La Clínica psicoanalítica y sus avatares

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viernes, 22 de junio de 2018

Nombre propio, rúbrica, cuerpo y goce (Primera parte)

I) El nombre propio: tachar el cuerpo

 El nombre propio, desde el psicoanálisis, es una marca o un trazo de escritura que se inscribe sobre la superficie topológica del cuerpo afectando a su régimen de goce.

 El nombre propio no solo altera el goce, metamorfoseándolo, sobre todo lo humaniza, lo regula, lo ordena.

 Utilizando una metáfora, se puede afirmar que el nombre propio no es solo un reformador del goce; también es un civilizador.

 El nombre propio, rúbrica sobre el cuerpo, que lo marca con su trazo indeleble, se anuda con el goce-otro, con el otro-goce (notodo fálico).

 El nombre propio se puede firmar (escribir) y tatuar (representar).

 En el primer caso, la superficie de inscripción puede ser la hoja de un documento, cuyo texto se rubrica con la firma del sujeto.

 En el segundo caso, el del tatuaje, la piel, a modo de un pergamino, se ofrece como superficie de representación.

 En los dos casos, el sujeto inscribe su marca propia sobre una superficie topológica.


El cuerpo-tórico, agujereado, como superficie de inscripción

 Hay que tener in mente este nexo esencial entre nombre propio marca propia.

 La rúbrica, cuyo valor es de asentimiento, afirmación, compromiso, acuerdo, contrato, pacto, es un trazo literal.

 El tatuaje, cuyo valor es estético, erótico, ritual, religioso, afectivo, es una representación imaginaria.

 No es necesario saber escribir para poder firmar.

 Se puede rubricar algo poniendo negro sobre blanco la marca del cuerpo: las huellas dactilares, el S1 en el lugar del goce.


El S1 del nombre propio en el lugar del goce

 Otro nudo esencial que hay que tener in mente: el que asocia la marca del cuerpo y la marca del goce, la rúbrica con lo lúbrico.

 Debajo de las vestiduras de la cultura habita en su desnudez lo real del cuerpo.

 Otra articulación necesaria in mente sana corpore sano: la que traza su curva entre lo real del cuerpo y lo real del goce.

 La huella de la que da testimonio la huella dactilar (¡o digital) -conjunto de líneas entrelazadas-, así como la rúbrica del nombre propio -conjunto de arabescos-, es la huella del goce en el cuerpo.


La huella del goce en el cuerpo

 Cuerpo en el que otro cuerpo imprime la marca del goce sobre su superficie.

 Cuerpo que acuña la marca de su goce singular sobre los tegumentos de otro cuerpo al que ama u odia, al que desea, del que goza.

 La firma remite a la función de la letra (en su valor de goce).

 El tatuaje remite a la función de la representación (en su valor imaginario, de sentido).  

 Todo cuerpo humano, si verdaderamente ha sido humanizado, si ha recibido del Otro la marca del lenguaje, lleva inscripto, grabado sobre la piel -aunque no se pueda captar con los sentidos-, su nombre propio, su firma, ese trazo singular e inconfundible al que llamamos rúbrica, cuya su función es la de rubricar su goce singular, existencial.

 La firma es un trazo sutil, invisible, indeleble, eficaz y potente en su función de marcar el goce, de regularlo, a través de una operación de nominación (que hace signo, que deja como secuela un estigma corporal).

 La rúbrica, en su carácter tipográfico,de trazo literal, es litoral de goces.

 Gracias a que el Otro ha grabado con su punzón en el cuerpo una serie de trazos de escritura, meros garabatos, artefactos literales, rúbricas artísticas... gozamos, y, como consecuencia, existimos.

 No hay que olvidar nunca que más que gozar, uno es gozado; que más que marcar, uno es marcado; que allí donde, engañosamente, creemos ser sujeto del goce, en realidad, somos, en lo real, un mero instrumento de un goce otro profundamente desconocido.

 Si para acceder al goce hay que hacer una tournee por el campo del Otro, atravesando los peligrosos desfiladeros del significante, por ese lugar absolutamente ajeno a la vez que íntimo en el que se nos impone una befriedigung desconocida, no es extraño que, en esa posición de radical extimidad, nos sintamos embargados por la angustia.

 Nuestro destino, sin saberlo, es el de trabajar sin descanso, sin tregua, para un goce otro, que no es el nuestro, que nos desposee de nosotros mismos, que nos reduce a la condición de objeto, a instrumento de una satisfacción que sentimos como ajena, incluso hostil, extranjera, unheimlich.

 No es en absoluto lo mismo, no hay ninguna equivalencia, entre un cuerpo en blanco y un cuerpo firmado, tatuado con la rúbrica, con la marca del goce, portador de la inscripción escrita de un nombre propio.

 Sobre un cuerpo en blanco, el Otro absoluto, gozador (perseguidor), actuará sin ninguna cortapisa, sin barreras, libre para esclavizarlo, para someterlo a todo tipo de manipulaciones, intrusiones, injerencias, acosos, robos, extracciones, extorsiones, desfalcos; es decir, para gozar de él sin límite, todo y del todo.

 Esto es la psicosis en su periodo álgido, febril, de irrupción de un goce des-encadenado, mortífero, perseguidor, no sujeto ni sujetado por una metáfora delirante, elegantemente salvadora.

 Referirse a un cuerpo firmado con respecto a un cuerpo sin firma, en blanco, evoca la diferencia radical que existe, en el plano de la legalidad, de la responsabilidad, entre un documento sin firma y un documento firmado ("El abajo firmante...").

Hoja en blanco antigua

 El documento en blanco, al no estar rubricado, tachado con la firma, no tiene ningún valor legal, contractual; simplemente su función es testimonial, informativa, de borrador, preparatorio del acto de la firma.

 El documento firmado, rubricado, tiene un valor legal, contractual, que compromete "al abajo firmante con su puño y letra" -con su cuerpo-, en relación con las disposiciones, clausulas, obligaciones y requerimientos, recogidos, transcritos, en el presente documento.

 El valor legal del documento exige que la parte contratante o contratada, oficiante o contrayente, conozca el contenido del documento, que, previamente a la firma, la rúbrica haya sido reconocida y autentificada, que el acto de la firma sea público, en presencia de un testigo que actuará como instancia tercera, de ley (por ejemplo, un notario, que es el que está autorizado a dar fe).

 Si los contrayentes estampan, ponen su firma en el acta de casamiento, con la que rubrican su compromiso, están certificando, de su puño y letra, con su cuerpo, que están dispuestos a cumplir con todas las obligaciones que comporta su nuevo estado, esas que han repetido en el ritual del matrimonio, sobre todo la que dice "¿Acepta a fulanito o a zutanita como a su legítimo (a) esposo (a)? ¡Sí acepto!, o... ¡No acepto!".

 El "¡Sí acepto!" del compromiso, del pacto de palabra con el otro, no vale nada si no se sigue del acto en el que se lo rubrica con el trazo de escritura de la rúbrica, con la firma (de forma pública, ante testigos).

 El acto de la firma, la inscripción, al pie del documento (porque también éste tiene cabeza, cuerpo y pie), como con-firmación (afirmación conjunta), del nombre propio, de la rúbrica, del trazo literal, en su función de marca, tiene un valor de goce (¿alguien puede dudar de que en un casamiento, en un compromiso matrimonial, no esté en juego el goce?).

 "El abajo firmante, fulanito de tal..." acepta, como parte contrayente, contractual, no solo las obligaciones del cargo, del compromiso matrimonial, sino que afirma con su firma, rubrica con su rúbrica, que es él y no otro el que se está casando ("el mismo que calza y viste").

El acto matrimonial

 Conclusión: el nombre propio es un acto o acta matrimonial.

 En resumen, la firma vale un valer, un potosí, ya que vale, por una parte, como significante de la identidad del sujeto -"Yo soy el que me caso"-, y, por la otra, como signo de su goce: "Yo soy el que se va a acostar con esa mujer", gozando de ella, de su cuerpo, de forma legítima, pacífica, hasta que la muerte nos separe (esta dimensión de la relación del goce con la Ley es la que se le escapa a ese gran fornicador que es el Marqués de Sade).

El Marqués de Sade

 La firma de los contrayentes (¡ante testigos!) sella, rubrica, sanciona, certifica, un compromiso de palabra, significante (simbólico) y de goce (real), a través de una puesta en escena del rito matrimonial (imaginario).

 La firma, la transcripción del nombre propio, tiene un valor triple, cumple una triple función: de significante; de signo; de representación; en relación con las tres dichomansiones RSI.

Un documento que compromete a las partes lleva los nombre propios impresos tipográficamente al pie del mismo. Su posición final, conclusiva, implica su valor de ratificación, de sanción del texto previo (clausulas, disposiciones, requerimientos, obligaciones, requisitorias, etc.).

 Esto no basta; es necesario el acto de la firma, que el sujeto ponga sobre la superficie del papel la rúbrica de su  nombre propio, el garabato, el trazo literal, que, en su función de marca, de huella, lo hace inconfundible, único, singular.

La rúbrica del Marqués de sade

 La rúbrica tiene un valor de afirmación, de consentimiento.

 El sujeto deja una parte de sí impresa sobre el papel.

 Para ello, necesita de un instrumento de escritura.

 Lo que deposita, deja caer, con su firma, son las letras de su nombre, acompañadas de la rúbrica, como trazo absolutamente personal, marca de su ser, rasgo identificatorio extremadamente singular.

 El trazo, rasgo, garabato, arabesco, es lo que distingue a la  rúbrica.



La rúbrica inconfundible

 "Poner la firma", como la propia expresión lo indica, supone poner en juego el cuerpo; comprometer en un acto carnal una parte de sí; transcribir en una superficie erógeno-topológica un trazo literal que es depositario, albacea, procurador, de una parte sustancial del goce.

 La clave de la rúbrica, del garabato que acompaña a la firma del nombre propio, es su pertenencia al orden de la letra; sus únicos poderes son los literarios.

 Firmar es un acto de escritura.

 Lo más difícil de captar en el acto de la firma es su relación con el cuerpo y con el goce.

 La formalidad del acto, su reproducción, su automatismo, su ritualización, deja escapar su dimensión exquisitamente gozosa y pulsional.

 Solo la rúbrica, el rasgo literal, el garabato, el arabesco preciosista, en su función eminente de marca o signo del goce (el nombre-del-goce), deja traslucir la inmixión, en el acto de la firma, de lo real del cuerpo.


El garabato ilustrado que captura el goce en sus trazos.

 No es porque uno firme "de puño...", es decir, con su propia mano, que se pone en acto el cuerpo; es porque uno firma "de puño y letra", inscribiendo el trazo literal, la rúbrica, la letra ornamental, artística, sobre la superficie de la hoja, que se inmiscuye el cuerpo, y, con él, el goce.

 Al signar se deja caer una letra, un S1, arrancado del cuerpo, sobre la hoja en blanco.

 Este rasgo literal, del que uno se desprende, se separa, es portador del ser de goce.

 ¿Cómo es posible que la literatura actúe como el guardián del goce (parafraseando al "El guardián en el centeno")?

 La letra, elemento de lalengua, es un trozo del cuerpo, un real fuera de sentido, cuyo goce escapa al significante fálico.

 Es importante referirse al acto de la firma como acto de signatura.

 Signatura es un término latino que significa señal.

 La signatura privilegia la señal hecha con números letras.

 En el diccionario de la lengua, la primera acepción de signatura es señal, y, la segunda, es: "Señal de números y letras que se pone a un libro o a un documento para indicar su colocación dentro de una biblioteca o un archivo".

 Otra acepción de signatura, cercana a la anterior, es: "Señal generalmente puesta en números al pie de la primera página de cada pliego para gobierno del encuadernador".

 De signatura deriva signatario, "el que firma (signa)".

  El significado más común de signar es"Hacer, poner o imprimir el signo"; "dicho de una persona: poner su firma".

 Todo este excursus significante-semántico tiene como objetivo otorgar a la  firma la función de signatura, de señal o de signo del goce en el cuerpo (de ahí la importancia del lazo que se establece entre la firma y el tatuaje).

 En síntesis: firmar es poner o imprimir la signatura, el signo, la señal, la marca, la rúbrica del goce, sobre la superficie topológica del cuerpo.

 El que signa, el que pone su firma, es signatario del goce, en el sentido de que lo a-firma, lo rubrica, asiente y consiente a él.

 En la firma, en su función constituyente de la realidad de goce del sujeto, como encarnadura de lalengua, no se trata de una pérdida o de una ganancia, de un más o de un menos, de un déficit o de un superávit, sino, como ya lo hemos planteado, de una modificación radical del régimen de goce, que implica el acceso, a través de la letra, al litoral del goce, otro, del cuerpo.

La firma: el signatario del goce

 ¿Cuál es el valor y el sentido de la firma en su referencia al nombre propio?.

 En un trabajo que se titula "Arqueología de la firma", escrito por Luis Gusmán (Revista de Cultura Ñ; 24 de mayo), se traza el camino, el recorrido, desde el sello arcaico a la signatura.

 Desde el principio, en relación con la función de la firma, de la signatura, se destaca el valor de la singularidad, en tanto poner la firma es un acto del sujeto -parlante y escribiente-, que tiene el valor de validar la propia palabra y la acción a través del trazo, de la marcación escrita del nombre propio (se olvida siempre poner el énfasis en la función de goce del garabato).


La función de goce del garabato

 II) La firma de Irene 

 ["Miedo"; Novelas; Stefan Zweig; Acantilado; Barcelona, 2012}].


Stefan Zweig

 Con su acto -porque se trata de un verdadero acto (no de un pasaje al acto)- de buscarse un amante de lo más indecoroso e inconveniente (el pobre pianista), Irene, tira la casa por la ventana, hace añicos la vajilla (¿quién se hará cargo de los platos rotos?), desencadena un auténtico terremoto de grado ocho en la escala de Richter, que desestabiliza la posición de su marido, hasta ese momento tan seguro, arrastrando de paso la alfombra persa bajo sus pies, dejándolo a los pies de los caballos de pura sangre (con un mosqueo monumental).

 ¡Pobre Friz!, está enfrentado con un maremoto, el del sexo, además femenino, que, para más inri, es notodo, y solo cuenta con un frágil árbol, pequeño y descarnado, insignificante, para protegerse de las acometidas furiosas del mar bravío (léase el tempestuoso deseo de su mujer).

 Friz, como el petit Hans, a pesar de la diferencia de edad, poco tiene que hacer con su pequeño o gran falo, con su cosita de hacer-pipí, para defenderse de un goce en plena ebullición, que ha derribado los diques instaurados por y para el ser-en-el-mundo burgués.

 Ir a ver a su amante a un tugurio infecto, en los extrarradios proletarios de la ciudad, arrastrando los bajos de su vestido por un auténtico lodazal, manchando su honor y su prestigio, temiendo ser descubierta a cada momento, a cambio de nada, por unos segundos de un placer efímero, disfrutado a la carrera, a machamartillo, ¡Ufff...! ¡Qué agobio!

 La cuestión pasa por un cambio de tempo o de discurso. Algo así como transitar, en la relación con el Otro, de un tempo allegro prestissimo con fuoco a otro tempo allegretto grazioso, regido por el ad libitum del deseo. Pero, para lograrlo, hay que contar con el bálsamo auxiliador del significante, con el beneplácito imprescindible del prójimo, del buen samaritano .

Estas cosas del amor no se pueden hacer con prisas, de forma vertiginosa; esto es verdad, pero, a pesar de ello, o gracias a ello, al riesgo, al peligro, a la incertidumbre que comporta esta auténtica escapada, fuga, a los confines de su mundo burgués, a la frontera con los bárbaros y con lo bárbaro (¿no es el goce algo bárbaro?), el acto de buscarse un amante, no deja de ser un hito en su historia, una auténtica epopeya, excitante aventura en pos de un deseo, pequeña locura en la que uno se pone el mundo por montera y que sea lo que Dios quiera.

 Irene, en su acto, está poniendo en acto un deseo causado. ¿Causado por qué?... por una auténtica nada, porque el pianista es nada más y nada menos que nada.

 Todo lo que rige el discurso de la histeria, su cultivo intensivo del deseo, abonado por (a) la palabra, parte de su condición de sujeto dividido por el significante ($), que ha dejado olvidado, como quien no quiere la cosa, en un pequeño rincón de su existencia, en su corner más recóndito, su ser de goce (que objeta su falta-en-ser), ese pequeño @, el resto insignificante, el objeto de todas las angustias, del des-precio a la vez que del máximo a-precio.


Apreciar el discurso en la histeria 

 Donde hay un deseo causado, es decir, mutatis mutandis, en el gabinete del músico, ahí tiene que haber un objeto @.

 El músico, ingenuamente, se cree que es él, que él es el @; ahí confunde el falo con ese petit resto que se escabulle por todos los resquicios.

 Si él es algo, aunque en realidad no es nada, es solo el medio para que Irene se pueda preguntar por el deseo del Otro (por ejemplo, por el deseo de Friz), pregunta que, en tanto compromete a la causa, es la mejor autovía para acceder al reducto donde habita ese objeto innombrable.

 Todo lo que se relaciona con el pianista se inscribe en el registro de lo inclasificable y de lo innombrable. "¡Vade retro Satanás!"

 En el gabinete del pianista-amante tiene que haber, de forma necesaria, como carta obligada, un $ dividido y un objeto @. ¿Dónde están?

 Si uno es sustancialista le pasará como al prefecto de la policía del cuento de E. A. Poe "La carta robada", el cual, por su condición de espacialista, es incapaz de localizar aquello que pertenece al orden de la lettre (carta letra).

 Gracias a un juego de escritura sabemos que la letter reposa en la litter (basura). En ese lugar inmundo es donde se localiza el goce; en esa vasija, Friz o el pianista, "tanto monta monta tanto...", acumulan sus restos, sus desechos.

 Esa cosa real, de-la-que-se-goza, es el asunto inaplazable, al tiempo que inabordable, para Irene.

 El propósito primero de Irene, con ese movimiento no calculado, con ese acto loco e insensato (más loco e insensato si cabe en esa época de orden y honestidad), de buscarse el peor amante, el que puede dejar más en evidencia a su señor esposo, no es el de provocar, fastidiar, dar en las narices, tocar los c..., a su pedante e insoportable marido, al ínclito Friz, en su condición de hombre, obligado a dar pruebas fehacientes de su potencia coeundiconcipiendi y generandi.

 Friz todavía no ha marcado ni un gol. El problema es que para marcar un gol hay que tirar a puerta. Friz no ha tirado a puerta ni una sola vez. Irene ya no aguanta más. Necesita que alguien le marque un gol por toda la escuadra. Es a esto a lo que llamamos acto en el psicoanálisis.



El gol de Irene

 Irene le ha sacado una tarjeta amarilla a Friz por retener el balón y perder tiempo. Le está dando un toque de atención, un llamado al orden, para que se reporte y comporte como un auténtico hombre en la cama.

 Irene no deja de recordarle a Friz que tiene algo entre las piernas que sirve para gozar y para hacer gozar. Un Φ, un S1.

 El problema es que lo tiene en stand by (en lista de espera o en reserva). Ya ha llegado el tiempo para que Friz deje de reservarse su goce para sí mismo; a partir de ahora, lo deberá compartir con su mujercita. Y, si no lo hace, que se atenga a las consecuencias; léase: "Me buscaré un amante que me toque el piano como es menester; si es necesario en Fa sostenido mayor"


Irene quiere que un hombre la toque el piano en Fa sostenido mayor 

Es urgente y necesario que Friz, por fin, a la de tres, o a la de cuatro, ponga en juego su falo, como instrumento imprescindible para proporcionar ese goce que le falta a Irene (el goce suplementario).

 Friz ya no se puede escaquear más. Se tiene que poner manos (¡o falo!) a la obra. "A la burguesía rogando y con el mazo (¡o falo!) dando".


Con el falo dando o gozando

 Hay un real en todo esto, entre Friz e Irene, de lo más gozoso, y, per consequens, molesto, perturbador, atravesado y atravesador, que ha sido omitido, renegado, por este dueto burgués, al que hay que poner a trabajar discursivamente, en una pere-laboración significante, para que entre en danza, en liza.

 Irene lo único que ha hecho, es cierto que sin mucha delicadeza, de una forma un tanto brusca e inopinada, ha sido mover la alfombra sobre la que reposa la silla en la que Friz dormita el sueño de los justos; con el loable fin de despertarlo, para que se sacuda de encima su sopor y se vayan juntos a la cama, en comandita, que falta les hace... ¡poder gozar el uno del otro de ese goce que falta¡.

 No es necesario tener un cuchillo entre las piernas. Ni levantarse a no sé cuantas para probar la virilidad. Sí que es necesario, aunque inimaginable, disponer de un aparato parlante en la entrepierna. Esto es lo único que nos prepara y dispone para el goce, por muy poco preparados y dispuestos que estemos (no existe training, instrucción, formación, amaestramiento, del goce).

 Se trata de un goce al que podemos llamar porta-voz, que se basta y se sobra solito, sin micrófonos, altavoces o aparatos de alta fidelidad.

 De hecho y de derecho, el goce-portavoz es el de más baja fidelidad que existe. Hasta el punto que una vez sí y otra también le fallamos (no confundir con le follamos).

 El amante de Irene es a la vez el portavoz de su goce y el goce portavoz. Por eso ha elegido a un pianista, con su caja de resonancia y todo (¿no escuchamos tañer los acordes del goce, sus fugas y contrapuntos?).


La caja de resonancia del goce

 El movimiento-sujeto de Irene, el que la arrastra a caer entre los brazos de un amante, tiene el valor de un acto de deseo, como tal causado.

 La causa del deseo siempre tiene algo de misterioso, sobre todo, porque está antes y no después. Y, además, porque tiene que ver con la falta.

 El sujeto del acto de deseo no puede ser más que un sujeto dividido: $.

 Dividido implica que padece la spaltüng, la hendidura, causada por su tachadura por el significante.

 El objeto del acto de deseo, hecho a tontas y a locas, sin saber el por qué, sin pensar en las consecuencias, no puede ser otro que el @.

 El es una caída, en tanto se manifiesta como el resto, el real que se desprende, que se separa, del cuerpo, en la dialéctica Sujeto-Otro (la dialéctica del significante).

"La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular".

Zona de intersección, de alienación-separación, entre el Sujeto y el Otro

 Irene, entre los brazos y los abrazos de su amante pianista, es un $, una auténtica inconsciente, es decir, alguien que no sabe lo que quiere debido a que no sabe lo que dice, o que dice lo que no sabe (habla sin saber); en resumidas cuentas, alguien al que le falta algoNadie lo dudaría: "¿Qué hace una mujer como tú en un sitio como este?".

 ¿Por qué busca Irene su deseo entre la mugre, entre los restos de una sociedad absolutamente satisfecha y harta de sí misma, hastiada, en la que ya no hay nada que desear? Porque el deseo, en contra de las apariencias, es un objeto. Lacan ha bautizado a este objeto con el nombre propio de una letra, la @.

 ¿Por qué el deseo está más en lo fallido que en lo logrado; en el fracaso que en el éxito; en lo insatisfactorio que en lo satisfactorio; en lo que cae que en lo que se sostiene; en lo vulnerable que en lo invulnerable; en lo residual que en lo finiquitado; en lo a-moral que en lo moral o inmoral; en el que en el i (a)?

 Habría que preguntárselo a Irene a partir de sus incursiones en ese terreno de lo prohibido, de lo @-moral.

 Es obvio, resplandeciente, luminoso, que, para Irene, el objeto @, aquello que la hace gozar, es lo menos evidente, lo más apagado, oscuro, carente de cualquier brillo del pianista fracasado, pluriempleado, amante a tiempo parcial.

 Como con la música no le llega, tiene que hacer de gigolo.

 El pianista, para Irene, es la última vuelta de tuerca de una mujer que está de vuelta de todo.

 Es la vuelta de todas las vueltas, la que, al girar sobre sí misma, hace que todas las demás giren alrededor de ella.

 Por eso, Lacan, se refiere, en el giro de la demanda, alrededor del alma del toro, a la vuelta de más, la que rodea el agujero central -corriente de aire-, la que nunca se cuenta, la que lleva la contabilidad, la vuelta del deseo.


El agujero del deseo, a la vuelta de todas las vueltas

 Irene, con el amante pianista, se va a dar la vuelta del (al) deseo, esa que no tiene vuelta de hoja, que es sin vuelta, sin retorno. Este es el motivo de que tenga más problemas con las vueltas que con las llegadas.

 Mientras tanto, con tantas vueltas, con tantos tantos, visitas al amante, va atornillando al marido.

 Insisto en que el movimiento de Irene no es un impulso motor, el desplazamiento en calesa, ida y vuelta, a la casa de su amante.

 Es el movimiento (con toda la ambigüedad del término) de un sujeto causado por un deseo.

 Habría que introducir aquí la cláusula: "Lo que la mueve... lo que la causa.

 Aunque no se perciba, porque no es especularizable, eso que moviliza en ese primus movens ("ho ou kinoúmenos kineî"; "Lo que mueve sin ser movido"), es siempre un objeto @, que se localiza en el campo del Otro, en función de causa del deseo (¡y de plus de gozar!).

 Al objeto @ propongo rebautizarlo con el nombre propio de objeto tarado (tara: "Defecto de una cosa manufacturada, especialmente el que no pasa de ser una leve imperfección que disminuye el valor de un objeto").


El objeto @, el objeto tarado

 El objeto no es el pianista -que es un i (a)-, sino lo que causa el deseo del pianista. Aquí, en este registro, entra en juego la chantajista, la supuesta amante del pianista, encarnación eminente de un objeto que presenta una tara mayúscula.

Como psicoanalistas lo que interrogamos es ese Otro-movimiento que dirige al sujeto hacia su deseo (que siempre se mantiene a distancia).

 El deseo, aquí y ahora, entre los amantes, actúa como un atractor extraño.

¿Qué es un atractor extraño"El atractor extraño es aquel que conduce a dos puntos con condiciones de partida muy parecidos, a lugares muy distantes dentro de un sistema.".

 Los dos puntos de partida, con condiciones muy parecidas, corresponden a la posición inicial de Irene y del pianista, del amante y de la amada.

 El problema es que el objeto causa del deseo, del fantasma, el @ en su función de atractor extraño, en vez de acercarlos, de hacerlos Uno, cada vez los aleja más; la distancia, así como la extrañeza, se incrementan de forma exponencial (se ahonda la hiancia que los separa).

El atractor extraño

El amor, que prometía salvar el abismo, suturar la hendidura, es ganado de mano por el deseo, que, en vez de aproximar los cuerpos, de fusionarlos, complementando, adecuando sus goces respectivos, los distancia, los extraña (en el doble sentido de extrañamiento"tratar como a un extraño" y  "desterrar a un país extranjero"). 

 El movimiento de Irene hacia su amante (que le permite situar en un lugar del mapa al objeto @) tiene el carácter de un acto del sujeto ($) porque, lo que la lleva a rodear (surround) el borde (surround) del agujero del deseo, en los alrededores (surroundings) de la ciudad Imperial de Viena, es un objeto-causa.

 Lo de Irene no es un jueguecito; incluso, no es un pasatiempo burgués, de mujeres ociosas, divertidas y disipadas; tampoco se trata de jugar al ratón y al gato con el boludo de Friz, de engañar un ratito al que, de por sí, no puede estar ya más engañado, para así poder sentir el vértigo de lo prohibido, el aroma picante del engaño y de la infidelidad.

 Todo esto son juegos de salón burgueses, permitidos, incluso prescritos, para poder soportar la existencia, para huir del aburrimiento y de la nadificación.

 Lo de Irene no es un juego, es algo muy serio. Por eso, en el horizonte, sobrevuela la presencia ominosa de la muerte.

 Para Irene, nada de esto es un juego porque se la está jugando.

 De ahí, el miedo, su sobrecogimiento, la angustia que no falta, que acompaña a todos su movimientos; el único afecto que no engaña, que no juega con los sentimientos, solo con lo real, con eso que para nada es un juego de niños; y, si lo es, solo puede ser eso, un juego de niños, porque ya se sabe que los niños se dedican a jugar con las palabras como si fuesen cosas, disparatando a troche y moche, a diestra y siniestra.

  En todo caso, si Irene juega a algo, es al juego del deseo, a un especie de Fort-Da para adultos, en el que el carretel, el pedacito de madera, el cachito de madre, con su cuerda y todo, es el amante con su piano.

 Es evidente que un piano tiene cuerdas, así como todo tipo de pequeñas piezas, muchas de ellas móviles, como unos martillitos que percuten, por lo que es perfectamente posible jugar al Fort-Da con él.


El Fort-Da pianístico

 Sobre todo, tiene una una caja de resonancia que permite oír la música.

 El piano es un aparato que habla -un falo parlante-, que dice musicalmente, que canta, lo que va a facilitar las cosas, llevar el ritmo del cha-cha-cha o del Fort-Da-Fort-Da-Fort-Da...

 La música nos permite llevar el ritmo del Fort-Da -uno, dos, uno, dos...- cosa fundamental para no tropezar o pisarle al compañero en los callos.


El baile del Cancán

 El acto de Irene, danzado con el amante, significa el deseo de tener un deseo, que, si es posible, si se sabe dar los pasos, si la música acompaña, si la composición es bailable, si el cuerpo se suelta, si se desata lalangüe, deberá ser el deseo del Otro.

 Dicho de carrerilla: el deseo de Irene es tener un deseo que sea el deseo del Otro (no el deseo de uno, que no es deseo ni es nada, que es demanda pura y dura).


El deseo de tener un deseo que sea el deseo del Otro

 A esto se asocia el deseo de tener un nombre propio, que no sea una carta otorgada (en francés, <<charte octroyée>>: "declaración oral por la cual el rey se comprometía a gobernar a sus súbditos de una forma despótica"), concedida por la graciosa majestad del amo, sino el suyo propio, el nombre de su deseo, el que es portador de la cifra del goce.

 Para poder tener un nombre propio como dios manda, que no sea el nombre de todos, el derivado del nombrar-para-algo materno, sino el nombre-del-padre, es necesario grabar nuestra firma, nuestra rúbrica, sobre el cuerpo del Otro.

 Este acto es lo único que permite sostener la certeza de que hay goce.

 El movimiento-acto de Irene tiene el efecto de una piedra lanzada en el centro de un bello estanque burgués, que agita las plácidas aguas de su vida familiar, un tanto estancadas y pestilentes debajo de su límpida transparencia, provocando auténticos remolinos, ondas concéntricas, que marean hasta la nausea a los tranquilos paseantes que deambulan por las recoletas avenidas, en las que los pájaros parlantes schreberianos brillan por su ausencia.


La piedra lanzada al estanque por Irene

 Irene ha nombrado la soga en la casa del ahorcado, el deseo y el amor en palacio de las apariencias, las buenas formas y los convencionalismos.

 Dicho en pocas palabras: ha nombrado la bicha (o, la firma, que es lo mismo). [La bicha: culebra o reptil"¡No me mentes la bicha!"].

 El movimiento de Irene se transmutará en acto si cuenta, para hacer sus cuentas, con el Otro. Si no es así, podrá degradarse, al ser absorbido por la trituradora de lo imaginario.

 Todo pasa por la marca, por la rúbrica del Otro, por ese trazo (unario), que, al tachar el deseo, al anularlo (la mejor forma de reafirmarlo), divide, con su firma, al sujeto ($), imponiéndole un nombre propio, que validará ante los otros, de forma pública y reconocible -legalizada- su palabra y su acción.

 Hay un momento en el que Irene, acosada por la chantajista, teme perder la relación con sus hijos y con su marido, que, en ese momento, por mor de las circunstancias, empieza a apreciar y a valorar.

 Irene está siendo aspirada por una especie de torbellino, capturada en un bucle, atrapada en un conflicto aparentemente insoluble, en el que, por una parte, no se decide, por dignidad, en defensa de su verdad, a borrar su firma de ese acto amatorio loco ("pelillos a la mar"), ni tampoco a rubricarlo definitivamente ("poner los puntos sobre las íes"), haciéndose responsable de ese deseo cuya marca ha estampado sobre las blancas sábanas en las que ha retozado, triscado, brincado, jaraneado, gozosamente, con su amante, abandonando en la estampida todo tipo de huellas-resto.

 Todo se juega aquí alrededor de la validación del deseo, la legalización del goce, que quedará documentado, sellado y timbrado, como es de obligado cumplimiento, en el vínculo sexual con el pianista y con su piano (que interviene como tercero en la relación).

El documento del goce, sellado y timbrado

 Ante el notario de las palabras, el Otro con capacidad de dictaminar, habrá que anular o ratificar el acto de la firma, la marca de escritura del nombre propio, rubricada sobre el cuerpo del amante.

 ¿Será Friz capaz, también él, de ratificar su firma, de pone en liza su nombre propio, no como abogado de causas perdidas, sino en relación con la causa perdida de su mujer, con el goce femenino?

 Plantea Luis Gusmán, en su trabajo, que la firma es lo más propio singular de un hombre.

 Los propios usos lingüísticos, a través de la expresión "póngale la firma", manifiestan que la firma tiene la función de un rasgo de autentificación, de rúbrica de la palabra dada, que se aproxima al valor de un juramento (no se puede jurar o firmar en falso) .

 Dado que lo que un sujeto pone a través de la firma, en ese verdadero acto juramentado, autentificado, notariado, es el nombre propio, en tanto rasgo, rúbrica, trazo de escritura en su máxima singularidad y unaridad, que lo hace reconocible, identificable, de-nominable, llamable, ante y por los otros, el enigma que nos sale al encuentro es por lo que se signa, se estigmatiza, al rasgar la piel de un documento.

 Aunque en "Miedo" no hay ningún notario, por lo menos de forma oficial, y a Irene no se le presenta para su firma ningún documento con valor legal, contractual, es evidente que todo el argumento gira en torno a si ella está dispuesta sí o no a rubricar, con todas las consecuencias, caiga quien caiga, su acto de sujeto, poniendo ahí, negro sobre blanco, su nombre propio ("lo escritoescrito está"; "scripta manent": "lo escrito permanece").

 El que actúa como notario tramposo, sumido en una auténtica contradicción, es Friz.

 Pone su esperanza y todos sus esfuerzos en que Irene borre su firma, la reconozca como nula, se arrepienta, deje al amante ("Este hombre no significa nada para mí"; Firmado: Irene).

 Para ello, utiliza el arma del chantaje y de la extorsión, provocando el miedo en Irene.

 Entre los bienes del mundo y la verdad de su deseo, ¿qué elegirá Irene?

 Si Irene pone su firma, autentificando, validando, rubricando su movimiento de deseo, este acto,
más allá de la buena o mala voluntad de Friz (que, aquí, sin lugar a dudas, es mala), va a tener consecuencias sobre el orden de los bienes, en el que, falsamente, Irene vive inmersa.

 Una ganancia en el orden del deseo implica necesariamente una pérdida en el orden de los bienes (a esto se le suele llamar la castración).

 El bien, cualquier bien, como la riqueza, el lujo, el estatus social, tapa la falta: el .

 La función de los bienes burgueses y no burgueses es la de positivizar la falta, renegar de la castración, sustraerle su signo menos(φ).

  Si ella  no estampa su firma sobre esos restos que manchan las blancas sábanas, conservará los bienes, pero perderá el supremo bien, el Bien Soberano, la falta, el : el vacío del vaso, del sexo femenino, aquello que alberga el misterio del goce.

 El nombre propio tiene una relación privilegiada con el goce.

 En su función indiciaria o sígnica privilegia la marca del goce.

 El vaso, la copa de la feminidad, lleva escrito, en sus paredes, un nombre propio, el de aquel que encuentra ahí, en el vacío, su goce singular. 


El goce femenino

 Lo de menos es el episodio de Irene con su amante. Esto puede quedar reducido a una novela rosa, a un asunto de cotilleo, de "corazón corazón". De aquí, del melodrama, de sus tintes románticos, no vamos a poder sacar mucha agua del pozo. Es necesario introducir el elemento que comporta la seriedad, a la vez que la diversión, del affaire amoroso.

 El amante, como todo lo que tiene que ver con los sujetos humanos y sus relaciones, es, ante todo, un significante.

 ¿Qué significa el amante de Irene en su función de significante? Como cualquier significante, hasta el más pintado ("aunque la mona se vista de..."), significa... nada... la nada del deseo, la que es causa de su pasión, de su vorágine irreductible, no de su furor uterino, sino hystérico.

 No es lo mismo nada de deseo, la así llamada afánisis del deseo, que el deseo de nada, que se sostiene sobre la afánisis del sujeto, sobre su hendidura, causada por la spaltüng significante.

 En la segunda parte de la novela, una vez que el amante ha dejado de servir como significante, que ya no cumple con sus funciones, que ha caducado, Irene lo abandona, ya no significa nada para ella.

 El valor del amante como significante no depende de ninguna significación imaginaria, sino de su remisión a Otra-cosa. ¿Qué es esa Otra-cosa de la que hace semblante el amante?

 El amante, para Irene, está en el lugar de su goce, es el representante de la representación (Vorstellungsrepräsentanz).

 El deseo del sujeto, en su dependencia del deseo del Otro, es un x, una incógnita.

 Por eso, Irene, en sus incursiones en territorio enemigo, en zona prohibida, no deja de mostrar una cierta curiosidad sexual o deseo de saber.

 Irene tiene la necesidad de aprovisionarse, sea como sea, aunque tenga que buscarlo en la alcoba de un pianista fracasado, del material imprescindible (significante) para poder asomarse a la del deseo, que no es otra cosa que la pregunta por el deseo del Otro: Qué quiere?

Insistimos, si el amante hace función de significante, de representante de la representación, es porque actúa como una especie de relé que va a permitir el acceso de Irene al circuito del deseo.

El circuito del deseo con sus complejos relés significantes, por donde circula la pregunta por el deseo del Otro

 ¿Cuál es el deseo de Irene? Lo desconocemos. Lo único que sabemos es que su deseo es entrar en el circuito del deseo.

 ¿Cuál es el interruptor, el pulsador, el conmutador, que le permitirá abrir (también cerrar) el circuito del deseo? Ya hemos dicho dos: la del deseo; el -φ de la falta castrativa.

 Estas son dos teclas (letras) que hay que pulsar siempre para introducirse en los laberintos del deseo, en las arenas movedizas del goce.

 Teclear estas dos letras nos conduce a una pregunta: ¿Qué es una mujer? 

 El deseo de Irene es un deseo de segundo orden porque es una pregunta sobre una pregunta; el sujeto se interroga sobre la pregunta del deseo: ¿Qué quiere una mujer?

 Al igual que no se trata de cualquier pregunta, tampoco se trata de cualquier deseo, de cualquier frivolité o arrebato pasional, caprichoso y efímero de Irene.

 Se trata de nada más y nada menos que de la pregunta por el deseo del Otro.