillo al dedo

 Por eso, el anillo de boda va a tener una importancia fundamental en esta historia, a la que podemos llamar: Los avatares de un anillo que, primero, encaja a la perfección, y luego ya no encaja más.

 Hay una expresión coloquial que, en vez del anillo, se refiere al guante.

 Cuando dos cosas, se acoplan, se adaptan, a las mil maravillas, a la perfección (por ejemplo, un vestido al cuerpo), se dice: te sienta como un guante.

 Hasta determinado momento, hasta que Irene decide echarse al monte y montarse un amante, Friz e Irene, tal para cual, cual para tal, se ajustan, se acoplan, se adaptan el uno al otro, el otro al uno, como un guante (como anillo al dedo).

 Incluso, si es necesario, como un guante de seda fina, a la última moda, de lo más chic, con puntillas.

 Un conocido de su entorno, admirado frente al ambiente familiar de los Friz, del Sr. y la Sra. Friz, al observar su comportamiento matrimonial ejemplar, como pareja bien avenida, que se entienden a las mil maravillas, del que toda la burguesía vienesa tendría que sentirse orgullosa, porque, de alguna manera, encarnan las virtudes inmarchitables, perennes, del ideal matrimonial, podría haber comentado, en tono de alabanza: son tal para cual, uña y carne, hechos el uno para el otro; Friz e Irene se adaptan entre sí como un guante. 
Como un guante

 Lo del calcetín, mejor no mentarlo, porque el pie no constituye una buena metáfora para exaltar las excelsas virtudes de pareja tan ejemplar; no es una parte tan noble del cuerpo como un dedo (a pesar de que el dedo se puede utilizar para cosas más bien inconvenientes), aunque sea por sus efluvios.


Como un calcetín

 El anillo y el dedo, el guante y la mano, el calcetín y el pie, el burgués y la burguesa, son la metáfora del S1 y del S2.

 El S1 y el S2, el uno y el otro, el otro y el uno, se adaptan, encajan tan perfectamente, se acoplan tan maravillosamente, como anillo al dedo o como un guante.

 El S1 y el S2, que se ubican en el discurso del amo en el lugar del agente y en el del otro, se comportan como una pareja bien avenida, unida, inseparable, insobornable, a la que solo se puede alabar y ensalzar por sus buenas costumbres, por su seriedad, rectitud y honradez.


 Friz puede ser el S1 e Irene el S2, o a la inversa.

 El S1 y el S2, separados del piso de abajo, del y del @, mantienen una relación de reciprocidad.

 El caso es que Friz, identificado al S1, al marido ejemplar y probo, amante de su familia y de las tradiciones, de las buenas y sanas costumbres, representa al sujeto-Irene (S), como esposa y madre, también ejemplar, sin mácula, sin tacha, amante abnegada de su esposo, así como de sus hijos, para el S2.

 ¿Qué es el S2? Es el significante binario, del saber, el cual, en el discurso del amo, se sitúa en el lugar del otro.

 Mi hipótesis, para esta novela, cuyo argumento versa sobre el discreto encanto de la pequeña burguesía, es que el S2 representa el saber anclado en la Tradición, con mayúscula.

 La tradición, por su misma esencia, es conservadora, conformista, en el sentido de que su función es mantener las cosas como están, que todo siga igual, que nada cambie, que todos, es decir, aquellos que pertenecen a una determinada clase social (que se considera a sí misma el todo), se puedan reconocer en su espejo, como garante del mantenimiento de los privilegios de clase, de la transmisión de los valores y de los ideales establecidos por la burguesía dominante y capitalista.

 El amante de la tradición es también amante del orden y de la rectitud.

 A Friz, si hay algo que lo caracteriza, no es ni por asomo su condición de amante, sino su semblante de hombre de orden. 

 Desde esta condición de garante del orden -a veces del ordeno y mando-, todo lo que se sale de sus carriles, que no sigue el camino recto, prescrito por la tradición inmemorial, es vivido como un peligroso desorden, que, inmediatamente, habrá que meter en vereda, encauzar, corregir, disciplinar.

 Su máxima no es ¡Luz, más luz!, sino ¡Disciplina, más disciplina!

 No aporta ninguna luz a la conducta de Irene, y, en cambio, trata de ordenarla con dosis enérgicas de disciplina.

 Se desentiende del deseo y se dedica en cuerpo y alma a la demanda.

 Se desentiende de la ética y se entrega a la moral.

 Su misión, en todo momento, es restablecer el orden.

 Ya se trate de su hija, de su mujer, de los criminales que defiende, con todos aplica el mismo remedio, el pedagógico-correccional, el intento, perseverante y tenaz, de corregirlos a través de la confesión de su culpa, del arrepentimiento, así como de una buena dosis de castigo que ponga fin a los desafueros, a las desviaciones que apartan al pecador del camino recto.

 Friz no es un hombre religioso, es un burgués, amante de la tradición, del orden y de los buenos principios.

  Si Irene es representada por Friz, lo inverso también es cierto debido a la solidaridad existente con respecto al orden de la representación del sujeto entre el S1 y el S2.

 Al igual que Friz, identificado al S1, al significante amo, al padre ejemplar y burgués, guardián celoso del orden y de la respetabilidad de su familia, representa a Irene como sujeto (S), como mujer fiel y amante, como madre ejemplar e íntegra, para el S2 de la tradición, Irene cumple la misma función de representación con Friz.

 Irene, en el lugar del S1, como modelo de mujer y de madre, representa a Friz como sujeto (S), como padre honrado, probo, cabal, respetable, detentador de la Auctoritas Patrum, para el S2 de la tradición.



La representación del sujeto por el significante 

 El S2 es el significante del saber que se transmite a través de la tradición, constituida como imperativo categórico, a partir de la cual todos los comportamientos son diseccionados, valorados, juzgados, considerados o desconsiderados. Es lo que se llama el clasismo.

 El significante amo del discurso amo del discreto encanto de la pequeña burguesía es ese semblante de amo del ordeno y mando.

Se puede traducir el imperativo, el ordeno y mando -¡a desfilar todos!-, del significante amo, con esta frase que utilizan todos los amos del mundo: Hay que hacer las cosas como Dios manda.

 Su verdadero sentido: Hay que hacer las cosas, hay que comportarse, como los amos del mundo ordenan y mandan.

 Aquí, dios, en contra de los místicos, es un amo. No es la encarnación del deseo del Otro.

 No hay orden ni respetabilidad (S1) que no se atengan a una tradición (S2); en este caso, a la tradición burguesa y conservadora.

 No hay tradición que se mantenga (S2) sino se sostiene en los significantes amo del orden y de la respetabilidad (S1).

 No hay tradición que no se haga respetar.

 No hay orden si no se respetan las tradiciones.

 Por eso, los gobiernos, las formaciones políticas, que emanan del discurso del amo burgués, suelen ser, en sus formas de Estado, autoritarias, conservadoras y paternalistas.

 El rasgo más característico de Friz, como marido y como padre, a través de toda la historia, es el paternalismo.

 Se trata de un paternalismo que comparte los rasgos de lo autoritario y de lo conservador.

 Friz se manifiesta en todo momento como un padre paternalista, un marido paternalista y un abogado paternalista.

 Se trata de ese paternalismo distante y amable, condescendiente, perdona vidas, que trata a los otros como si fuesen incapaces, menores de edad o directamente como retasados mentales.

 Este paternalismo conmiserativo le saca de quicio a Irene, no lo soporta, provoca que se busque un amante para darle en las narices a ese marido tan paternalista, que la ama tanto, la cuida, la respeta, se preocupa por ella y quiere su bien.

 Ella no quiere un marido paternalista, que, en el fondo, es un doble de la madre, sino un marido que la desee, que la haga gozar, que se sienta causado por ella.

 Este marido tan bueno, que es como un padre, no la hace vibrar, sentir, gozar en su cuerpo, sentirse viva.

 Por eso, lo que no encuentra en el marido lo busca en el amante, que, por lo menos, se la quiere follar, cosa que el marido ni por esas.

 En ningún momento aparece en la historia, y es muy significativo, un acercamiento sexual entre Friz e Irene.

 Entre Irene y Friz están ausentes el deseo y el goce.

 O, lo que es lo mismo, el sujeto dividido por el significante, del corte, y el objeto @ (en sus tres caras de: pérdida o sustracción de goce; recuperación del goce como plus de gozar; objeto del fantasma, en función de causa del deseo).

 En el discurso del amo todos siguen un guión, representan o actúan un papel, mantienen una línea marcada, preestablecida.

 Mantienen, estos burgueses de chicha y nabo, de poca chicha y mucho nabo, un patrón fijo y rígido en su existencia, el ordenado y establecido por las convenciones, por lo que debe ser, por el como dios manda, por los mandatos e imperativos sociales, por los significantes amo que los representan para el otro, para el S2, el partenaire (el hombre y la mujer; el padre y el hijo; la madre y el hijo, etc.), con los que se identifican, y que, gracias a ellos, se sostienen en su ser, en su condición de sujetos, a pesar de que es un ser de pura fachada, de apariencia, de figuración o de figurín, como una especie de maniquí viviente.

 Desde el par mínimo significante S1-S2, que les da el ser, cada uno depende del otro, del S2, para sostenerse en su representación de sujeto, en su identificación absolutamente precaria.

 Uno podrá ser representado como sujeto, a partir de su identificación al S1, si el S2, el partenaire, también se sostiene -¡y se mantiene- en su identificación al S1 que le corresponde por tradición.

 En esta novela asistimos a una gran representación teatral, la de la burguesía acomodada vienesa, en el escenario del cambio de siglo, con sus convulsiones y sus crisis.

 En esta obra dramática a la vez que cómica, cada uno de los actores, tiene que actuar su papel, su S2.

 Para ello, deberá ajustarse al libreto, al significante amo, al argumento teatral, donde se indica con toda precisión qué es lo que debe hacer cada uno, cómo debe actuar, cómo debe comportarse con los otros en todo tipo de situaciones sociales (en la cama, en el trabajo, en el club de bridge o en
el hipódromo).


¿Jugamos?

El libreto de la gran escenografía teatral de la burguesía vienesa fin de siecle  hace función de S1.

 Es el significante amo el que ordena y regula las existencias; en él está todo, por lo menos todo lo que es necesario saber para desenvolverse en las tablas, en el escenario de su pequeño y aburrido mundo (no está nada de lo que hace referencia al sexo y al goce).



El libreto del discurso del amo

  En el texto del libreto, en sus acotaciones, comentarios al margen, reseñas varias, referencias de lugar y tiempo, se indica lo que debe decir y hacer cada uno de los protagonistas en todo tipo de circunstancias sociales: cómo se debe conducir un hombre con una mujer y viceversa; cómo deben retozar en la cama; cuál es el goce que deben esperar de sus relaciones; cómo se tienen que divertir; qué papel o papelón -porque todos estos son papelones- debe realizar una madre o un padre con sus hijos; cómo hay que relacionarse con el servicio; qué tipo de amantes están permitidos y cuáles no; dónde hay que veranear para quedar bien; y, sobre todo, qué es lo que hay que hacer para ganar mucho dinero, aumentando el patrimonio y las plusvalías a costa del proletariado, de su explotación, etc.

 Esto es el discurso del amo, puro y duro, actuando a toda máquina, sostenido por el saber del amo (S2), por la solidaridad entre el S1 y el S2, entre el anillo y el dedo, que se ajustan el uno al otro como un guante.

 Aquí, todavía, no durante mucho tiempo, hay relación sexual.

 Todo esto, este auténtico happening, performance burguesa, está trufado de amplias y generosas dosis de hipocresía, cinismo, apariencia, falsas amabilidades, excesos de cortesía, rituales vacíos, actos que se reproducen sin remitir a nada más que a ellos mismos, etcétera y etcétera.

 La condición de este auténtico y brillante palacio de espejos es un enorme y extendido unglauben (descreimiento) que impregna todas las conductas, las existencias todas, el ser-en-el-mundo de estos personajes vacíos, auténticos maniquíes, figurones o figurines, que sobrenadan a duras penas, a golpe de bocanadas, un océano de muerte.



Los maniquíes del discurso del amo

 Porque el unglauben suelda la distancia entre el S1 y el S2holofraseándola, al suprimir el intervalo, el corte en el que habla el sujeto del inconsciente.

 El Sy el Sreciben su tachadura del S y el @. Esto no es una desgracia sino una suerte, una felix bendición, efecto del bien decir, del momento propicio para poder cosechar las palabras.

 Es un efecto de verdad (de significación).

 El unglauben, emanación mortífera del discurso del amo, que se infiltra en las almas y envenena el lazo social, tiene como efecto princeps forcluir rechazar (verwerfüng) la verdad singular del sujeto, su castración, su condición de sujeto dividido por el significante, su goce inalienable.

 El discurso del amo, clausurado sobre sí mismo, ocluidos los respiraderos de la palabra, carente del punto de fuga al infinito del goce, asfixia al sujeto del deseo.

 Irene se busca un respiradero, un punto de fuga que permite sostener la perspectiva del deseo, a través de la relación transgresora, pathológica, con el amante.

 El amante introduce la dimensión de la causa en una relación marital que se ha apagado, marchitado, corrompido.

 La condición para que una existencia colectiva, burocratizada, puramente formalista, ordenada y disciplinada, regida por la autoridad del amo, de la que se ha desterrado de su horizonte vital el deseo y el goce, siga marchando, sin detenerse, como una cadena perpetua S1-S2, es que cada uno de los actores siga representando el papel prescrito, de acuerdo a los dictados del significante amo.


El desfile del amo

 La farsa persistirá, la vida seguirá durmiendo su profundo sueño, el velo de lo imaginario continuará cayendo pesadamente sobre cada una de las existencias, gracias a que todos se atienen estrictamente a su papel, del que no se apartan ni un milímetro, como dios manda, el amo ordena, el S1 prescribe.

 Pero esto conlleva un precio, que es insoportable, la renuncia a la verdad singular, sobre la que se sostienen el deseo y el goce como soportes de la existencia.

 En el fondo, se trata de la muerte en vida, y no todos están dispuestos a pagar ese precio. Friz, parece ser que sí. Irene, es evidente que no, que se rebela, que se resiste a ser un maniquí muerto, un figurín vacío, la voz de su amo.

 Todos, en el universo del discurso del amo -S1 (agente)-S2 (otro)-, saben cuál es es su papel, su lugar, su función, desde su representación como sujeto (un significante amo representa un sujeto para otro significante).

 Las marionetas tienen la ilusión de que son libres, que se mueven a su antojo, que son dueñas de su vida. Craso error. Son incapaces de ver los hilos que dirigen su existencia desde bambalinas.

 Es cuestión de vida o muerte que nadie se salga del guión que le ha tocado en suerte en la farsa social.

 Porque de lo que haga él o de lo que no haga depende el destino de todos los otros, que también penden de un hilo.

 Irene, en un momento dado, harta de todo, decide cortar el hilo que le ata a los imperativos del amo.

 El amante tiene el sentido de una protesta contra ese discurso que sofoca el deseo, que corta de raíz cualquier manifestación de goce.

 Lógicamente, tendrá que pagar un alto precio por su rebelión. Hablar desde la verdad de cada uno nunca sale gratis. Friz no se lo perdona.

 También Friz, que parece tan autosuficiente, por encima de todo y de todos, resulta que, por el movimiento de Irene, por su jugada inesperada, que le permite zafarse del corsé asfixiante del S1, queda reducido a su imposible condición de S2, a no ser más que un significante, que mendiga los auxilios del Uno, para poder seguir siendo representado como sujeto.

 Además, el S2, por la caída del @, dejado de la mano de dios, abandonado por los auspicios del amo, tiene ese carácter insoportable de desecho, de resto gozoso.

 Friz no puede sostenerse en su condición de desecho, de S2, de @, causa del deseo de Irene.

 Es ahí que elabora toda una estrategia para salvarse de la quema y correr un tupido velo sobre su condición mortal, finita y gozosa, que le hace depender en su ser, absolutamente, de la función del deseo del Otro (en este caso, del deseo de Irene).

 Esta posición del sujeto es lo que se denomina castración.

 El director de escena, el que mueve los hilos, el que funciona a toque de corneta, no necesariamente tiene que ser una persona concreta; puede ser un corpus legislativo o una tradición. De hecho, Friz se inscribe en la larga tradición de la abogacía.

 Friz, representado por el S1, puede seguir siendo el sujeto Friz, el Friz de toda la vida, el auténtico Friz, el Friz de siempre, el viejo Friz, que se reconoce a sí mismo como Friz, que se identifica con el mismo Friz, con el Friz-amo, si Irene, en el lugar del S2, del otro, es también la Irene de toda la vida, la Irene de siempre, la querida Irene, reconocible, identificable, previsible, familiar (heimlich).

 Es como esas galerías de retratos de los antepasados, que pueblan los salones de la burguesía, con sus ropajes nobles, sus peinados y tocados elegantes, las barbas venerables.

 Suelen ser retratos de mala calidad, del abuelo tal o de la bisabuela cual, de los que se cuentan batallitas, anécdotas, cuyo única función es preservar la continuidad de la cadena de los S1-S2, del discurso del amo, burocratizado, muerto, lleno de polvo, apolillado, el cual, a pesar de todos los pesares, gracias a esa identificación al S1, que puede ser un nombre propio -Los Rotchschild, Los Kennedy, etc.-, mantiene, en la tradición familiar, a lo largo de las generaciones, la ilusión, la ficción, de un ser, de una identidad reconocible y reconocida.



Galería de retratos-amo

 El discurso del amo está rebosante de emblemas para enmarcar, con la función de retratar al sujeto.

 Los cuadros de los antepasados, venerables, los emblemas familiares para enmarcar, configuran el discurso del amo, su marco, fijando y reforzando la solidaridad recíproca entre S1-S2, provocando su solidificación, su holofraseo, al cegar las aberturas de la cadena del significante.

 El discurso del amo actúa en el orden de la representación del sujeto social como el marco del fantasma dentro del cual los sujetos concernidos pueden reconocerse recíprocamente, adviniendo a un ser.

 Insistimos, todo esto a condición que nadie se aparte ni una coma del guión marcado.

 ¿Qué es lo que sucede cuando alguien se sale del guión, deja de representar su papel, ya no se atiene al libreto prescrito, ortodoxo, canónico, como dios -¡y el amo!- mandan y ordenan?

 Esta es la historia de Irene, que se convierte en una hereje, en una heterodoxa, en una auténtica bruja, que hace que intervenga, para poner orden, el inquisidor Friz.

 VII) la inquisición psicoanalítica y el psicoanalista hereje

 Friz podría haber estado inscrito en la larga tradición de los sacamuelas o en la no tan larga de los psicoanalistas.

 Los psicoanalistas no son sacamuelas.

 Aunque se dediquen a sacar los complejos y los traumas enclavados, enquistados.

 Los psicoanalistas no venden ningún crecepelo.

 A veces, por la convicción con la que se manifiestan, si no un crecepelo mágico, parecen ser poseedores de un remedio infalible para que los pobres mortales alcancen la felicidad.

 De las características y propiedades de esa pócima maravillosa todavía no sabemos nada.

 Estamos a la espera.

 Hay muchos psicoanalistas que están en la pomada (= a la moda). Esto implica que beben los vientos de los que les dan de comer. ¿Nunca se les atraganta ese alimento tan indigesto y pesado?

 Lo que sí es cierto, y, muchos psicoanalistas, para su desgracia, lo han experimentado y sufrido, es que, algunas, notodas, de las instituciones psicoanalíticas -que, por su condición de instituidas, rechazan lo instituyente-, necesitan también de sus herejes y de sus brujas.

 Y si no los tienen los fabrican.

 Cómo montar un hereje en seis sencillos pasos (por Friz, el psicoanalista).

 Ponga un hereje en su mesa.

 Curso intensivo de herejía para psicoanalistas.

 Si no sabe lo que hacer con su hereje tráiganoslo; nosotros nos ocupamos.

 Guía comentada para conocer a un hereje en un fin de semana.

 ¡Herejes al mejor precio!

 ¡Herejías a precio de ganga!

 Es evidente que la cohesión institucional de la masa psicoanalítica se logra mucho mejor con la levadura de la herejía.

 Si el psicoanálisis agujerea al psicoanalista, un buen hereje, a tiempo, como foco de irradiación de los odios más cervales, cura todas las heridas, tapona cualquier hemorragia.

 El hereje, bien tratado, convenientemente marcado, sancionado y perseguido, más que un elemento disgregante es un elemento agregante.

 Basta con localizar a un hereje para que todo se aclare, se ordene, se ponga en perspectiva.

 La trampa para cazar herejes es muy sencilla: alguien que sostenga un discurso heterodoxo -herético-, que cuestione per se, por el solo hecho de existir, de ser enunciado, los significantes amo de la institución (que sostienen sus privilegios, sus pequeñas miserias, sus cálculos mezquinos) es convertido inmediatamente en sospechoso y denunciado como tal.

 Lo más sorprendente es que todo esto proceda de instituciones, supuestamente psicoanalíticas, en las que, de forma constante, se hacen cantos de alabanza y loas a la libertad de palabra, ensalzando y glosando la verdad del deseo, la singularidad del goce.

 Pero ya se sabe que En casa del herrero cuchillo de palo.

 Lo primero que hay que hacer con el hereje es anatematizarlo (fea palabreja).

 Esto conlleva un cierto grado de ex-torsión, de re-torcimiento, con sus pequeñas dosis de sadismo; los rasgos inconfundibles del gran inquisidor y del pequeño inquisidor. Algunos psicoanalistas, pertenecen a esta última especie, a la que yo he bautizado de frizeana

 Un anatema consiste en "la excomunión o exclusión de una persona de su comunidad religiosa y de la posibilidad de recibir los sacramentos, dictada por la autoridad religiosa competente".

 Lo increíble es que algunas instituciones psicoanalíticas dicten anatemas simplemente por el hecho de pensar diferente, de sostener un discurso heterodoxo.

 Y es increíble porque es imposible pensar si no se piensa diferente. Pensar es pensar diferente.

 Es también increíble porque toda enunciación discursiva, si es verdaderamente una enunciación y no la repetición eterna de los mismo enunciados, es heterodoxa por naturaleza. Es profunda y verdaderamente herética.

 Ese famoso significante sinsentido de Lacan es radicalmente heterodoxo.

 Anatemizar lo heterodoxo, excluir la palabra herética (valga la redundancia) es decir, rechazar el discurso (desde la fidelidad a la ortodoxia), es atentar gravemente contra la verdad del psicoanálisis, contra la ética que sostiene su acto.

 En este punto, dado que la Eclessia  es un cuerpo, cuya cabeza es Cristo, y, la comunidad de los fieles, sus miembros, es obligación de un buen creyente denunciar la hipocresía y la mentira de los falsos pastores, de aquellos que escandalizan a los pequeños, que les obligan a acarrear pesadas cargas, que mejor harían en atarse una pesada piedra a su cuello y arrojarse al mar. 

 La excomunión se entiende desde una comunidad religiosa que exige, para ser miembro de ella, adherirse a determinados dogmas de fe en su función de significante amo.

 No se entiende en absoluto la excomunión desde el discurso del psicoanálisis, que, supuestamente (y, a lo mejor, es mucho suponer), es el reverso del discurso del amo, y, como tal, no debería sostenerse en ningún dogma de fe psicoanalítico (que haberlos hailos).

 Todo se acaba de entender si resulta que la institución psicoanalítica que anatematiza al psicoanalista hereje no es psicoanalítica, sino una comunidad religiosa.

 Para más inri, el anatematizador que anatematiza no es un psicoanalista (que, por su profesión, debería tener prohibidos estos métodos inquisitoriales), sino una autoridad religiosa.

 Esto de la autoridad religiosa competente nos trae evocaciones de otras épocas, de otros golpes, de otras asonadas.

 El psicoanalista, sobre todo desde su lugar institucional, no deberá ocupar el lugar del S2 del discurso del amo moderno, del agente del todo-sabersino el lugar del objeto @, agente de la causa del deseo.

 Es cuando no puede, no quiere o no le interesa ocupar ese lugar de desecho, que se va a deslizar indefectiblemente hacia una posición de poder, de dominio, de sugestión, de inquisición.

 Es el caso desgraciado y desgraciante del psicoanalista que sabe, el amo del saber, no el psicoanalista sujeto (S) al que se le supone el saber.

 Este tipo de psicoanalista, que existir existe, por negarse a asumir su condición de desecho, de @, en el lugar del agente del discurso del psicoanálisis, transforma a los otros, a los que caen bajo la sombra de su poder, de su saber, de su tutela, en auténticos desechos, en restos de @ que ocupan el lugar del otro en el discurso del amo moderno.

 Por no aceptar su herejía constituyente, su división de sujeto, transforman a los demás en herejes.

 Pero abandonemos esta excursión diletante, en la que atribuir motivos innobles, aunque sean con la pátina del psicoanálisis, a lo que son simplemente cálculos mezquinos, arreglos para salir del paso, intentos nada disimulados de ocupar parcelas de poder, con el fin de obtener beneficios, réditos, saldos netos, es ya un exceso, es un intento de hacer presentable lo impresentable, de hacer tolerable lo intolerable.

 Es como el caso de Friz donde no se sabe si lo que quiere es salvar el amor en su matrimonio o su negocio matrimonial; si quiere que su matrimonio se sostenga a pura pérdida, desde el deseo de nada, o como una inversión en la que se busca la rentabilidad, que los beneficios sean mayores que los gastos; el broker Friz o Friz el amante.

 El anatema contra el hereje, emitido por la autoridad religiosa, es equivalente a la forclusión del Nombre-del-Padre, debido a que su efectos son de exclusión (verwerfüng) del anatematizado de la comunidad de los fieles y del sacramento compartido.

 En el fondo se trata de dejar caer como un desecho a aquel que ha sido sancionado como maldito a partir de su exclusión radical, forclusiva, del lazo social y del sacramento de la palabra (que son inseparables).

 La institución psicoanalítica, si opera desde el discurso del amo, como comunidad religiosa, puede, con total consecuencia e impunidad, intervenir con el anatema (maldición) y con la excomunión  contra ese (innombrable) que es sancionado como hereje (por sostener la heterodoxia de la palabra).



El psicoanálisis religioso (S2)-------------------------------------->    Psicoanalista desecho (@)    
Psicoanalista inquisidor (S1) <-------------------------------------- Verdad del psicoanálisis (S)                                                                                                           

 Olvidémonos de ese espécimen, que es el analista frizeano, ventajista y maniobrero, a la par que inquisidor, y centrémonos en el analista ireano, que trata de preservar intacta (no inmaculada) la verdad del psicoanálisis.

 Este es el psicoanalista que acepta ocupar esa posición de desecho del discurso: de objeto en el lugar del agente.