La Clínica psicoanalítica y sus avatares

El esquema óptico de Lacan; un florero muy floreado

El esquema óptico de Lacan; un florero muy floreado    Si nos detenemos en el esquema óptico de Lacan, tomándolo como exponente de la estruc...

sábado, 23 de julio de 2022

Falo, castración y deseo

  


 Vamos a intentar aclarar (en un esfuerzo condenado de antemano al fracaso) esa cuestión tan esencial -¡y tan difícil!- para el psicoanálisis, que es la función del falo en la dirección de la cura y en el encuentro entre los sexos (en el acto sexual).

 Sabemos que el falo, en tanto significante impar, el significante de la falta de un significante en el lugar del Otro (S[A]), tiene una función esencial en lo que podemos denominar, sin faltar a la verdad (por lo menos la que se juega en la cama), el encuentro-desencuentro de los sexos en el acto sexual; al que algunos prefieren llamar sesual, sin x, con el fin de dejar fuera lo más enigmático, a fuer de trou-mático, que es el encuentro con la pregunta por el deseo del Otro (el objeto @; el goce que resta), en el tiempo decisivo de la angustia.

 Somos conscientes que la angustia, como señal de ese deseo (deseo de deseo) que nos proyecta al campo del Otro, va precedida de lo que no hay que temer en llamar un fracaso, un fiasco, el que conlleva el desfallecimiento, la caída, el derrumbamiento del falo -el promisorio significante de la relación, proporción, sexual-, cuya falta nos confronta inevitablemente al agujero del goce (ese que no tiene solución).

 El tiempo posfálico cuenta tanto para las cuentas del hombre como de la mujer. Después de haber compartido la mediación fálica, ambos quedan privados de ese significante que garantizaría ilusoriamente la distribución equitativa del goce. Es en ese momento que el varón y la fémina quedan entregados a lo des-medido, a lo que es precisamente uno de los nombres- del-goce. Esto es más o menos lo mismo que lo sin-medida, aquello que hace presente al cuerpo a través del afecto de la vergüenza, que trata de cubrirse ante la mirada del Otro. En el relato del Génesis, Dios sabe que el primer hombre y la primera mujer han pecado, han gozado del fruto prohibido, por el signo de la vergüenza, la manifestación de que hay algo -¡el sexo!- que tienen que ocultar (ya no saben dónde poner las manos). La pérdida de la inocencia se produce por la constatación de que uno es poseedor -¡y es poseído!- por un cuerpo finito, sexuado y mortal.

El signo del goce es el círculo quemado en el mapa del deseo del sujeto. Su borde es trazado con el compás del significante, cuya punta afilada marca y corta. El deseo es cortar y marcar… cortar y marcar…, sin ninguna esperanza de que alguna vez alguien pueda dejar de cortar y marcar.

 


                                                       

 El juego del deseo, ese que es como una cancioncilla repetida, que no deja de desvelarnos, se parece mucho a la labor de las mujeres: Coser y cantar… coser y cantar… cantar y coser… cantar y coser… cortar y marcar… marcar y cortar… coser, cantar, y, mientras se cose y se canta, cortar y marcar… Son los cantos, los cosidos y descosidos, los cortes que marcan, y las marcas que cortan, lo único que sostiene el relato infinito del deseo y del goce

 Como una especie de petite aperitif, emulando al Hombre de los sesos frescos, voy a servir, como entrante al plato principal (la Serpiente con el cuerpo lleno de ricos peces), para ir abriendo boca y calentar el paladar, una ración de un exquisito fracaso.

 Es obvio que el riesgo de fracaso está mucho más del lado del hombre, debido a su dependencia del goce fálico, y, de su instrumento, el significante fálico (que es un órgano eréctil, con sus alzas y sus bajas); esto determina, que, de los dos miembros de la pareja sexual -uno que tiene y otro que no-tiene-, sea el más expuesto a vivir la pérdida inevitable como amenaza de castración. En cambio, del lado de la mujer, situada en el horizonte del goce femenino, que mira más allá del falo, es obvio que no tiene nada que perder y mucho que ganar, entre otras cosas porque, en su posición sexuada, estrictamente femenina, ni tiene ni no tiene. Su falta es real, del orden de la privación.

 El goce fálico, y su instrumento, el Falo Simbólico, está condenado por estructura al fracaso; inevitablemente falla (faute y / o manque), porque, algo en él, en su condición de útil simbólico, hace falla (ya lo explicaremos a su debido tiempo, a través del mito de la serpiente).

El fracaso en el acto sexual tiene que ver con el goce. Lo que muy pocos parecen captar es que también de él depende el éxito. El fracaso siempre es ambiguo. Puede conducir a lo peor o a lo mejor.

La cuestión del fracaso -¡o del éxito!-, como es inevitable, como le sucede a todo quisque o quisqua (sobre todo cuando un quisque y una quisqua entran en una relación sexual), se relaciona con la diferencia entre el goce esperado y el goce obtenido. Si el goce obtenido en el acto sexual no alcanza ni de lejos al goce esperado (incluso si lo sobrepasa), esto puede ser vivido como un fiasco (Desengaño o resultado adverso en una cosa que se esperaba sucediese bien); o como un pinchazo (aquello que se puede vivir como faute, en el sentido de error, cagada, o, si no, como manque, el efecto de una falta irreductible).

 El contexto en el que se produce este fracaso, por no calificarlo de chasco mayúsculo, es el de la búsqueda de un sujeto en busca del tesoro perdido, del reencuentro, el rehallazgo, del objeto de la vivencia de satisfacción primaria (el goce mítico ubicado en el lugar de la falta en el origen). Como de todos es bien sabido, se trata del objeto @. Este objeto, portador de la marca de la primera letra del alfabeto, en su condición de real, de objeto profundamente perdido, es idéntico a la repetición de su pérdida.

 La repetición es ese acto mediante el cual, en un arabesco de imposible trazado, que se con-torsiona alrededor de un agujero, el sujeto podrá reencontrarse con la repetición de la pérdida del objeto perdido (la pérdida al cuadrado), acompañada de su prima de goce (comentario: ¿cómo se puede uno reencontrar con un objeto perdido si no es perdiéndolo en el momento en que se encuentra con él?).

 En una paradoja cruel, pero humana demasiado humana, la conditio sine qua non para que el sujeto humano pueda acceder al objeto perdido (@), al objeto del deseo, es profundamente inhumana: la pérdida de la condición de falo imaginario: el -φ como objeto de la castración (la necesidad de que el objeto de la necesidad sea nombrado).

¿Objeto profundamente perdido?... ¿No hay esperanza? ¿No nos arrastrará esto al desistimiento, a un abandono radical, a la melancolía?... No necesariamente. Sobre todo si no se le da a la pérdida un sentido romántico, fatalmente desesperado: el desengaño del amor o el sinsentido de la vida.

 La pérdida no hace referencia a vida, sino a ek-sistencia; a una operación de lenguaje, de corte significante, castrativa, cuyo efecto es la pérdida por parte del cuerpo del objeto perdido, del @ minúscula. Pérdida, aquí, tiene dos acepciones: aquello que adjetiva al objeto del deseo como objeto perdido, en falta; y, aquello que describe el efecto de la operación de corte significante sobre el cuerpo: la pérdida del objeto perdido, del objeto de goce.    

 La pérdida del objeto de goce (lo real que resiste al significante), al instituir la falta, sostiene el deseo. Hay dos modalidades de la falta: la falta simbólica, castrativa, de derecho, que afecta al falo imaginario (el -φ), que es reductible, rellenable por cualquier 1 (el 0 simbólico que se cuenta 1). Y, la falta real, irreductible, irrellenable, efecto de la caída del objeto @ del cuerpo, como resto o desecho de goce irrecuperable, irremisiblemente perdido (el 0 real que se cuenta 0).   

 Cualquier ex-sistencia se sostiene en el deseo. Por eso, la función eminentemente del objeto @, en su condición de objeto perdido, de objeto del fantasma fundamental, es la de ser causa del deseo. El @ está presente, aunque velado, en todo acto de deseo en el que se pone en juego el goce sexual. Por una parte, está antes del acto de deseo, en una relación de anterioridad lógica, en función de causa de lo que acontecerá después. Lo más curioso es que también está al final, en una posterioridad lógica, al haber caído del acto sexual como resto de goce, desecho lógico, auténtica litter, (las sábanas manchadas, el preservativo en la papelera, la colilla apagada en el cenicero… todo eso a lo que no se presta ninguna atención, cuyo destino es el olvido).

 ¿Cómo encontrarse con el objeto perdido? Paradójicamente, inimaginablemente, no encontrándose con él, fallándolo repetidamente, en un encuentro fallido con lo real (absolutamente contingente). Aunque no se sepa, lo que se busca en el goce buscado es el objeto perdido; que no es el objeto que no está, sino que es el objeto que está como perdido, como imposible, como real. Lo real es lo que, sin dejar de estar ahí, de ser-ahí (Dasein), se escabulle en la repetición, siendo lo que arruina una y otra vez la esperada identidad de percepción (el proceso primario) En la diferencia entre el goce buscado y el obtenido se obtiene lo que se buscaba: el objeto perdido, en su valor de ágalma, de @. Este es el real que nos interesa, el que no se entrega, nos pone en aprietos, en dificultades, el cual, al atravesarse, nos divide.

 Decíamos en voz queda, procurando no molestar a nadie, que el fracaso es esencial al acto sexual. Incluso estamos dispuestos a afirmar -¡y si es necesario firmar!-, aunque algunos, notodos, nos tachen de pesimistas, o de derrotistas, que no hay acto sexual sin fracaso (subrayando la ambigüedad del no… sin). Traducción: no hay acto sexual que no genere un resto de goce; sobre todo, los más logrados. Retraducción: no hay acto sexual que no produzca un poso de insatisfacción; sobre todo, los más satisfactorios (¿?).  

 Para algunos, la inmensa mayoría, el fracaso es simplemente una puerta que se cierra, casi un portazo, que toma la forma sonora, retumbante, del juego de la ruleta: ¡No va más! Ya se acabó el tiempo de las apuestas. O, lo que es equivalente, ya no se puede esperar más del goce esperado, del goce fálico, en su plenitud de promesa de éxito, triunfo, logro, hazaña (la conquista de la cumbre de un siete mil); ya no hay más leña que la que arde; ya no hay más lana que esquilar; ya no hay más leche que ordeñar; ya no hay más nada que rascar en el bolsillo (más vacío que el vacío).

 Se puede aplicar perfectamente aquí ese refrán tantas veces repetido (de hecho es el paradigma de la repetición) de que Tantas veces va el cántaro a la fuente que al fin se rompe. Lo que no se dice es que en este cántaro que va a la fuente hay un camino de ida y otro de vuelta. Y que el cántaro de la ida es distinto que el de la vuelta. El de la ida está vacío; el de la vuelta está lleno de agua, o, por un accidente desgraciado, hecho añicos. Por lo tanto, existe la posibilidad de que uno vuelva a casa con las manos vacías, sin cántaro y sin agua. Como se expresa popularmente: Trasquilado y sin lana. Además, a la vuelta, el dueño del cántaro, el que te lo prestó, te va a pedir cuentas, quejándose de que, ahora, lo que se le devuelve es un cántaro agujereado, no el intacto e íntegro del principio. ¡Qué desgracia, no saber apreciar el valor de un cántaro agujereado! Ya sabemos cuál es la respuesta del agujereador de cántaros. Es una especie de falacia o de sofisma lógico que interpreta el “o” de la disyunción como si fuese el “y” de la conjunción: En primer lugar, yo no le he pedido a usted prestado ningún cántaro; además, cuando me lo prestó ya estaba agujereado; por si fuera poco, yo se lo he devuelto intacto. Esto no es más que un ejemplo sublime de la astucia sin igual del significante. Aunque sabemos que, ¡quítame allá esas pajas!, esto de un cántaro que se agujerea por llevarlo tanto a la fuente es lo que sucede en el acto sexual, con la salvedad de que en vez de cántaro lo denominamos falo. ¿Por qué se agujerea el falo por llevarlo repetidamente a la fuente del deseo? Aquí se produce una especie de encrucijada si le preguntamos sobre ese agujero fálico al hombre o a la mujer. 

 


 El hombre solo se fija en el agujero por el que escapa el agua, pensando que podría no haberse escapado si el cántaro-falo no estuviese agujereado. El cántaro, hasta que se agujerea, es lo que llamamos el goce fálico. La mujer, no se pone tan triste; no se preocupa tanto por el agujero, por el roto, aunque estéticamente no sea muy presentable. Lo que le importa es que, gracias al agujero, que ella percibe como una oportunidad, como una ventana, puede divisar algo que no es solo goce fálico, goce agujereado. Asomando las narices por el agujero, una o uno, puede advenir a otro goce, notodo fálico, que es el goce así llamado femenino. A través del agujero del falo, una mujer accede al cuerpo del goce. Al agujero fálico lo denominamos la castración. Se puede gozar de la castración y de lo que está más allá de la castración. 

 El hombre está muy preocupado por salvaguardar la integridad del falo imaginario. A pesar de ello, cada vez que va el cántaro-fálico a la fuente, vuelve agujereado; en ocasiones, hecho añicos. Este es el cuento de la lechera, que nunca hace bien las cuentas. Siempre hay un cántaro de menos, que falta. El problema es cuando el cántaro lo lleva a la fuente el lechero, que, como dicen las mujeres, suele ser muy poco cuidadosos, hasta un poco brutos. Me refiero a los hombres.

 El chiste de Freud tiene toda la razón del mundo. En el campo de la sexualidad o no hay, o, lo que hay, está agujereado. Al lechero, o nunca le prestaron el cántaro, o, si se lo prestaron, lo hicieron con un agujero, y, si no fue así, él se encargó de agujerearlo.  

 Muchas veces, sobre todo al principio del acto, es el hombre el que lleva el cántaro a la fuente. El hombre es el lechero, y, la mujer, la fuente. De todas formas, esto no es lo habitual, me refiero a que el hombre cargue con el cántaro hasta la fuente (los hombres están muy ocupado arreglando el mundo a cantazos). El varón, con su visión binocular, plana, solo se fija en la cubierta del cántaro, en su armadura, a la que imagina irrompible, sólida,  firme como una roca, permaneciendo totalmente ciego (lo que no es el caso de la mujer), a lo que envuelve, a lo envuelto, aquello que no se ve a simple vista, que hay que mirar dos veces, demorarse, que no es más que su vacío, el agua que calma la sed del deseo. El deseo solo se satisface cuando está en falta; la necesidad, en cambio, cuando está llena, ahíta.

 Por eso, la función esencial del deseo del analista en un análisis, en la operación de la transferencia, es preservar la falta, única posibilidad de acceso al deseo.

 Para el psicoanálisis, el fracaso, sobre todo si es real, no es en absoluto una tragedia; todo lo contrario, es una puerta que se abre. Nos permite encaminar nuestros pasos, siempre vacilantes, hacia el Che Vuoi. Es una puerta de doble hoja, que, al tiempo que se cierra sobre el goce fálico (que ahora tiene que esperar en la antesala), se abre al otro goce (que muchos dan en llamar femenino por lo de otro, al no ser como el de todos), que ahora preside el salón principal. Ya lo dijo El Cristo: Los últimos serán los primeros. De estos pequeños es el Reino de los Cielos.

 El goce fálico se rebela frente a lo pequeño. Su aspiración es gozar a lo grande, como los nuevos ricos, tirar la casa por la ventana. Pretende lo descomunal, mayúsculo, superlativo. Lo que pasa es que en ese esfuerzo de ascensión a los cielos le sobreviene el mal de altura, se queda sin combustible. Todo lo que sube baja. En ese momento de éxtasis, cae en picado, pasando, en un instante -el del orgasmo-, del cielo a la tierra. Cuando uno ha logrado empinarse a la altura de sus hombros, por mucho que salte y salte ya no podrá elevarse más. Se ha encontrado con su límite, el del placer. En ese momento, la alternativa es: o se deja caer, o permanece donde está, utilizando ese lugar precario, sus propios hombros, como un observatorio privilegiado para poder otear el horizonte de ese otro goce por venir.

 Se suele hablar de la fortaleza del falo. Una fortaleza, si es digna de tal nombre, debe ser infranqueable (por lo menos para los de afuera). En el caso de los sujetos humanos, la fortaleza, la defensa fortificada, está dirigida no tanto contra los de adentro, sino contra lo-de-adentro, contra aquello que habita de forma entrañable en nuestras entrañas (lo que hay que desentrañar en un análisis).

 El falo, como fortaleza, se erige, bien enhiesta, contra la castración. Ya se sabe que la castración, más allá de su condición imaginaria de amenaza de mutilación, es la castración en el Otro (la castración en la Madre). Si a la madre le falta algo, siendo la prueba incontrovertible de esto su deseo, es que yo no la completo (la satisfago como hijo, pero no como hombre).  Aquí, la amenaza, es la pérdida de amor, el no ser todo para el Otro. Esto es también la salvación de nuestra condición de sujeto, de deseante.  

 Se trata de todo aquello que nos priva del amor de la madre, que nos deja sin su amparo, que nos separa de ella, de ese Ser que es todo para cada uno de nosotros. Que la madre esté causada en su deseo por un objeto (por ejemplo, el padre) que no soy yo (moi), comporta la castración. La condición de la castración, de la falta que me separa del Otro, es el deseo del Otro (el objeto @).

 El deseo de castración (maduro) y la castración del deseo (inmaduro) pugnan en la fortaleza fálica para ver quién se lleva el gato al agua.

 Pues bien, en la fortaleza fálica, el yo (moi) se hace (el) fuerte ante los asedios de un deseo eminentemente contingente, causado por el objeto @, capaz de sorprendernos ahora sí… ahora no…; una vez sí… dos veces no…; un día sí y el otro tampoco…; a la chita callando…; a tientas y a ciegas…; con el pie cambiado…; porque, cuando menos se lo espera, salta la liebre en el lugar del Otro.

 Lo que pasa es que esa fortaleza fálica de fortaleza solo tiene el nombre, la fama. Unos tienen la fama y otros cardan la lana. El varón tiene la fama y la mujer carda la lana (saca el pelo a la lana con la carda). Hay una vertiente del sexo, del orden de la prestancia, en la que la fama lo es todo, sobre todo la buena. Es esa donde domina la mascarada, masculina o femenina, que, osadamente, prestigiosamente, se reviste con las galas, prestigios y oropeles, de la emulación fálica, la cual, en el reino de la apariencia, de los visages, allí donde todo parece posible (hasta la eficacia de los crecepelos), es capaz de prometer lo que nadie puede prometer porque es imposible: el Ser: -Por casualidad, ¿no vieron pasar por aquí a alguien que dice llamarse la muerte? -¿Esa que vive en la Rue del Percebe, esquina a la avenida de la falta-en-ser?- La misma que viste y calza-.

 Para Freud, la castración, yo creo que abordada como la castración en la Madre (el Otro primordial) es considerado como la roca, el tope, el límite infranqueable del final del análisis. Algo así como: Si la propia Madre está castrada nadie está a salvo de la castración. Este horror frente a la feminidad, la Cabeza de Medusa, vivido como una mutilación insoportable, una insuficiencia irreparable, en su peso imaginario hace olvidar el vínculo de deseo, edípico, entre el padre y la madre, entre uno que tiene y otro que no tiene. Si la Madre está castrada (por otra parte, esta es la condición para que haya una relación sexual, de goce, entre el padre y la madre), ninguno se puede librar de la amenaza, del mismo mal, de la in-vidia de ver y comparar lo que me falta y debería poseer, frente a lo que el semejante posee injustamente.

 El fin del análisis freudiano choca con la castración imaginaria, con la conformación de un cuerpo libidinal que, en su parcialidad, rebate, cuestiona, hace objeción, a la integridad del ser, no cerrando la puerta completamente a la posibilidad de ser-el-falo-imaginario-del-Otro. Lo que debería comportar un duelo terminable, debido a la imposibilidad de sustituir metafóricamente al objeto perdido, se convierte en una reivindicación interminable.

 De hecho, aunque no de derecho, lo que actúa de tranca para que la puerta del fin del análisis quede bien cerrada es el falo. Si la castración es la cerradura que podría abrir la puerta del análisis a la pregunta por el deseo, el falo es una especie de llave, rígida y oxidada, inamovible, que se ha encajado en la cerradura, que, al no dar vueltas ni hacia la derecha ni hacia la izquierda, la bloquea, impidiendo operar con la abertura del deseo (ya sabemos que lo que abre-cierra no es más que el significante, la falta). La llave del falo y la cerradura de la castración, como inercias neuróticas, resistencias imaginarias, son absolutamente solidarias entre sí.

 Es evidente que estamos hablando del tope, del final del análisis freudiano, de la roca muerta de la castración, ahí donde el sujeto se golpea la frente, o sus partes, con un límite aparentemente infranqueable, con un muro imposible de rebasar, contra el que chocan las mareas libidinales, las olas del deseo.

El truco está en transformar el muro de contención en un muro de carga, en una especie de arco de bóveda

 


                                                            

 Lacan plantea que las mareas libidinales, cuando son vivas, sí que pueden saltar por encima de la escollera del puerto de la castración. La cucaña del falo, untada con grasa, tan resbalosa y deslizante, ya no nos sirve. Cuando hemos trepado hasta la punta, alcanzado la cumbre, nos venimos abajo (en ese momento el falo se desinfla, ya no hay más tela que cortar, por mucho que intente elevarse saltando por encima de sus hombros, ha quedado fuera de combate).

 Se necesita un trampolín especial para dar el salto decisivo. En mi opinión, ese trampolín, que nos permite impulsarnos hacia la vertical, rebasando lo limitado de nuestra chatura, de nuestra pequeñez -el falo, por muy grande que sea, en las cuestiones del deseo siempre se comporta como un pezqueñín, nunca da la talla mínima-, es la Función Paterna.

 La castración en la Madre es condición necesaria pero no suficiente para abordar el asunto crucial del deseo. Es imprescindible para que no actúe como un tope, como un punto de fijación neurótico, que sea redoblada por la castración Paterna, por el deseo del Padre.

 En un análisis, la castración materna, traducida subjetivamente como un daño a la madre, instala al analizante en conformidad con lo más patético del ideal, velando la presencia angustiante del objeto @, en su condición radical de objeto de la pulsión. El sujeto del tiempo queda detenido, en un callejón sin salida, regresivo, en lo que pudo haber sido y no llegó a ser de satisfactorio y maravilloso para el Otro materno. En todos estos avatares la función paterna siempre queda degradada como un ruido perturbador, disonante, mera interferencia en la comunicación madre-hijo, que deberá ser silenciado, limpiado, borrado, como un sonido parásito.     

 Ningún análisis en cuyo final no se haya dado el salto decisivo de la demanda al deseo podrá garantizar que el sujeto deje de pelearse con esa sustituta o sustituto de esa Madre, patéticamente dañada, para la que nunca fuimos lo suficientemente calmantes para aliviar su dolor. Ya se sabe que el goce, a diferencia del placer, es fuente de dolor. Ser amable para el Otro está muy bien, es hasta aconsejable, con la condición de que haya quedado totalmente rechazado ese goce que nos rebana las entrañas.  

 Otra posibilidad, todavía peor, en un análisis que no ha llegado a término, que ha quedado en estado de aborto, es una pelea eterna, esta vez no con la sustituta (la parienta) o el sustituto (el jefe) de la madre dañada, perenemente sufriente y quejumbrosa, sino con aquel o aquella que ha reemplazado, en el cuadrilátero de la agresividad, allí donde el yo despliega todas sus fintas y astucias, a ese objeto que encarnó el deseo materno, al cual, desde nuestra soberbia autosuficiente, le juramos odio eterno por despojarnos de ese amor que solo a nosotros correspondía.

 Este es el perfecto caldo de cultivo en el que crecerán y se reproducirán impotencias y frigideces varias. Siempre, el argumento es el mismo: Nuestros papis no nos dieron lo suficiente, por endeble, frágil, o capitidisminuído. Esta es la roca muerta, paradigma de la insuficiencia del falo frente al goce, vivida como amenaza por el varoncito, como envidia por la chiquilla.

 Lacan dice que este no es el final de la historia analítica, que hay un final del final, un fin del fin, el que tiene que ver con el abordaje del deseo a través de la construcción del fantasma fundamental (cuyo secreto es el objeto @).

El tema es poder dar un salto decisivo que supere el daño en la Madre, transformándolo, gracias a la intervención de la ley paterna, del deseo del Padre, en castración. Lo otro, lo que no pasa por la ley, por el acto de recibir la castración salvadora del padre, siempre es traducido como insuficiencia, déficit personal, no ser lo suficientemente bueno como falo, tomando como comparación el Yo ideal (regulado, en el registro simbólico, por el Ideal del yo, por la mirada amable del Otro).

 Esta penuria fálica se reviste en el hombre bajo el fantasma de la amenaza de castración, y, en la mujer, con el ropaje, de lo menos apañadito, de la envidia del pene (como si el pene fuese las llaves del Paraíso, siendo como es un adminículo bastante engorroso de manejar).