El esquema óptico de Lacan; un florero muy floreado
Si nos detenemos en el esquema óptico de Lacan, tomándolo como exponente de la estructura del sujeto, se pueden discernir varios hechos significativos.
Las flores-reales, que representan los objetos @ de la pulsión, se localizan en el cuello del florero que encarna la imagen real del cuerpo (ubicada en el espacio real) —el i(a)—. El estatuto de esas flores, en su condición de objeto, corresponde a la ditmensión de lo real. En cambio, el i (a) es un objeto imaginario que se percibe como real en el campo de la realidad. El cuello del florero, cuya función es de borde, como cualquier agujero se adscribe a la ditmensión de lo simbólico.
Las flores-@, al ser no-especularizables, han desaparecido de la imagen especular del cuerpo, del petit autre-imaginario, el yo ideal, el i´(a); solo están contenidas por la imagen real del florero.
El cuello del florero-i´(a), y lo que deja escapar, según afirma Lacan, comparándolo con la detumescencia del falo en el momento del orgasmo, sería la viva imagen del corte que afecta a este objeto imaginario en el clímax del coito: −φ (el objeto de la castración).
Todo corte significante sobre la superficie topológica del cuerpo traza el borde de un agujero. El cuello del florero-i´(a), en su función de borde, circunscribe un blanco, una ausencia en la imagen especular (la castración imaginaria).
Un objeto solo puede faltar a su lugar por dos razones: por una falta de derecho, debida a que el lugar que ocupa ha sido simbolizado (falta simbólica); a causa de una falta real, por carecer del objeto significante que pueda significarlo en el lugar del Otro, lo que provocará su caída del corpus simbólico (el resto de goce)
El agujero de la castración está figurado por el cuello del florero-i´(a): −φ. La phi minúscula, negativizada, es una falta simbólica, que afecta al símbolo del falo imaginario (φ), escrito bajo los auspicios de La premisa universal del falo: Todos los seres vivos tienen falo.
Esta premisa, que supone la no-castración universal, se sustenta en una excepción que suele ser objeto de una renegación: la de la mujer, que carece del órgano fálico por haber sido castrada imaginariamente (aunque no dejará nunca de estar referida a la falta fálica como buena hablante).
Las mujeres, como seres parlantes que son, les falta el falo porque deberían tenerlo (falta de derecho): φ-------------->>−φ
Solo algo que ha sido simbolizado, como el falo imaginario, puede faltar a su lugar, hacer mutis por el foro, evaporarse (como los efluvios mágicos de las promesas de la coyunda sexual).
El varón polisexual, donjuanesco, no está muy seguro del símbolo de su falo. Por eso necesita que muchas mujeres le confirmen que su símbolo (como todo significante en potencia) no se ha negativizado. El problema inevitable es que la caída del falo en el momento del orgasmo es casi la expresión matemática de la inevitable sustracción de su amado órgano (al que está identificado en su ser). Este pequeño derrumbe de su erecta torre no es vivido como falta (lo que abriría las puertas al deseo), sino como insuficiencia, minusvalía, castración imaginaria (de ahí la tristeza que le embarga al susodicho después de una cópula sentida como fracasada). Esta tristeza poscoital es el signo inconfundible de la impotencia.
¿No se trata en todo encuentro sexual de hacer el pasaje de la impotencia a la entrada a la imposibilidad a la salida?
Si las mujeres no lo tienen, aunque al principio lo pudieran tener (es una posibilidad), puede ser que lo hayan perdido por el camino, o que un ser con instintos sádicos las haya castrado de su órgano fálico (¿Por qué solo a las mujeres? ¿O es que antes de la castración solo había hombres?). Con el artificio de la castración se preserva la premisa universal de la marca fálica (Todos lo tienen aunque algunas han dejado de tenerlo). La que se salva de ese destino supuestamente infausto que afecta a la completud corporal es La Madre-fálica. Las mujeres, por su carencia fálica, no son seres de otro orden —¡o de otro goce!— sino la excepción que, al confirmar la regla, clausura el universo fálico.
La castración es la falta simbólica (−φ) de un objeto imaginario, el falo, instituido como símbolo por la premisa universal del falo.
Al falo lo formalizamos con el símbolo de la letra phi minúscula, la inicial del nombre falo en la lengua griega (φαλλός): φ.
La falta fálica no consiste más que en la negativización de este símbolo universal, con lo cual deja de ser universal, pasando a formar parte de la singularidad del deseo: −φ.
La premisa universal del falo, para que se pueda considerar de verdad universal, debe ser leída como la premisa universal de la falta; su lógica negativista se sostiene en que el falo es un significante, el del deseo; por este motivo se escribe con un signo negativo.
La premisa universal de la falta simbólica remite a la sujeción del ser parlante al orden del lenguaje. Nominar un objeto es ganarlo para el significante y perderlo como cosa.
El agujero de la castración, que se sostiene en su símbolo, el −φ minúscula, es la sede de la angustia (angustia de castración).
La castración es una operación de negativización que recae sobre el símbolo del falo imaginario. Al tratarse de una operación de estructura (El Edipo) implica la intervención desde un lugar tercero del deseo del padre real causado por la madre, y a la inversa. El hijo, gracias al deseo que circula entre los padres, queda desalojado de su posición de ser el objeto que le falta a la madre. El deseo paterno, no su figura, es lo que actúa como agente de la distancia simbólica que separa y vincula a la madre y al hijo.
El espejo del Otro separa la imagen real del cuerpo, el i(a) —imaginario-real—, de la imagen del otro (yo-ideal), el i´(a) —imaginario-simbólico—.
El agujero castrativo, el −φ, en su estatuto significante, afecta al i´(a), a la imagen ideal del otro, quebrando, fracturando, su completud.
En el esquema óptico de Lacan, perteneciente a la física recreativa, la de los magos, el cuello del florero-i´(a) funciona como el borde de un agujero vacío, sin flores-reales. Esta ausencia significa que ahí donde se ha constituido el símbolo de la castración (−φ) en el lugar del Otro no hay ningún objeto simbólico (privación) que pueda representar lo real de esas flores.
Las flores-@, aún contenidas por la imagen real del cuerpo—i (a)—, debido a su ditmensión real carecen de imagen especular en el espejo del Otro. Esto las diferencia radicalmente de la serie de los objetos narcisistas —i´(a)— con los que el yo (moi) se identifica.
Esta separación de las aguas nos permite distinguir dos tipos distintos de libido: la que inviste al yo, que se intercambia entre la imagen ideal del cuerpo y sus objetos narcisistas, y la que catectiza al objeto @, que, por carecer de cualquier moneda de cambio significante, siempre cae como un resto irreductible en cualquier relación imaginaria, dual, a-a´.
El espacio virtual del espejo plano del Otro nos introduce en la ditmensión imaginaria del cuerpo, del i´(a) y sus objetos narcisistas; también lo hace en la ditmensión simbólica del agujero de la castración: la falta simbólica que afecta al falo imaginario: −φ.
El i´(a) es imaginario y el −φ es simbólico (este símbolo lo escribimos sobre el cuello del florero imaginario, como una inscripción que procede de otra escena).
El agujero simbólico, la castración, la falta fálica, es reducible, en el sentido de que, en el interior del florero imaginario, del i´(a), rodeado por su cuello, se puede introducir una pluma de avestruz o unas bellas amapolas, las cuales, por su valor fálico positivo (+φ), taponarán el hueco abierto por el corte castrativo (−φ): Dime con qué ocluyes el hueco de tu ser y te diré lo que eres. Háblame del agujero de tu existencia y te diré quién eres.
Más acá del espejo plano del Otro, ahí donde opera el espejo esférico, nos situamos en la ditmensión de la imagen real del cuerpo, i (a), con su correspondiente agujero, al cual, para rendirle los honores debidos, hay que adjudicarle también su estatuto simbólico. Lo que sucede, y no es moco de pavo, es que su función no es del orden de la castración sino de la privación (falta real).
Aquí, en relación con la falta real, el corte no afecta a un objeto imaginario, el falo, sino a un objeto simbólico, a un significante, aquel que nombraría lo real del goce.
La pérdida del objeto simbólico, del significante del goce, es la causa de la falta real, de la privación.
Las flores-@, en su condición de falta real, están situadas en el interior del cuello del florero-i (a), del agujero de la privación. Su posición en relación con el agujero solo indica su separación irreducible del cuerpo. Esto es lo que pone de manifiesto el primer tiempo del esquema óptico: el ramillete de flores, desparramado, caído en el suelo, desprovisto de cualquier cuerpo —real o imaginario; i (a) o i´(a)— que lo pueda contener, acoger (el despedazamiento corporal).
El agujero de la privación afecta electivamente a la imagen real del florero-i (a), que se constituye como la falta real de un objeto simbólico (el significante del goce). Lo que es esencial captar es que, a diferencia del agujero de la castración, del −φ, ahí, sobre ese agujero, no hay ninguna inscripción significante. Este dato nos permite asociar la presencia de las flores-@ con la ausencia de un símbolo, de una marca significante.
En resumen: el i (a) es la imagen real del cuerpo reflejada en un espejo esférico (la corteza cerebral); el agujero de la privación está representado por el cuello del florero-i (a); en ese agujero se disponen las flores-@; las flores-reales son el objeto de la privación simbólica que están separadas del cuerpo porque les falta el significante que las signifique (falta real).
El agujero de la privación, la falta real, es irreducible, imposible de cegar, porque nunca se inscribió ni se podrá inscribir sobre ella la marca de un significante.
El objeto @, resto de goce que ha caído del cuerpo, es el testimonio, el memorial, el monumento, que conmemora la ausencia inmemorial, jamás dicha, ilegible, irrepetible, del objeto simbólico (la represión primaria).
Así como en el agujero de la castración es posible introducir algún objeto fetiche que tapone la falta, esto mismo, en el agujero de la privación, es imposible, al tratarse de una falta real.
El sueño del coche perdido y nunca más encontrado es asunto de un objeto inhallable, profundamente perdido: el objeto @ del goce, a-tópicamente real, que carece del nombre que lo nombre.
El mapa simbólico donde están escritas las marcas significantes del objeto real del goce está desgarrado justo en el punto que señala su lugar. Su lugar es un no-lugar; un agujero en el lugar; es el agujero del símbolo.
No nos molestemos en buscarlo, solo es posible reencontrarnos con él en un encuentro siempre fallido con lo real. El signo del hallazgo de lo real es el fracaso, el yerro, el malentendido (ese que trata de eliminar de una rara comunicación polívoca la filosofía del lenguaje normalizante).
En el código del lenguaje, en el stock de herramientas significantes, justo falta la del sexo, la de la relación sexual. Lo que predomina en el encuentro de los sexos es el malentendido a nivel de los goces. El hombre quiere gozar de un pedazo del cuerpo de la mujer, de un @. La mujer, desde la lógica del notodo, atravesando el incesante parloteo del falo, su goce parlanchín, desea escuchar otras voces que hagan vibrar su cuerpo con un ritmo nuevo, con notas inauditas, disonantes, en escalas no armónicas, registros imposibles, silencios audibles, resonancias calladas.
En el i (a), a nivel de la imago real del cuerpo, en el cuello del florero, en vez de una ausencia hay una presencia, en vez del −φ (la falta simbólica), están las flores-reales, el objeto @ (la falta real). Lo que hay que señalar como esencial es que el significante fálico, debido al signo negativo que porta (−φ), es capaz de separar del cuerpo el falo imaginario que previamente ha sido simbolizado con la letra phi minúscula (φ). El falo imaginario es una creación simbólica ex-nihilo (desde la presencia-ausencia de la madre).
Desde el campo de lo real es evidente que el objeto @ no está marcado con ningún signo negativo, con ningún significante; no es un objeto simbólico, sino real. Para que el @ pueda desprenderse, caer del cuerpo simbólico, es conditio sine qua non la falta de un significante, de un objeto simbólico que lo represente, que lo signifique en el lugar del Otro.
Si nos detenemos en el esquema óptico, con sus floreros floreados y marchitos, lo decisivo a captar es esto: donde está el objeto significante, el −φ, inscrito sobre el agujero de la castración, no hay flores-@; el cuello del florero-i´(a) está vacío. Al contrario, allí donde falta la escritura significante, donde no es del negociado de la falta simbólica sino real (la pérdida irreductible del objeto simbólico), en el cuello del florero-i (a), tenemos la certeza de que las flores-reales están vivitas y coleando, bien presentes, expandiendo los efluvios más olorosos del goce (a veces pestíferos). Ya se sabe que las flores virtuales, tan lindas y bellas, son inodoras (nunca serán expulsadas a causa de su mal olor por el inodoro).
Por muchas toneladas de arena de saber que echemos en ese pequeño florero-i(a), su boca, su orificio terminal, permanecerá siempre abierto. Parece cosa de magia. Aunque aquí no hay truco que valga. El que gana de mano gracias a su falta es el significante.
Las flores-reales (esto es una redundancia porque en el esquema óptico no hay más real que el de las flores), los objetos @, al no ser cortejados por ningún objeto simbólico que valga, al no tener un solo pretendiente significante, viven en una soltería eterna, en la soledad de lo real, sufriendo una pérdida irreparable, sin esperanza ni consuelo. Es de ellas, de las flores del luto, no del falo, de donde viene esa tristeza enigmática que surge después del coito (que muchas veces es disimulada con una risa sin sentido). Ellas, las flores (en femenino: las mujeres), son el homenaje a lo perecedero, lo finito, el notodo, el corte mortal de la existencia (que nos preserva de lo mortífero). Los jaramagos lorquianos, que ocupan el cuello del florero, son el testimonio, la prueba incontrovertible, la garantía absoluta de que el agujero de la privación no se cerrará nunca ni se reducirá a un punto, preservando de esta forma el lugar de esa falta irreducible —real— que actúa como arco de bóveda, muro de carga, viga maestra, sobre la que se sostiene el deseo.
Este pilar decisivo, basamento del deseo, se formaliza así: S (A): la tachadura del Otro frente a la prueba de lo real: el Otro (A), perplejo, atónito, patético, pone cara de circunstancias, de qué no sabe nada, que no tiene ni la más puñetera idea, que le han herido en el corazón de su ignorancia, que el traje del saber es incapaz de cubrir sus vergüenzas (Él no sabía que estaba muerto).
Uno puede intentar cementar el agujero de la privación con toneladas de saber. Por definición, si logra ocluir el agujero, ese no es el de la privación, el que se sostiene en la falta real, en la caída del objeto @, causada por la pérdida del objeto simbólico. No hay suficiente cemento sabelotodo en el mundo para reparar la grieta del sujeto.
Uno se va a la cama por el resto, y, aunque en el acto, dé el resto, al final quedará para los restos; de resto a resto y tiro porque me toca.
En ese intento desesperado de hacerse y deshacerse del resto, siempre fracasado, restará el objeto @, el resto de la operación de división subjetiva, ese desecho de goce que hiende, agujerea, tanto al sujeto (S) como al Otro (A).
Las flores-@, rodeadas por el cuello del florero real —i (a)—, no solo no ciegan el agujero de la privación, sino que, utilizando una metáfora anatómica, son como el ojo enucleado de su cuenca. Lo que queda después de esta operación quirúrgica, de corte, es, por un lado, el órgano ocular separado de su locus, el desecho edipiano de goce, imposible de reintegrar a su posición anatómica, al que simbolizamos con la letra @: el objeto mirada, causa del deseo al Otro, alrededor del cual hace su tour la pulsión escópica (mirar-mirarse-hacerse mirada).
La cuenca vacía del ojo es el lugar de la mirada. Desde donde no nos vemos, incapaces de captarnos como reflejo en el otro, somos mirados, somos gozados. El mundo nos mira.
El borde palpebral delimita el hueco de la pulsión escópica. Sin saberlo, el placer de la vista (preliminar del acto sexual) apunta a un goce ignorado por él mismo; no es otro que el goce de la mirada que, como la angustia, no es sin objeto, pero que carece de toda representación a nivel de la imagen del otro, del i´(a).
Los ojos de Edipo, arrancados de su órbita, caídos en el suelo, ensangrentados, corresponden al objeto @, a la falta real. No hay que llegar a esos extremos de crudeza, simplemente si faltase el significante ojo uno quedaría privado del ojo como objeto real, como realidad de goce.
La pregunta clave es si se puede ir en un análisis más allá de la angustia de la castración, del −φ, de la amenaza de castración y la envidia del pene (final de análisis freudiano). La respuesta es que sí, con una sola condición, que el sujeto, a pachas con su analista, estén dispuestos a dar el doble salto mortal que los llevará de la castración fálica a la privación del objeto @, de la falta simbólica a la real.
Ya sabemos que el @ es real, y, si se separa del cuerpo, es porque está cortado de un objeto simbólico. Carece de un significante (en el sentido de que ni lo tiene ni nunca lo ha tenido) que lo represente en el lugar del Otro. En el lugar del código de los significantes, ahí donde falta ese significante, el del goce-@, no se puede decir que no haya nada, en todo caso hay-nada, un agujero. La privación del significante, en su estatuto de falta real, provoca la caída del cuerpo como desecho de un resto de goce cuya función en el fantasma fundamental es la de ser causa del deseo del Otro.
Esta falta real de un objeto simbólico en el cuerpo del Otro se formaliza, se mathematiza, con el símbolo S (A). Observando el grafo del sujeto se capta que este símbolo pinacular, cumbre, abre a la pregunta por el deseo del Otro, al Che Vuoi, en el momento de la angustia (que no es lo mismo que la ansiedad).
El @ no es el objeto del deseo del Otro, es el objeto causa del deseo del Otro. Por lo tanto, en el tiempo de la angustia, más allá del límite rebasable de la castración, de la falta subjetiva, es el objeto real que aboca al encuentro con la interrogación del Che Vuoi, que, insistimos, es el @ como enigma, como x. Esta pequeña x, ubicada en el marco constituido por la caída del @, señala el horizonte de la dirección de la cura, el núcleo de la transferencia, el deseo del analista. Es con estos mimbres que hay que tejer el vacío del cesto de un análisis.
El objeto @ es un objeto parcial, en el sentido de parte, pedazo, trozo de goce, cortado del cuerpo, en torno al cual gira la demanda pulsional rodeando al agujero de la privación (localizado en el cuerpo).
La pulsión también es parcial pero por otras razones: porque no representa la tendencia sexual en su totalidad (la reproducción genital), sino a una parte, aquella que tiene que ver con un goce sexual que, por su condición de agujero excavado en el cuerpo, se sustrae a cualquier intento de totalización, de unificación por medio del saber.
El goce de la pulsión parcial tiene tres características: goza de una parte desprendida del cuerpo: el @; es autoerótico: su punto de partida y de llegada está en el propio cuerpo, en la zona erógena; es silencioso —el silencio de las pulsiones—, en el sentido de que escapa al significante, superando el umbral del principio del placer, de la homeostasis.
La sexualidad es inhumana (no animal), debido al efecto que la incidencia del lenguaje tiene sobre el cuerpo, que arrastra al desujeto a un parloteo insensato, a una especie de bla bla bla que parece querer significar algo, pero, que, en realidad, no significa nada, simplemente hablar por hablar, gozando disparatadamente de las palabras, lo que nos aboca fatalmente a una sexualidad patológica, troceada, fragmentada, perversa polimorfa.
El cuerpo del desujeto no es el organismo viviente, bien adaptado y razonable, que busca lo que necesita. Se trata de un cuerpo despojado de cualquier naturalidad a causa del significante, que lo corta en rodajas, dejándolo hecho pedazos, que no hay forma de pegar entre sí.
La marca del goce es el signo paradigmático de su des-naturalización, que lo hace inviable para que reproduzca otra cosa que no sea un un goce enfermo, que atenta contra sus fines, contra su bien, que transgrede un día sí y otro también sus fines más normales.
De todo esto, el goce notodo es ejemplar, paradigmático. No entiende el goce como lo hace el varón, que anhela la menor pérdida de goce, intentando aprovecharlo todo, que no haya restos, sobras, nada sin satisfacer, pretendiendo que se alcance la plenitud de un orgasmo manifiesto, audible, reconocible a plena luz del día. El goce fálico es el de todos y para todos, el del Uno consuetudinario. No es un goce que crea, inventa, sorprende, improvisa, fracturando las convenciones, agujereando las reglas que se imponen a todos los hablantes (el discurso del amo).
El goce femenino espera algo de una palabra nueva, inédita, inaudita. El goce otro es la fiesta, la celebración de los goces múltiples, transgresores, imposibles de prever y planificar. No son goces sin el Otro, sino sin un Otro consistente, en posición de amo, que, como tal, abjura de la castración, que implica la imposibilidad de decirlo todo (dice notodo).
Si el goce masculino es humano, como dios manda, erecto, que camina a dos pasos, un pie primero y otro después, en fila india, a los dictados del amo; lo opuesto es el goce femenino, que es de lo más circense, divertido, acrobático, hecho de volteretas y vuela pies, verbenero, danzarín, con aroma de barraca, hecho de un deje popular, de un acento barriobajero, de conversaciones inacabables, de las mil y una noches, que esperan la muerte a la mañana siguiente, tejiendo el tiempo con dimes y diretes, con dichos de lo más re-dichos, redundantes hasta decir basta, sin pies ni cabeza.
Frente al paso de instrucción del goce fálico (el instructor es el sujeto supuesto saber) que conserva un orden inalterable, guardando los términos, los pasos convenidos (¡un, dos!... ¡un, dos!...), en una marcha que sigue los acordes de la banda militar, la mujer, en su an-arquía, anda sola, o, si es menester, bien acompañada, con un hijo a cuestas, siendo capaz, por su flexibilidad y elasticidad corporal, de caminar a cuatro patas, tres, dos, ¡una! (lo imposible); hasta a la pata coja, según exija la ocasión, las circunstancias, la coyuntura (favorable o desfavorable), las contingencias prevenidamente desprevenidas.
Utilizando la jerga adolescente se puede afirmar que el goce fálico es cojonudo (¡menuda redundancia!), y, el goce femenino, macanudo. Ambas expresiones aluden a un divertimento superlativo. En el acto sexual, si llega alguna vez a buen puerto (¿es posible culminar el acto sexual?), cosa que nunca está en absoluto garantizada, a pesar de todos los favores sapienciales de los sexólogos de cualquier ralea, sabiendo que el mundo está lleno de sexólogos, dando por hecho que todos somos un poco sexólogos de nosotros mismos, en el sentido de que sustentamos la creencia engañosa de que hay un saber sobre el sexo.¡ Fuera los sexólogos! ¡Viva el amor libre!
Los llamados medios nos inundan con un pseudosaber sobre el sexo que no sirve para nada porque lo sexual es lo imposible de saber (no así lo genital). Este saber como-sí es tan abundante y sofocante que se está creando un mundo de hombres impotentes pendientes únicamente del tamaño, y de mujeres frígidas que suspiran orgiásticamente por un orgasmo que nunca llega (probablemente porque no existe).
Un hombre apotente y una mujer anorgásmica hacen una pareja insatisfecha, decepcionada, desequilibrada, porque decidieron apostarlo todo a los señuelos de lo imaginario. Una nueva categoría diagnóstica se vislumbra en el horizonte: la depresión sexual.
El varón se lo pasa cojonudo, y, la mujer, por su parte, macanudo. Son dos modos distintos de saber-hacer con lo imposible del sexo (imposible para el saber). Lo (la) cojonudo (a) trata de eludir la confrontación con lo real del sexo a través de una larga cambiada, de un pase de pecho, de un juego de prestidigitación que implica ¡poner los cojones encima de la mesa! Esto es un golpe de efecto que, por ser la manifestación de un defecto, de una impotencia vergonzante, no impresiona mucho a la mujer. La deja tibia, ni fría ni caliente, por no decir frígida (congelada). Este acto del hombre, que tiene mucho de impresionante o para impresionar, significa, ni más ni menos, que lo es, es decir, que los tiene bien puestos (bien agarrados al cuerpo para que nadie se los quite así como así). Lo cojonudo, por lo que tiene de engaño, de fuegos de artificio, suele acabar en una decepción acojonante, incluso me atrevería a decir que descojonante.
El itinerario del hombre en el acto sexual va de la promesa de una satisfacción cojonuda a una decepción descojonante, acojonante, que se trasluce en tristeza poscoital. Y todo esto sucede porque el varón solo está atento a lo que se muestra bien plantado y asentado encima de la mesa; a lo visible, fálico-imaginario, a tener huevos, mostrando paquete, olvidándose que lo decisivo, la verdad, se juega entre bastidores, en la otra escena, velado, en nuestro caso debajo de la mesa, en forma de pataditas, roces disimulados, contactos furtivos, poniendo en juego el cuerpo, lo invisible a los ojos. Por eso, Edipo, se arrancó lo ojos, para poder gozar como una mujer de lo invisible, de la nada, de un vacío, de lo-que-no-se-tiene, de un órgano hueco (incapaz de dar, solo de recibir).
Se puede decir que la mujer goza de una forma macanuda. También es aceptable la expresión pistonuda. ¿Que significa macanuda? En realidad, nadie lo sabe, no se conoce si es mucho o poco, si es más o menos. Además, es algo no localizado, o que se localiza en un órgano hueco, porque, a diferencia de lo cojonudo que está precisamente localizado en el cuerpo, ahí donde salva sea la parte, o sea, en el órgano plenamente fálico, lo macanudo no tiene un órgano preciso y localizado del que gozar (está abierto a cualquier pellizco o pizca de órgano).
Por consiguiente, por una cuestión de principio o de principios, formal, no formalista, el goce macanudo pone en cuestión el cuerpo como tal, introduciendo la pregunta por un goce que vaya más allá de lo fálico-cojonudo, que no deja de ser cojonudo solo que notodo, por lo que, manteniendo la rima, lo denominaremos goce macanudo o pistonudo.
Macanudo en el Diccionario De La Lengua de La Real Academia Española, significa: adj. coloq. Bueno, magnífico, extraordinario, excelente, en sentido material y moral. Por ejemplo, se dice de tal mujer que es una tía macanuda. Es evidente que esto no nos dice nada sobre el sentido material y moral de esa mujer, que, por no poder ser encapsulada en un conjunto cerrado, en la serie monótona de las mujeres, se dice que es macanuda. Esto, más que una forma de ser, es una forma de no-ser; más que un lugar, es un no-lugar.
Macanuda es un verdadero neologismo, una palabra inventada, porque, en consonancia con su falta de objeto, la realidad de la mujer solo puede ser objeto de una invención poética, ya que escapa a la realidad imaginada del fantasma (la mujer es transfantasmárica y perigozosa).
Sobre lo cojonudo, eso es tan evidente que todo el mundo sabe lo que es. Un tío o una tía cojonudo o cojonuda, de eso no hay dudas, es de comprensión inmediata, en el instante de ver. En cambio, de un tío o una tía macanudos, acompañado de una expresión de júbilo, de eso no se sabe absolutamente nada. Uno supone que la cosa va a ir de rechupete, pero no hay garantías. Uno tiene que probarlo, en el sentido de hacer la prueba, jugársela. Además, a diferencia del significado de cojonudo, lo de macanudo no es obvio. Hay que consultar el diccionario, lo que implica contar con el Otro, consultar tus cuitas y asuntos con el que verdaderamente sabe. Por eso, se puede decir que el goce femenino hace nudo, en el sentido de que, como goce maca-nudo, se anuda con el Otro, con RSI. Si le añadimos una "r" podríamos hablar de un goce que marca-nudo, entendiendo que se trata del nudo borromeo.
No es un goce que marca-paquete, potencias mil, sino que marca-nudo-borromeo, convocando a un deseo; esta es la esencia del goce femenino, que carece de esencia, dado que solo es un nudo de goce que se marca en el cuerpo vez por vez, haciendo historia. El goce cojonudo hace hazañas, con lo cual no inscribe su marca faltante, su deseo singular, en la historia.
¿Qué es el goce femenino, macanudo o macanuda? Es algo que tiene que ver con el movimiento del cuerpo, su ritmo, su música, sus ecos, sus resonancias, tonos (distonías, atonías, sintonías), sonancias (asonancias, disonancias). Por dicho motivo, lo de macanudo (las maracas macanudas de Machín).
Macanudo viene de macana. No nos referimos a su uso como arma, objeto amenazante, porra, maza, o hacha. Hay un arma mucho más eficaz que el tomahawk: la palabra, más aún cuando es mentirosa. Por eso, en el lunfardo rioplatense, macana significa mentira o despropósito que se dice.
El goce femenino tiene que ver con Vamos a contar mentiras tralará, en el mar corren las liebres y en el monte las sardinas... Además de mentiras, lo femenino goza con los despropósitos, disparates, dislates, desatinos, badajadas, necedades, impertinencias (todo con un sentido lúdico).
También, en relación a lo macanudo, quiero hacer referencia a la danza y al ritmo, en concreto a la macumba. La macumba o candomblé es un Ritual o culto fetichista propio de los negros brasileños, que combina elementos del animismo africano, del catolicismo y de la hechicería con danzas, tamborileo y cantos; también, Música popular brasileña basada en este culto. ¿No es esta una buena referencia para el goce femenino u otro?
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