La Clínica psicoanalítica y sus avatares

El esquema óptico de Lacan; un florero muy floreado

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martes, 28 de marzo de 2017

Veinticuatro horas en la vida de Fiódor Dostoievski (IV): La imposibilidad del parricidio


 I) El punto crítico en Dostoievski

 En Dostoievski y el parricidio, Freud trata de descifrar el sentido de los ataques epileptoides del insigne autor.

 El arco de bóveda que sostiene todo el edificio interpretativo freudiano es el Complejo de Edipo; concretamente, el deseo inconsciente de muerte del padre.

 Aquí, en este trabajo, más allá del sentido edípico del síntoma, se abordará su función en relación con la estructura del sujeto.

 Freud, en el análisis que realiza de la biografía y de la personalidad de Dostoievski, señala como un punto especialmente significativo la posición subjetiva que adopta en el momento de la conclusión de su historia.

 En vez de convertirse en un libertador de la humanidad, se somete a la autoridad tanto secular como religiosa: al padrecito-Zar y al Dios cristiano. Al mismo tiempo, en lo político, se adhiere a un nacionalismo ruso de estrechas miras, que exalta a la Madre Patria.

 Previamente, su ideología socialista, revolucionaria, sus ideales de emancipación del pueblo ruso, le valieron una condena de destierro en el matadero de Siberia. El mismo Zar que, de forma tan inmisericorde, le había condenado a muerte, es ahora el objeto de su veneración.

 ¿Cómo se explica esta transformación radical, este auténtico viraje, este cambio de signo, en su vínculo con el Otro? Antes de intentar esbozar un respuesta, es importante indicar que, a esta vuelta de guante existencial, Freud la califica como el punto débil de la rica y compleja personalidad de Dostoievski.




 Para intentar dar cuenta de esta paradójica, y, para Freud, decepcionante, culminación del recorrido vital de Dostoievski, nos podemos apoyar en su relación con la figura paterna. De hecho, el padrecito-Zar, Dios-Padre y la Patria-Rusa, son representantes de la función paterna (pertenecen a la serie paterna).

 Se puede pasar del padre a condición de servirse de él (Lacan dixit). Extraigamos las consecuencias.

 Si Dostoievski se pone al servicio del padre, a sus órdenes, como servidor de la ideología más reaccionaria, es porque ha fracasado en esa operación que le habría permitido servirse del padre como... instrumento significante. Dicho en lenguaje llano: no ha podido usar del (al) padre; no ha podido aprovecharse, en el sentido de obtener un buen provecho de él.  

 ¿Por qué no puede atravesar Dostoievski el espesor de la figura paterna, la densidad de su imagen, para acceder a su función estructural?

 El padrecito-Zar, Dios-Padre y la Patria-Rusa, son tres nombres-del-padre, tres significantes-amo, inscritos en el pedestal que sostiene la escultura del Padre: grandiosa, exaltada, divina, ideal.

 Es la figura inaccesible del Padre Muerto que, para Lacan, satisface la función del Otro en la neurosis obsesiva.

 En cambio, servirse del padre es poder utilizar-lo como útil significante, como función de nominación, con el fin de significar lo real del goce, el Otro sexo, la Otredad del cuerpo.

 La condición que permite servirse del padre, planteada por Freud en Análisis finito e infinito, es el reconocimiento de la deuda -¡simbólica!- contraída con él.

 Este reconocimiento arrastra la carta forzada de la castración, al obligar al sujeto a ocupar una posición femenina ante el Otro, única vía que posibilita la recepción de los dones paternos (el don impagable e implacable de la palabra).

 Esta posición femenina, constituyente, se puede confundir con una entrega masoquista al Otro.

 Freud caracteriza al primer Dostoievski como el gran pecador, entregado al vicio del juego.

 El último Dostoievski es el hombre ético, religioso, respetuoso de la autoridad secular, amante de su patria.

 Los hitos decisivos de su existencia son: la muerte de la madre (a los dieciséis años); el asesinato del padre (a los dieciocho años); su enfermedad epiléptica; su condena a muerte y posterior destierro en Siberia, por sus actividades revolucionarias; su condición de creador literario.

 Freud añade uno más, a su entender capital: su neurosis, que hace que fracasen sus intentos de sublimación.

 Como psicoanalistas estamos más interesados en las faltas (faute) de Dostoievski, en su pecaminosidad, debido a su conexión con el goce pulsional, que en su integridad, en su santidad.

 La condición de gran pecador habría que adscribirla al componente pulsional (trieb), de goce, que hace que el sujeto se arrastre y se pierda por los caminos del mal.

 De una persona que se entrega a un goce desenfrenado se puede decir que es un perdido. ¡Curiosa relación entre el goce y la pérdida! ¿Es la pérdida la condición del goce, o es este último el que condiciona una pérdida?

 La condición de hombre ético de Dostievski habría que adscribirla a las instancias superiores de la psique: censoras, represoras, morales.

 Freud señala que Dostoievski fracasó a la hora de conciliar las exigencias pulsionales con las demandas éticas (esenciales para poder integrarse en la sociedad): o gozó en exceso o reprimió en demasía; o se entregó a un vicio sin límites, desmesurado (hacia el +∞), o redujo el límite de la manifestación de sus afectos y pasiones a una expresión infinitesimal (-∞).

 Lo que sucede es que entre el +∞ pecaminoso y el -∞ ético se desliza el $ en su articulación lógica con el objeto @: $◊a.

 Ética y pecado son dos maneras de referirse, en su contraposición, a la dimensión de lo simbólico, de la palabra -la ley del significante-, y a la de lo real: el goce pulsional.

 Según Freud, ¿cuál es la piedra con la que tropieza el bueno y el malo de Dostoievski una y otra vez? No es otra que el pedernal del goce (el perdereal), imposible de fracturar con el punzón del significante (en su función de instrumento de escritura), que deja ahí, como resto, unas raspaduras. 

 Según Freud, el núcleo del conflicto, irresoluble para Dostoievski, es el siguiente:

 "(...) Tras las más violentas luchas por reconciliar las exigencias pulsionales del individuo con los reclamos de la comunidad humana, aterrizó en sentido retrógrado en el sometimiento a la autoridad así secular como espiritual, en el temor reverencial a los zares y al Dios cristiano, y en un nacionalismo ruso de estrechas miras, estación esta que inteligencias ordinarias habían alcanzado con menor trabajo. Ahí se sitúa el punto débil de esa gran personalidad. Dostoievski falló en ser un maestro y libertador de los seres humanos, se asoció a  sus carceleros; el futuro cultural de los hombres tendrá poco que agradecerle. Probablemente pueda demostrarse que su neurosis lo condenaba a ese fracaso" ( Freud S.; Dostoievski y el parricidio; Obras completas; tomo XXI; Amorrortu Editores; págs 175-176).

 La acusación que Freud dirige a Dostoievski es extremadamente fuerte: se asoció a sus carceleros. El carcelero mayor, que lo condena a muerte y le recluye en Siberia, es el Zar. Detrás de él está el protocarcelero, el padre de Dostoievski, personaje autoritario y arbitrario, que murió asesinado por sus mujiks.

 
Nicolás I: el padrecito-Zar


 El análisis freudiano del caso Dostoievski gira alrededor de la relación con el padre, conflictiva y ambivalente, dentro del marco del Edipo.

 Lo que llama la atención no es tanto la agresividad y el deseo de muerte dirigido al padre, como la ausencia, en esa relación, en un lugar tercero, de la figura de la madre.

 El odioamoramiento hacia el padre, la confrontación imaginaria, la lucha especular, cristaliza en dos posiciones recíprocas, complementarias y reversibles: o sometimiento o rebelión frente a la figura paterna y sus sustitutos (el padrecito-Zar y Dios-Padre): se trata de la dialéctica, sine dialéctica, imposible de dialectizar, profundamente alienante, del amo-esclavo.

 II) Entre la muerte imaginaria y la muerte real

 Freud está en lo cierto, la cosa pasa por la neurosis y por su centro vital, la estructura edípica (entendida como el campo de las relaciones deseantes del sujeto)... ¡sin olvidarse del goce!

 Pero esto hay que entenderlo bien. Lo que está en juego no es la neurosis individual de Dostoievski, sino el efecto, profundamente neurotizante, de una estructura edípica de predominio dual en la que domina la confrontación agresiva, especular, a-a´, con el padre y sus representantes -¡imaginarios!- en la tierra y en el cielo.

 Los dos síntomas principales de Dostoievski -las crisis de letargia y el gran mal epiléptico- se pueden descifrar a partir de esta dominancia de la relación dual, narcisista, con el padre como semejante (el petit a):
  • La alienación imaginaria: o yo o el otro: el deseo es el deseo del otro.
  • El transitivismo: yo soy el otro: el niño que pega a otro niño y cuando se le piden cuentas dice: fue él quien me pegó.
 En Dostoievski no se constituye una estructura edípica triangularcuaternaria, [madre-padre-hijofalo, en la que lo que circula es el deseo del Otro (la falta) y lo que se intercambia como objeto es la Phi mayúscula (Φ), la letra del goce (el falo real).


La relación de la letra Φ mayúscula con la P mayúscula 



 El problema no reside en el padre real de Dostoievski, en su supuesta maldad o brutalidad, sino en la no intervención inter-dictora de la palabra del padre -en posición tercera (tertia: que tercia)-, en relación con la demanda de la madre. 

 
La interdicción de la palabra del padre en relación con la demanda de la madre


 El primer síntoma que se hace presente en la historia de Dostoievski son unas crisis de letargia. ¿Cómo las describe Freud?:

 "Tenemos un punto de partida cierto. (...) 

 [Para poder interpretar el sentido del síntoma princeps de Dostoievski: las crisis epilépticas]

 (...) Conocemos el sentido de los primeros ataques de Dostoievski en su juventud, mucho antes que emergiera la <<epilepsia>>. (...) 

 [Freud considera que existe una continuidad a nivel de la significación entre las crisis de letargia y las epilépticas, que también compartirían su carácter episódico, crítico.
 En la concepción de Freud, las crisis de letargia son el antecedente remoto, premonitorio, de los verdaderos ataques epilépticos: las crisis de gran mal]

 (...) Tenían una intencionalidad de muerte: eran introducidos por una angustia de muerte y consistían en estados de dormir letárgico. Como un desconsuelo inmotivado y repentino se abatió ella (la enfermedad) sobre él la vez primera, cuando todavía era un muchacho; un sentimiento -así lo refirió más tarde a su amigo Soloviov- como si debiera morir enseguida, y de hecho siguió un estado que se parecía en todo a la muerte efectiva... Su hermano Andrei informa que Fedor ya en su juventud solía dejar notitas diciendo que temía dormirse de noche y caer en un estado de muerte aparente, por lo cual rogaba que se esperasen cinco días antes de inhumarlo." (pág. 180).

 Freud plantea, como punto de partida de su interpretación, que estos estados de dormir, que representan la muerte, encubren una intencionalidad de muerte.

 La flecha de la intención de muerte, impulsada por un deseo de aniquilación del otro, se ha vuelto, en el síntoma, contra el propio sujeto.

 El yo, a través de una identificación con el otro, padece su misma suerte, comparte su destino funesto.

 Entre el yo y el otro circula, de forma transitiva, el objeto más intransitivo del mundo, imposible de compartir, de hacer Uno: la muerte.

 Evidentemente, se trata de la muerte imaginada, de la muerte como representación (vorstellung), en su estatuto de objeto imaginario.

 Freud afirma que el trabajo del sueño no cuenta con los medios figurativos-significantes para  representar la muerte.

 La muerte, en su categoría de imposible, que marca el límite de la capacidad de significación de lo simbólico, pertenece a la ditmensión de lo real.

 En el inconsciente, en el lugar del Otro, no hay significante de la muerte.

 Al no haber marca de la muerte en el lugar del Otro, la marca inconsciente de la muerte, valga la expresión, es un agujero en la representación.

 Las crisis de letargo encuentran su sentido en el marco de la relación imaginaria, de agresividad, de celos, con el semejante: o bien yo o bien el otro; nunca la co-existencia de los dos porque falta el tres de la cuenta, la res contable, la cosa freudiana, el Uno del significante.

 Es a partir del tres que se puede empezar a contar: tres..., uno..., dos... (el tres es el primer número de la serie de los números psicoanalíticos, sin olvidarse del cero, del número de oro, de la raíz cuadrada de menos uno, de los números irracionales, de los complejos... toda una compleja numerología entre lo místico, lo absurdo, lo chistoso y lo incalculable)



La muerte imaginada en el eje imaginario yo-otro


 Lo original que introduce Freud es que este otro, el i (a), el objeto de los deseos parricidas, no es otro que el padre edípicofamiliar (heimlich).

 De ahí lo imposible del parricidio, cuando es actuado en la escena de lo imaginario, sin referencia al acto significante, a la otra escena, en tanto no se puede matar a un familiar sin recibir la misma muerte (una muerte por otra). 

¿Cómo definir al padre de la confrontación edípica? Es el padre frustrador, que impide al niño el acceso a la madre, al interponerse como una barrera imaginaria entre sus deseos incestuosos y el objeto materno.

 Más allá del padre de la confrontación edípica, en oposición imaginaria al yo, esta el Padre del Edipo, en (o) posición simbólica con respecto al sujeto (el Padre simbólico = Ley de la palabra).


El Padre-Otro, incardinado en el triángulo simbólico, en oposición al Φ


 En el síntoma aletargante y aletargador -¿quién será el desaletargador que lo desaletargue?-, el muerto no es el otro-paterno, sino el propio sujeto. ¿Cómo es esto posible?

 Demos una vuelta de tuerca a la pregunta: en el estado de dormir letárgico, que simula la muerte, ¿quién es el muerto: el padre, el hijo, o los dos? Aquí nos topamos con una ambigüedad que es inherente a la estructura especular del síntoma.

 ¿Cómo interpreta Freud este síntoma?:

 "Conocemos el sentido y el propósito de esos ataques de muerte. Significan una identificación con un muerto, una persona que efectivamente falleció o que todavía vive y cuya muerte se desea. (...) 

 [Se trata de una identificación imaginaria con un pequeño otro al que se le desea o se le ha deseado la muerte]

 (...) Este último caso es el más significativo. El ataque tiene así el valor de una punición. Uno ha deseado la muerte de otro, y ahora uno mismo es ese otro y está muerto. En este punto la doctrina psicoanalítica introduce la tesis de que, en el caso de los muchachos, ese otro es por regla general el padre, y el ataque (que se denomina histérico) es entonces un autocastigo por haber deseado la muerte del padre odiado." (pág. 180).

 Se juega aquí una relación especular, recíproca y simétrica: la muerte, que he proyectado sobre el  otro, se refleja sobre mí, como si se tratase de la superficie de un espejo plano: moi-i(a).

 La clave para interpretar el síntoma de las crisis de letargo se encuentra en esta frase (que nos indica cuál es el mecanismo del síntoma):

 "(...) Uno ha deseado la muerte de otro, y ahora uno mismo es ese otro y está muerto".

 La cosa se juega entre uno y otro (entre el moi y el otro imaginario).

 En el contexto de la dialéctica imaginaria -o yo o el otro-, en un enfrentamiento cargado de agresividaduno ha deseado la muerte del otro.

 El transitivismo especular -yo es otro-, explica la identificación imaginaria con ese semejante paterno al que, por odio, se le ha deseado la muerte, y ahora uno mismo es ese otro y está muerto:

 "(...) la situación psicológica es complicada y requiere elucidación. La relación del muchacho con el padre es, como nosotros decimos, ambivalente. Junto al odio, que querría eliminar al padre como rival, ha estado presente por lo común cierto grado de ternura. Ambas actitudes se conjugan en la identificación-padre; uno querría estar en el lugar del padre porque lo admira (le gustaría ser como él) y porque quiere eliminarlo. (pág. 181). 

 La muerte y la castración imaginarias, que se lanzan el padre y el hijo, como armas arrojadizas, en un juego de frontón sin salida, tienen el estatuto de objetos narcisistas.


El rebote de lo que rebota entre uno y otro


 Entre dos semejantes, padre-hijo, rebota, tuya-mía, yo-tú, una única muerte imaginada (ensoñada).

 El problema no es la muerte como óbito, la aniquilación física, sino la alienación imaginaria, expresada en la frase uno mismo es ese otro -la identificación especular entre el moi y el i (a)-, que conlleva la muerte, la afánisis, del sujeto del deseo, del sujeto tachado por el significante, constituido como falta-en-ser ($).

 El sujeto queda despojado, dolorosamente privado, de la barra del significante -fálica-, que le divide, le hace desear, le castra simbólicamente por su función esencial de marca en lo real (la cruz del significante).

 III) La cruz del significante

 El sujeto porta sobre sus hombros, camino del Gólgota, la cruz del significante, de la castración, que, a la vez que lo mortifica, le salva: Toma tu cruz y sígueme.

 El problema de Dostoievski es que no puede acceder a ese significante fundamental, a esa cruz eminentemente simbólica, en su función de marca del goce, de trazo impreso sobre lo real del cuerpo

 Cruz que no es ni más ni menos que dos trazos, dos incisiones, que se entrecruzan, se cortan, en forma de cruz.

 
La cruz del significante y la división del sujeto


 Cruz en la cual, la primera barra, la que borra, la que tacha la huella primordial del Otro, es a su vez borrada -¡y marcada!- por una segunda barra

 El estatuto de esta operación es el de una escritura que produce una letra (ilegible) como marca o trazo del goce. 

 IV) Padre fallable o infallable

 El cuadro clínico de Dostoievski, las crisis de gran mal, se pueden interpretar como la expresión sintomática de un despedazamiento o fragmentación corporal (remitirse aquí al Estadio del espejo, como formador del moi), causado por un debilitamiento (affaiblissement) de la operación de la castración (significante) que debería imprimir su marca sobre el cuerpo (lo que regularía su régimen de goce).

 El agente de esta operación es el Padre real.

 ¿Se puede hablar en Dostoievski de una forclusión del Nombre-del-Padre (P0), que daría lugar al cuadro epiléptico de gran mal, interpretado como una psicosis pura, sin delirio, en la que un goce se hace presente en lo real de forma crítica, desanudado, desnudo de toda inscripción metafórica? Mi opinión, es que no.

 A partir de una falla simbólica que afecta a la constitución imaginaria del ego en el Estadio del espejo (este sería el punto de fijación de Dostoievski) se produce la fragmentación, el despedazamiento corporal, que se manifiesta tanto en las crisis convulsivas tónico-clónicas, asociadas a una pérdida de conciencia, como en las crisis de letargo.

 Si se puede hablar de psicosis en Dostoievski, habría que referirse a ella como una psicosis imaginaria causada por la suelta del nudo de lo imaginario de la cadena borromeana (por un fallo de anudamiento del redondel de cuerda I).





 Este debilitamiento de lo simbólico coincide en el tiempo con el asesinato del padre y la dificultad para atravesar el duelo (en una estructura familiar disgregada).

 A grosso modo, hay dos grandes modalidades de padre: el padre fallable (échoue) y el padre infallable. ¿Qué quiere decir esto?

 El padre fallable, como la propia palabra indica, es un padre-al-que-se-le-puede-fallar (haciendo un chiste, un juego de palabras, vulgar pero ingenioso, obsceno pero simpático, malsonante, se puede afirmar que el padre fallable es el que permite follar -fallar... follar- lo cual, a pesar de los tiempos que corren, en los que to er mundo er bueno, o to er mundo er folla, no es un asunto tan fácil, más bien es un asunto de lo más peliagudo y enrevesado, que pone a prueba el acto analítico, que es el acto sexual que no existe).  

 Este hecho tiene dos consecuencias: este padre fallable (que no impotente) remite al hijo al significante del Nombre-del-Padre, de la Ley, y, como saldo de esta operación, el hijo quedará vinculado a la autoridad paterna a través de una deuda simbólica (pasible de ser saldada por finita, conmensurable).

 El padre infallable es un padre-al-que-no-se-le-puede-fallar (rocoso, pétreo, hermético)Es evidente que este padre está situado en una posición de ideal.

 Al contrario que en el caso anterior, este padre no reenvía al hijo al Nombre-del-Padre, a la Ley del Padre, lo que conlleva que el hijo quede sometido al autoritarismo paterno por medio de una deuda imaginaria (no pasible de ser saldada por infinita, inconmensurable).

 El padre fallable es el que desea a una mujer.

 El padre infallable es un padre que no está causado por una mujer.

 Este es el caso del padre de Dostoievski, más progenitor que varón, más regidor o corregidor que regido o co-regido.

 Es un padre que dice lo que hay que hacer, pero que no hace lo que dice ni dice lo que hace.

 Según las referencias disponibles sobre el padre de Dostoievski, éste era un hombre de temperamento irascible, predispuesto a los raptos de furor, que se comportaba como un tirano con su familia. Injuriaba y golpeaba a sus hijos, incluyendo a su esposa.


Los padres de Dostoievski


 En 1837, teniendo Dostoievski dieciséis años, su madre muere a causa de una tuberculosis.

 El padre, presa de los remordimientos, culpabilizado por la muerte de su esposa, se sumerge hasta el abismo en los vapores tóxicos del alcohol.

 En la provincia de Tula, el padre, gracias al capital ganado a lo largo de su profesión de médico -primero trabajó de médico militar y después como facultativo del Hospital de los Pobres de Moscú-, se compró unas tierras que trabajaban sus siervos (servidumbre: régimen de semiesclavismo, santificado en la Rusia zarista) .

 Al parecer, su alcoholismo, asociado a un carácter brutal, a lo que se añadirían rasgos paranoides (era muy desconfiado), le hacían tratar a sus mujiks con extrema crueldad.

 En 1839, a causa de uno más de sus raptus de violencia -aunque las circunstancias no están claras y las versiones son contradictorias: se dice también que falleció de un ataque de apoplejía o de epilepsia-, sus mujiks (siervos) lo asesinaron.

 Su hija transmite en sus Memorias que esto es una calumnia. Afirma que su padre no murió asesinado, sino víctima de un ataque cerebral. Según ella, el infundio del crimen lo propagó un terrateniente vecino que quería quedarse con la finca de los Dostievski a un precio ventajoso.

Todas estas informaciones sobre el Hidalgo de Darovóye, que son más dignas del Caso que de una patografía, se desvían de lo que es el foco de nuestro interés. Éste no apunta tanto a la figura del padre como a su palabra; más que a su retrato imaginario (que suele acabar en caricatura), al Nombre-del-Padre del que debería ser portador y transmisor.

 Lo que nos interesa no es el ser del padre (limítrofe con el no-ser), sino su instancia, la paternidad simbólica. 

 Aunque también sabemos que la opacidad del ser puede impedir el acceso del hijo a la instancia simbólica: la percepción oculta la estructura.

  Se trata de relacionar al padre con su palabra, con la Ley del significante, no en sí misma, sino en su incidencia sobre el goce materno: ¿hacía o no hacía caso la madre a la palabra del padre?

 De la misma manera, lo decisivo no es el significante del Nombre-del-Padre en sí mismo (ningún significante, por su condición de ser para otro significante, es en sí), sino en su relación con el discurso de la madre.

El hijo accede al Nombre-del-Padre a partir de su presencia en tanto significante en el discurso de la madre: cuando tu padre vuelva haremos ese viaje tantas veces aplazado.

 No hay Otro del Otro porque el padre des-completa a la madre: se lo voy a decir a tu padre.

 El Nombre-del-Padre está en el lugar de la enunciación del discurso de la madre.

 La madre no solo habla del padre, sino desde el padre: ¿qué diría tu padre si estuviera aquí?

 La forclusión no es la consecuencia de la ausencia real del padre (por ej., su muerte). Su estatuto no es el de un falta de hecho, sino de derecho.

 La forclusión es la ausencia del padre en su condición de significante del discurso de la madre. Lugar del que ha sido rechazado, en el sentido de arrojado lejos (verwerfüng).

 La madre no nombra al padre ni para incluirlo ni para excluirlo, simplemente no lo nombra (se olvidó de él).

 Elidir un juicio, omitir la palabra debida, silenciar-lo, es la forma más violenta del rechazo, al expulsar al Otro de la existencia (ausstossung).

Corresponde al concepto jurídico de preclusión: no nombrar a los herederos forzosos en el testamento, ni para incluirlos ni para excluirlos de la herencia.

 La estructura es un campo de fuerzas interrelacionadas, una red multidimensional. En ella, no se trata solo del lugar de la madre y su relación con la palabra del padre.También hay que hacer referencia al deseo del padre por la madre: ¿goza el padre del cuerpo de la madre?

 Lo que es evidente es que el padre de Dostoievski es más actuador que hablador; más motórico que retórico; más de ordeno y mando, de aquí se hace lo que yo digo, que de autoridad dialógica (que contempla o propicia la posibilidad de discusión), dialogada, dialogante y dialogadora; más del palo zarista que muele los cuerpos que del discurso del Otro que los nombra; más del goce mortífero del alcohol que del goce salvífico de una mujer.       

 El padre fallable es un padre fallado por el significante, no-affaibli (no debilitado, no mermado).

 El padre infallable es un padre no-fallado por el significante, en el sentido de que, en los vínculos interhumanos, no privilegia la comunicación por la palabra, el instrumento del significante.

 Es un padre unglauben, descreído, que no cree en la virtud del lenguaje. Consecuencia para el hijo: es un padre affaibli (debilitado y mermado en su potencia simbólica, fálica, lenguajera).

 El padrecito-Zar, Dios-Padre y La Patria, son paradigmas del padre infallable. El fallarles comporta la condenación terrenal (Siberia) o ultraterrenal (el infierno).




Panel derecho del Jardín de las Delicias: El infierno; El Bosco 


 Fallar al padrecito-Zar es un delito de traición. Fallar a Dios-Padre es un pecado mortal. Ambos, imperdonables.

 Frente al padrecito-Zar sólo hay una posición: someterse (¡o rebelarse!).

 Frente a Dios-Padre sólo hay una posición: arrodillarse (¡u obedecer!).

 La heterodoxia y la herejía son castigadas severamente por la autoridad secular y eclesiástica.


El destierro en Siberia: ¡No me toquéis al Amo! 


 El padrecito-Zar y Dios-Padre son amos absolutos, no castrados, que exigen sometimiento y obediencia incondicionales.

 En la relación con el padrecito-Zar somos súbditos. En la relación con Dios-Padre somos fieles. Ambas, servidumbres y fidelidades, exigen la renegación del deseo, de la falta.

 En esta relación de Dostoievski con un Otro que ocupa una posición de amo -el Padrecito-Zar y Dios-padre- hallamos la clave de este final de la historia del gran escritor en la que, en un aterrizaje retrógrado, acaba asociándose a sus carceleros.

 No hay que buscar causas misteriosas, como la actuación de poderosos elementos pulsionales que someten al sujeto a sus ignotos designios, sino la inscripción del sujeto en el discurso del amo.

 El Zar y Dios son dos significantes-amo, S1, que ocupan la posición dominante, de agente, en el discurso del amo.          

El discurso del amo


 ¿Por qué acaba Dostoievski sus días sometido a la autoridad, al despotismo, de los amos de esta tierra y del cielo?

 La respuesta tiene que ver con la cuestión de la castración en su relación con el Complejo de Edipo.

jueves, 16 de marzo de 2017

Veinticuatro horas en la vida de Fiódor Dostoievski (III): La incompatibilidad entre los goces: El juego del amor y el amor al juego.


 I) El síntoma masoquista y el síntoma significante en Dostoiveski

 En Dostoievski, las crisis de letargo preceden en el tiempo a las crisis de gran mal.

 Las primeras, son el  antecedente lógico de las segundas.

 A partir del asesinato del padre, las crisis epilépticas sustituyen a las crisis de letargo.

 Freud  plantea, como eje causal del caso de Dostoievski: el Edipo, los deseos parricidas y la castración.

 Lo dominante en las crisis de letargo es el llamado rigor mortis: un sueño profundo, precedido de una intensa angustia, invade al sujeto, que queda sumido en un estado de catalepsia, que simula la muerte.

 Ese rigor mortis, en el que el sujeto se sueña a sí mismo como si estuviera muerto, hay que adscribirlo al rigor, al duro hueso, de la cadena del significante (que produce la spaltüng del sujeto).

 Dostoievski, identificado a los significantes de la cadena del inconsciente, sufre sus efectos de mortificación.

 En las crisis epilépticas, de gran mal, una gran agitación, gozosa, acéfala, convulsiona todo su cuerpo, afectado por una fiebre maligna de origen desconocido (de ahí lo ominoso de la epilépsia).

 Las crisis de letargo, cuyo centro es el agujero simbólico de la muerte, hay que referirlas a la cadena del significante (el sujeto, en su identificación al S1, ha quedado coagulado, mortificado).

 Las crisis convulsivas epilépticas, cuyo centro es el agujero real del goce, hay que referirlas al cuerpo (el sujeto, en su captura por el S2, el significante del goce, sufre sus convulsiones).

O bien... el cuerpo de Dostoievski está muerto, a causa de la mortificación por el significante (desierto de goce), o bien... goza en demasía, en exceso, de forma salvaje (inundado de goce).

En Dostoievski, no ha operado ese nouve amour -el amor al Nombre-del-Padre, a lo que hace nudo-, que hubiera permitido al goce condescender al deseo.

 El padre de Dostoievski, un hombre brutal y tiránico, no fue capaz de transmitir ese amor sublimado, cuyo objeto es el significante.

 El ordeno y mando del amo cristaliza y solidifica el fluir significante.

  A Dostoievski le falta la operación significante que permitiría anudar el goce al significante, la pulsión al saber.

 Una esquizia, un mal corte, disocia en Dostoievski  lo que es del orden del cuerpo (lo real) de su punto de amarre en el inconsciente (la articulación simbólica).

 Las crisis tónico-clónicas son consecuencia de la desintrincación o desagregación de la pulsión de muerte y la pulsión de vida.

 El grito que precede a la descarga epiléptica procede de la garganta de tánatos.

 La forclusión del significante del Nombre-del-Padre, en su función de punto de capitonado, que anuda la consistencia del cuerpo a la insistencia de lo simbólico y a la eksistencia de lo real, provoca la desestructuración del tejido borromeano RSI.

 El redondel de lo imaginario, la consistencia del cuerpo, se ha desprendido de su triple solidaridad, y, como cuerpo suelto, desorbitado, desamarrado, se agita libremente, convulsionando sin freno, en el abismo del gran mal.
   

 
El cuerpo desamarrado



 II) El "amor escala" y el "amor plano inclinado"

 ¿Por qué fracasa Mistress C. en su intento de redimir, de salvar, a través del amor, al des-afortunado, des-eslabonado, jugador patológico?

 Es una cuestión de goce, de incompatibilidad entre los goces.





 En el amor se manifiesta un goce (los deleites del amor) mediado por lo simbólico, hilvanado por el saber: la declaración o declamación amorosa; las palabras de amor; las cartas de amor.

 El amor es ascético, trata de ascender por la escala del amor, hasta la culminación del Uno.



La escala del amor


 En cambio, el jugador patológico solo se quiere deslizar por el plano inclinado, la rampa -a la vez trampa- sin fin del goce del Otro (en el entrecruzamiento de los nudos de lo real y de lo imaginario, en un lugar ajeno a lo simbólico).


El plano inclinado del goce mortal


 El jugador irredento llega a un punto en que, entre el amor de Mistress C., que le convoca a hablar, a justificarse como sujeto, a dar sus razones, y el goce del Otro, encarnado en la figura siniestra del general ruso lisiado, no tiene ninguna duda con respecto a su elección: prefiere arrojarse por el plano inclinado de lo real (el goce) que ascender trabajosamente por la escala ascendente de lo simbólico (el amor):

 "(...) -¡Levántese enseguida!- le dije al oído, pero imperativamente-. Acuérdese de lo que me ha prometido esta tarde en la iglesia. ¡Es usted un perjuro, un miserable! (...) 

 -Sí, sí...-balbuceó-. ¡Oh, Dios mío! Sí..., me acuerdo...; voy enseguida..., perdóneme (...)

 [La acusación de ella no es la haberle engañado, sino la de perjuro, en el sentido de haber traicionado un pacto de palabra, que habían acordado en un templo mediante un juramento solemne, en la presencia de Dios como testigo. La mayor ofensa para Mistress C. es haber olvidado completamente la palabra dada]

 (...) Su mirada se fijó de nuevo en el general ruso, que iba a hacer otra apuesta.

 [La apuesta del goce, la del general ruso, mutilado de guerra, con un brazo en bandolera, y, el otro, ¡quién sabe dónde estará!, se impone sobre la apuesta del amor, la de una mujer, Mistress C.]

 -Un momento...- Y lanzó rápido cinco monedas de oro en la misma casilla-. Sólo esta vez..., se lo juro..., voy enseguida con usted... Sólo esta vez y basta...  

 [El se lo juro, el compromiso de la palabra, ya no tiene ningún valor. El jugador ha traspasado esa frontera más allá de la cual ya no hay ningún basta, ningún límite. Estamos en el campo del goce en el que ha dejado de imperar el sólo esta vez y basta del principio del placer]

 (...) Pero no se volvió hacia mí. Me había olvidado, como había olvidado la promesa y hasta la palabra que me diera un minuto antes. Y de nuevo su mano codiciosa se revolvía entre el dinero, y su mirada ebria no seguía otra dirección que la del viejo general ruso que magnetizaba su voluntad y le traía la suerte.  

 [Se ha producido una subducción de lo simbólico causada por el magnetismo del goce]

 (...) -¡Levántese inmediatamente, en el acto!... Ha dicho que sólo un juego más. 

 [Sólo un juego más implica solo un juego de menos; pero, en el deslizamiento del jugador por el plano inclinado del goce, la falta ha dejado de operar: falta la falta, el vehículo se precipita cuesta abajo y sin frenos, se aproxima la colisión.
 La forclusión del Nombre-del-Padre supone pagar el precio de la paranoia y de la muerte]

 -¡Déjeme en paz!- rugió-. ¡Váyase! Usted me trae la mala suerte. Así ocurrió ayer y así ocurre ahora. ¡Váyase!  

 [El rechazo del Otro sexo]

 -¿Yo le traigo mala suerte?-le grité-. Embustero, ladrón; usted me había jurado... 

 (...) -¡Déjeme en paz!-exclamó a gritos-. ¡No estoy bajo su tutela! Tome..., tome... su dinero...-y me lanzó un par de billetes de cien francos-. ¡Ahora déjeme en paz!". 

 [El "jugador-plano inclinado" manifiesta que ya no está bajo la tutela de la palabra, de la Ley del Otro]

 (Stefan Zweig; Veinticuatro horas en la vida de una mujer; págs. 443-445)


La escala octatónica, musical y simbólica


 III) El juego del amor y el amor al juego 

 Freud remite la disputa entre el demonio del juego y la misión salvadora de una mujer al Edipo del varón, a la relación entre el amor de una madre (Mistress C.) y la compulsión masturbatoria del hijo (el jugador jugado).

 El "jugador-plano inclinado" no tolera ningún menoscabo en su capacidad de gozar (ilusoria y engañosa, al sostenerse en una identificación).

 Buscar la perdición, la aniquilación en el juego, y desear a una mujer, son cosas incompatibles.

 Lo primero, el descenso gozoso a los infiernos, tiene que ver con el ser o con su destrucción, las dos caras de la misma moneda.

 Lo segundo, la ascesis amorosa, causada por el deseo de una mujer (genitivo objetivo y subjetivo), se relaciona con el tener, indisociable del no tener de la castración, de la falta, regida por el intercambio de los significantes: el amor es dar lo que no se tiene a quien no lo es.

 "Mistress C.-escala" tiene un plan: fugarse con su joven amante.

 Por amor, está dispuesta a cualquier cosa, a cualquier sacrificio.

 La respetabilidad, la posición social, el honor, el qué dirán, no cuenta nada frente a la fuerza de su pasión amorosa.

 Si él se lo pide, ella va a hacer tabla rasa con todo. El problema es que él no se lo pide. Eso, en el fondo, la decepciona profundamente:

 "(...) lo que entonces me lastimó en lo más vivo fue... el desencanto... el desencanto de que el joven hubiese partido tan fácilmente, sin resistencia alguna..., así, sin el menor intento de permanecer a mi lado; que él, tan humilde y respetuoso, se aviniese a alejarse de mí a la primera invitación... en vez de... en vez de llevarme consigo...; que me respetase, en fin, como a una santa aparecida en su camino... y no... no viese ya en mí a la mujer." (pág. 434)  

 No le basta con amar, necesita ser amada.

 El problema es que, por causa de su pesada prima, que no la deja de perseguir, tan preocupada por su salud, nuestra heroína enamorada llega tarde a la estación, perdiendo el último tren, que, desgraciadamente, otra vez pasa de largo:

 "(...) me disponía a salir, cuando sentí que una mano me tocaba suavemente en el brazo. Me quedé helada. Era mi prima que, inquieta por mi fingida indisposición, acudía a verme. Los ojos se me nublaron. No me era posible atenderla, cada segundo de retraso era una pérdida fatal. Sin embargo, la cortesía me obligaba, muy a mi pesar, a cambiar con ella unas palabras." (pág. 437).

  Adiós amante, adiós amor, arrivederci mon amour, arrivederci mon ami, by by mi caro amigo, me quedaré con tu recuerdo, con el recuerdo de tu amor.



El último tren


 Si te encontré por una contingencia, cuando paseaba distraidamente por la sala de juego, ahora la contingencia -¡el encuentro con mi maldita prima!- ha triunfado sobre la necesidad del amor (¿el tren del amor siempre pasa dos veces?; ¿hay una segunda oportunidad, o, si se ha perdido una vez, ya nunca más volverá?):

 (...) el tren se puso en movimiento; me quedé inmóvil, temblando de pies a cabeza, esperando ver asomado en la ventanilla a mi amigo y recoger por lo menos un gesto de despedida, un último adiós. Pero entre tantos empujones y tantos rostros no pude distinguir el suyo. Los coches pasaron cada vez más rápidos, y un minuto después no había más que una nube negra de humo ante mis ojos sin luz." (pág. 438).

 Ensimismada en estos pensamientos sombríos vuelve al lugar del crimen, allí donde el asesino siempre retorna (lo real es lo que vuelve siempre al mismo lugar).

 Entra en el casino. Atraviesa las salas de juego. Se dirige al lugar donde se encontró con el joven austriaco por primera vez. Quiere revivir el recuerdo de su primer amor. Necesita avivar el fuego de su pasión amorosa:

 "(...) Como impulsada por una fuerza violenta, quise recorrer todos los sitios donde habíamos estado juntos el día anterior: (...) la sala de juego donde le vi por primera vez, incluso aquella inmunda covacha del hotel desconocido y equívoco;" (pág, 439).

 Nos preguntamos: ¿qué secreta intuición dirige sus pasos hacia la ruleta?¿Por qué sabe en el fondo que es justo ahí donde podrá reencontrarlo?:

 "Primero fui a la sala de juego para contemplar la mesa donde se hallaba sentado y, una vez allí, imaginarme de nuevo sus manos entre las otras (...)

[Efectivamente, el objeto del deseo es uno entre los otros. El objeto @ siempre está recortado del cuerpo]

 (...) Bien, penetré en el salón. Y entonces... (...) me ocurrió algo singular: allí, precisamente en el lugar donde yo me lo imaginaba, estaba... (...) estaba él..., él..., exactamente como el día anterior, con los ojos fijos en la bolita, pálido como un fantasma..., pero era él..., él..., indudablemente él." (pág. 440).

 Entre el tren del amor, que lo aleja, lo separa, y la rueda de la ruleta, que lo fija a su mecanismo infernal, a sus giros diabólicos, a su tiempo circular (el eterno retorno), Mistress C. no tiene dudas: la bolita saltarina, mucho más voluble e inconstante que cualquier mujer, ha triunfado:

 "-Estás loca..., desvarías..., sufres los efectos de la fiebre -me dije a mi misma-. No es posible... Hace media hora que ha salido de Montecarlo. 

 (...) No, no soñaba, era realmente él. No había partido como había jurado; aquel loco había vuelto allí; el dinero que yo le había dado para el viaje y para el rescate de las joyas le había llevado a la mesa de juego y, olvidado de todo, se lo jugaba allí impulsado por su pasión, mientras mi alma lloraba desesperadamente." (pág. 440). 



La hipnosis de la ruleta


 Como era previsible, como ella lo sabía sin querer saberlo, allí está él. ¿Alguien puede pensar que el drogadicto va a renunciar al goce que le proporciona la droga a las primeras de cambio? ¿Es algo imaginable que el jugador diga que no a eso que le hace vibrar, sentir, gozar, más que cualquier otra cosa?

 Las dulzuras del amor, sus ensueños dorados, sus imágenes cautivantes, son muy poca cosa frente al vértigo, la vorágine, que arrastra al jugador en sus apuestas contra la muerte, en las que, de un lado, está la perdición, y, del otro, también la perdición (el auténtico jugador no se juega el todo por el todo, sino la perdición por la perdición).

 Hay que saber que el Otro del jugador patológico es La Muerte. Y ésta no admite medias tintas, no se anda con chiquitas, componendas, apuesta a lo (la) grande, exige el sacrificio total, la entrega absoluta.

 La Muerte es una amante que exige una fidelidad a su goce, al goce del Otro, inquebrantable, absoluta, total.

 Mistress C. no da crédito a lo que ve. Ahí está el joven austriaco, en un estado de enajenación absoluta, hipnotizado de nuevo por los saltos y por los brincos, por la danza dionisíaca de la caprichosa bolita:

 "(...) Inmediatamente, las aletas de su nariz le empezaron a temblar; la voz del croupier le hacía abrir los ojos, que iban ahora, con un brillo de codicia, de la apuesta hacia la rumorosa bolita;" (pág. 441).

Está loco de goce, apostando, sin importarle un comino, el dinero que ella le dio para que rescatase las joyas de la familia que había empeñado y comprase el billete que le devolvería al seno de su hogar:

 "(...) La ira me nublaba los ojos, una ira roja que me inspiraba locos deseos de coger por el cuello al perjuro que tan cínicamente se burlaba de mi confianza, de mis sentimientos y de mi abandono (...) Su estado de locura se exteriorizaba aún más vivamente que el día anterior, porque cada uno de sus movimientos mataba en mí aquella otra imagen que parecía brillar sobre un fondo de oro y que yo, crédula, había proyectado" (págs. 440-441).

 No se puede decir más fuerte y mejor: se está ciscando, de la mejor forma posible, a plena satisfacción, en el pacto al que habían llegado y en las promesas del amor.

 Ha vuelto a empeñar, en el Monte de impiedad, a cambio de nada, la palabra dada, la fe otorgada, la fidelidad, el consentimiento amoroso; todos ellos, obstáculos simbólicos que impiden gozar a tumba abierta, a pleno pulmón, a mandíbula batiente, sin ningún resquicio, sin dejar ningún resto, con total satisfacción.

 Ya no quiere perderse una vez más, sino de forma definitiva, de una vez y para siempre.

 El impulso hacia la aniquilación, la perdición, la autodestrucción, en tanto manifestación del goce del gran Otro, es lo más opuesto, lo más distante, al deseo de instaurar una pérdida, una falta, mediante el usufructo (el uso y disfrute) del instrumento significante, del falo (en su identidad con la barra del signo lingüístico, de la castración).

 Recurrir al saber no sabido de los significantes con el fin de establecer un lazo discursivo con el otro: hablar, parlotear, parlamentar, bla-bla-blar, dialogar, lalenguar, soltarse la lengua o el pelo, implica una disipación de goce, un minus-de-gozar (la nominación de La Cosa nos la sustrae en su inmediatez).

 Pero el saber también es medio de goce porque, gracias a su mediación, obtenemos una gratificación,  una ganancia, una plusvalía, un beneficio, al modo y manera del objeto @, en su valor de plus-de-gozar.


El objeto @ en el cruce del amor, el deseo y el goce


 Aquí se juegan dos elecciones absolutamente dispares, imposible de encontrarse, de concordar.

 La de "Mistress C.-escala de amor", que es la apuesta por el deseo de saber, por el amor al significante,  por el plus (minus)-de-gozar, por el goce femenino, notodo fálico.

 Y la del "jugador-plano inclinado" que es la apuesta por un goce todo -el goce del Gran Otro, el gran goce o gran mal-, que comporta necesariamente, con el objetivo de garantizarlo (allí donde no hay ninguna garantía), el rechazo (verwerfüng) del deseo de saber, el odio al significante, la forclusión y la oclusión de la deuda simbólica, la ruptura de todas las amarras que le ataban a su familia y a su su historia, la abominación de su pasado:

 "Procedía de una antigua familia noble de la Polonia austriaca; cursaba la carrera diplomática en Viena, y hacía un mes que había pasado el primer examen con éxito extraordinario. Para celebrar ese día, un tío suyo, alto oficial del generalato, que vivía con él, lo llevó a las carreras de caballos. (...) 

 [La primera vez que aparece la figura de un general -representación del Amo- en su relación con el Azar]

 El tío, que era afortunado en el juego, ganó tres veces seguidas y con el dinero ganado fueron a cenar a un restaurante de moda. Al día siguiente, como recompensa por el éxito alcanzado en su primer examen, su padre le envió en un cheque la paga de una de sus mensualidades. (...)

[Es la primera y única vez que se hace referencia al padre en la historia del jugador-jugado. Su presencia está ligada a la paga, al dinero, a un bien en su valor utilitario, de intercambio, que excluye radicalmente su valor de goce, de nada, a pura pérdida.

 Se trata del dinero en su función de objeto fetiche. Hay una relación de disyunción excluyente entre lo útil, el fetiche, en su función de taponamiento de la falta, y el goce femenino, realmente enigmático: o el fetiche o una mujer]

 (...) A partir de entonces, la locura del juego se apoderó de él (...) En cierta ocasión, su hermana casada le ayudó a pagar su deuda a los usureros, quienes se mostraban siempre muy dispuestos a conceder crédito al heredero de una rica familia aristocrática (...) Hacía tiempo que se había jugado su reloj y sus trajes. Finalmente, sobrevino lo inevitable: robó de un armario a una tía suya dos valiosos boutons que ella lucía raramente. Uno de ellos lo empeño por una suma considerable, la cual logró cuadruplicar aquella noche en el juego... Pero, en vez de redimir la joya, continuó jugando y lo perdió todo (...) salió para Montecarlo, donde esperaba hallar en la ruleta la soñada fortuna. Aquí había vendido ya su baúl, su ropa, su paraguas; no le quedaba más que el revolver, con cuatro proyectiles (...)

 [El revolver, el útil por excelencia, absolutamente performativo. el único que hace lo que dice]

(...) y una pequeña cruz incrustada de piedras preciosas, regalo de su madrina, la duquesa de X., de la cual no quería desprenderse (...)

 [ La piedra preciosa, el objeto que encarna el goce femenino]

 (...) Pero también aquella tarde había vendido esa cruz por cincuenta francos, únicamente para probar por la noche, una vez más, a vida o muerte, el veleidoso capricho de la suerte." 

[Tan veleidoso como la mascarada femenina de una veleidosa mujer] (págs. 424-425).             


Las manos y el amor: el agujero



 El objeto, para Mistress C., son las manos.

 El no-objeto, para el jugador-jugado, es el general ruso manco.

 Para Mistress C., las manos-aplique son un objeto separable del cuerpo. De ahí la expresión dar la mano.

 Las manos, en el fantasma de Mistress C., ocupan el lugar del objeto @, en su función de causa del deseo.

 Mistress C. se enamora de unas manos, de un objeto absolutamente re-cortado del cuerpo, en su máxima parcialidad, en su ser de goce.

 No son solo manos que hablan, sino manos que se agitan, se derrumban, se retuercen, se torturan, se deleitan...

 Las manos, más allá de su condición de objeto perdido, remiten a un goce recobrado (por cuya obtención "el jugador-plano inclinado" no quiere pagar el precio de la castración).

 Entre el deseo de mujer de Mistress C. y el jugador-perdido, se interpone el muro, imposible de atravesar (porque no está agujereado), de la planicie del juego, de la redonda ruleta.

Esas manos, para Mistress C., son portadoras del signo de interrogación del deseo del Otro, del Che Vuoi.  

 El enigma que se (a) guarda en el hueco de las manos las convierte en el objeto de un deseo de saber. que apunta al goce en su doble vertiente de minus (plus)-de-gozar.

 Todo esta historia aboca a que, ya mayor, Mistress C., después de la zambullida amorosa de Madame Henriette con el joven francés, se decida, al contar con un inter-locutor. con una oreja atenta, a poner en palabras, a hacerle un hueco en el saber, a su goce singular, que se jugó, que se apostó, en sus únicas e inigualables Veinticuatro horas en la vida de una mujer.

 Para el joven austriaco, el brazo mutilado, amputado, del general manco, lisiado, no es, a diferencia de las manos, un objeto parcial, un objeto @.

 Tampoco se contrapone a lo parcial como una totalidad.

 En referencia a la totalidad del cuerpo, tanto las manos como el brazo son objetos parciales.

 Pero la parcialidad que nos interesa es la generada por los efectos de estructura, de lenguaje, que re-cortan en el cuerpo un objeto extremadamente parcial, el @, que tiene función de causa del deseo en la fórmula del fantasma.

 Para dar cuenta de la diferente posición ante el deseo de Mistress C. y el joven jugador, hay que acudir a categorías estructurales, no imaginarias, como podría ser la relación de magnitud entre lo parcial y lo total.

 Con la letra @ no dejamos de formular, de escribir, de escriturar, algo informulable: un real cuya sustancia es el goce.

 Las manos, para Mistress C., ocupan el lugar de ese real informulable, del que un-cuerpo-goza.

 El brazo mutilado del general ruso tapona el agujero del saber donde un goce otro podría advenir:Que se hunda toda la flota antes de tener que entrar en combate con una mujer.

 El jugador-jugado, hipnotizado por la bolita, en un auténtico estado crepuscular, decide no jugarse su ser en el cuerpo a cuerpo con Mistress C.

 Porque lo que hace obstáculo al encuentro con una mujer, en tanto síntoma del hombre, es el ser. 

 El jugador enajenado no quiere que ningún síntoma con faldas, con tetas y sin falo, le perturbe la placidez, el descanso (de los muertos) que le proporciona la integridad del Ser (con S mayúscula).

 Y si es una mujer que habla, que se expresa, que se la malentiende por su condición de notoda, peor que peor.

 Frente a la incertidumbre que genera ese horizonte, que siempre se aleja, del goce femenino, es más seguro depositar todos los fondos en la casilla de la bolita-falo. Aunque la bolita nos mate, sabemos que nunca nos va a abandonar, a dejar tirados.

 En cambio, la mujer..., ¿qué podemos esperar de ella? No se conforma con un falo, por más satisfactorio que sea. Siempre quiere algo más que, desgraciadamente, no se lo podemos dar. Quiere un falo notodo. Quiere un falo parlante, ventrílocuo.


Falo datado de hace 28.000 años



 IV) ¿Gozar de un corte o de una amputación?

 ¿Cómo abordan lo inconmensurable del goce Mistress C. y el jugador austriaco?

 Porque en esas manos vivas, expresivas, que hablan como significantes, y en ese brazo amputado, muerto, encerrado en un mutismo impenetrable, se ponen en juego distintos modos de gozar del Otro (para Lacan, el Otro es el cuerpo).

 Diferencias entre el Goce de las Manos (GM), abierto, parcial, exquisitamente femenino, y el Goce del Brazo mutilado (GB) del general ruso, cerrado y total:

  -El goce del brazo mutilado (GB) es un goce decidido; el goce de las manos (GM) es un goce indecidible.

  -El GB es un goce cantado (sabido); el GM es un goce cantable (no sabido).

  -El GB es un goce decantado (concluido); el GM es un goce en suspensión (en suspenso).

  -El GB es el goce cristalizado; el GM es el goce vaporoso, gaseoso.

  -El GB es el goce sólido; el GM es el goce fluido.

  -El GB es el goce pesado; el GM es el goce ligero.

  -El GB es el goce mudo; el GM es el goce silente, callado.

  -El GB es el goce imperativo: signo de exclamación; el GM es el goce enigmático: signo de interrogación.

  -El GB es un goce superyoico, vociferante; el GM es un goce parlante, inconsciente.

  - Por último, last but not least, el GB es un goce no-barrado o no-borrado por la barra-trazo del significante; el GM es un goce barrado o tachado por la barra-marca del significante.

 El goce de Mistress C., el goce que ella busca, que anhela, en su condición de mujer, lo podemos denominar goce femenino.



Pablo Picasso: Mujer acostada sobre un diván azul


 Ella, a ese joven, que solo ve la salida de la muerte, de la aniquilación, le quiere contagiar, transmitir ese goce, al que ha accedido en un encuentro contingente, en su exploración de las manos de los jugadores de la ruleta.

 Se trata de un encuentro contingente porque, entre todas las manos, hay unas manos imposibles, que, a la vez, están incluidas y excluidas en el conjunto de todas las manos (en base a la paradoja de Russell, son unas manos que no se significan a sí mismas, que no son iguales a sí mismas).

 Las podemos denominar las manos-falo.

 Más que manos significantes, son manos reales, en su función de causa del deseo (la condición de real del objeto @)

 Son esas manos en concreto, no-todas, las que, en su singularidad, causan de una forma poderosa su deseo.

 ¿Cuál es la marca que portan esas manos, que hacen que Mistress C. se sienta estremecida, fascinada, agitada, hasta el punto que se tiene que sujetar a la mesa de juego para no caerse, por temor a perder el conocimiento?

 Aparentemente, esas manos son iguales a todas las manos del mundo. Aunque, tal vez, en su función de causa del deseo, al hacer semblante del objeto @, sean portadoras de la marca del significante, del Otro, de la falta (la barra o el trazo fálico).

 En esas manos, en sus movimientos, ella ve, capta, la falta. ¿La falta de qué? La falta de nada en particular, de ningún objeto en concreto (no se trata del dinero).

 Son manos que, en su ser significante, forman parte de una cadena metonímica, por la que circula la falta del Otro, el deseo del Otro.

 Esas manos vivas, vivaces, vivarachas, portan la marca del significante del Otro tachado (SȺ).

 Lógicamente, aquí hay que tener en cuenta el fantasma de Mistress C. El valor de falta, de goce, de esas manos, que la tachan, la abolen, la causan como sujeto del deseo, depende de su inscripción en el fantasma inconsciente ($◊a).

 Hay que tener en cuenta que aquí se juega algo nuevo, inédito, inaudito, original, único, que no consiste solo en una reproducción del goce que aporta el fantasma del sujeto. ¿De qué se trata? ¿Cuál es el fantasma de Mistress C.?



Gustav Klimt: El beso


 Es un fantasma por advenir, al que se va a anudar el goce femenino. En la novela, Mistress C., en el único encuentro sexual con el jugador austriaco, puede acceder a ese goce suplementario al falo, notodo, que es el goce femenino:

 "De lo que pasó en la habitación aquella noche ya me permitirá que no le hable;(...) 

 [El goce femenino es un goce que escapa a las palabras. Por lo tanto, para vivirlo, tiene que haber palabras] 

(...) no he olvidado un solo segundo de aquellas horas ni podré olvidarlo nunca. (...) 

 [Un acontecimiento del cuerpo en (con) el que se inscribe la marca imborrable del goce] 

 (...) Porque aquella noche luché con un hombre para salvarle la vida, y esa lucha, lo repito, era a vida o muerte. Vívidamente percibí a través de mis nervios que aquel desconocido, viéndose perdido definitivamente, se disponía, con la avidez y la angustia de un condenado a muerte, a buscar aún un último auxilio. (...) 

 [Este es el error de cálculo de Mistress C, el pensar que el joven jugador no se había perdido definitivamente; si hubiera sido así, se habría salvado] 

 (...) Se asía a mí como quien ve ya el abismo a sus pies. 

 [¡Ojala! ¡Dios lo quiera! El abismo es salvador porque nos ase al Otro]

Y yo concentré todas mis energías para poder salvarle. Horas así no se viven más que una vez en la vida, y entre millones de personas sólo una se encontrará en circunstancias parecidas. Sin esa horrible casualidad, tampoco yo hubiera sospechado nunca con cuánta avidez, con cuánta desesperación, con cuán desalada furia, un hombre que se sabe perdido se afana todavía en beber una vez más las rojas gotas de la vida; alejada hacía veinte años de las fuerzas demoníacas de la existencia, nunca hubiera comprendido cuán magnífica y fantásticamente la naturaleza junta muchas veces el calor y el frío, la muerte y la vida, la alegría y el dolor en unos breves momentos. (...) 

 [Esta es una descripción del goce femenino] 

(...) Y aquella noche estuvo tan llena de lucha y de palabras, de pasión y de cólera, de odio y de lágrimas, de promesas y de embriaguez, que pareció haber durado mil años. (...) 

 [Las horas irrepetibles, el tiempo subjetivo, la dimensión temporal del deseo] 

(...) Hundidos en el abismo, dando tumbos, el uno deseando locamente la muerte, el otro absolutamente ajeno a lo que había de acontecer, salimos ambos de aquel mortal tumulto transformados, con otros sentidos y otros sentimientos." (Págs. 416-417).



Fórmulas de la sexuación