La Clínica psicoanalítica y sus avatares

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lunes, 13 de febrero de 2017

Veinticuatro horas en la vida de Fiódor Dostoievski (II)


 I) Dostoievski: "El gran pecador"

 Para poder descifrar esta vertiente de la personalidad de Dostoievski -la del gran pecador-, Freud se apoya en la novela de Stefan Zweig, Veinticuatro horas en la vida de una mujer, cuyo protagonista es un jugador irredimible, que, antes de renunciar al goce, prefiere morir.

 Cuando nos damos de bruces con el demonio del goce, que nos posee con su maléfico poder, con su irresistible atracción, haciéndonos perder cualquier atisbo de dominio de nosotros mismos (nos comportamos como unos auténticos posesos, irresponsables e inconscientes), siempre nos encontraremos, a la vuelta de la esquina, con la figura, imposible de esquinar, de La Muerte.


El rigor mortis: el rigor de la cadena del significante


 Uno de los semblantes preferidos del goce del Gran Otro es el de La Muerte. También el del Azar y la Necesidad. O el del Tiempo y las Figuras del Destino.

 El goce, en el Más allá del principio del placer, sobrepasada la barrera de la homeostasis, hace borde con La Muerte.

 En las crisis de gran goce, después de la fase de las convulsiones tónico-clónicas, en la que los nervios del cuerpo son agitados violentamente por un goce huracanado, el sujeto queda sumido en un estado de inconsciencia profunda, de coma, parecido al de la muerte.

 En el momento del desencadenamiento súbito de la crisis de gran mal, el sujeto se precipita al suelo como un árbol fulminado por un rayo, cortado por el hacha de un leñador, con el riesgo de sufrir graves traumatismos.

 El status epiléptico, en la repetición incoercible de las crisis, puede acabar en la muerte.

 No es que el goce busque directamente la muerte, sino que la búsqueda del goce, al desarrollarse en un territorio donde el umbral del equilibrio orgánico, de la homeostasis, del principio del placer-displacer, ha sido traspasado, forzado, transgredido, puede conllevar la muerte.

 Las costuras del cuerpo, sometidas a una presión extrema, pueden abrirse, saltar, desgarrarse. De ahí que podamos hablar de los costurones del goce en el cuerpo (que tienen función de marcas), parecidos a aquellos que inflige la cornada de un toro en su combate con la muerte.

 II) La ruleta de todos los infortunios

 En Veinticuatro horas en la vida de una mujer, la pasión del juego, la apuesta del goce, se juega entre dos muertes: la decisión de acabar con su vida, por parte del protagonista, después de haber perdido todo su capital (de sujeto) en la ruleta de Montecarlo; y su suicidio, unos años después, desesperado y definitivamente hastiado de la vida. Entre medias, el amor entregado y abnegado de Mistress C., la elegante dama inglesa.


Stefan Zweig: Veinticuatro horas en la vida de una mujer


 El combate, la lucha cuerpo a cuerpo, se dirime entre la pulsión de vida y la pulsión de muerte, entre Eros y Tánatos, entre el amor y el goce. El asalto final es ganado por el goce, y, con su triunfo inapelable, vence la muerte sobre la vida.

 Veremos que al final las cartas se reparten de otra forma. El significante no se rinde, no depone sus armas. Juega sus bazas hasta el final. Y, en un largo relato en primera persona, dirigido a un Otro que escucha, Mistress C., puede reconstruir las veinticuatro horas más decisivas en su vida de mujer.

 Aparentemente, el amor omnipotente tiene que rendir sus armas ante esa bolita caprichosa e inconsistente, saltarina y voluble, que, en sus giros vertiginosos, encarna la figura inviolable, imposible de doblegar, insobornable, del Azar.

 No hay que olvidar nunca, si uno no quiere extraviarse, que no hay azar sin goce, que el azar no es sin el goce.

 Hay automatón, la insistencia de los significantes, las leyes del azar; a la vez que tijé, accidente, trauma, el encuentro siempre fallido con lo real (es fallido no porque fracase, sino porque deja un resto).

La bolita, negra y brillante, la figura del Azar, es a la vez la figura del Otro. Por eso, lo que gira interminablemente, de forma caótica, más allá del equilibrio, en el circuito infernal de la ruleta de la fortuna y de los infortunios es el Qué me quiere?, el Che Vuoi.


La bolita del azar


 Es una pregunta sin respuesta. Su única respuesta es el significante de la falta en el Otro. La respuesta es que no hay La respuesta. Hay respuestas, en plural, la de cada uno (una respuesta).

 El jugador, des-afortunado en el juego y afortunado en amores, tiene la certeza de que existe La respuesta.

 La respuesta es que el Otro quiere su aniquilación, su perdición, su destrucción, su desaparición.

 Por eso, las pérdidas, más que las ganancias, son la prueba incontrovertible, el testimonio infalible, del deseo del Otro, de un Otro que sabe-lo-que-quiere (se trata de un Otro que es un dios oscuro, que demanda objetos sacrificiales, a partir de una voluntad inquebrantable de goce).

 El jugador, instituye la figura de un Otro completo, no-tachado. Es ese general ruso, que, en el delirio yoico del jugador, siempre gana, sabe todas las combinaciones, escapa a las leyes del azar, haciendo semblante de un Otro absoluto, que se sostiene como tal en su rechazo (verwerfung) del significante de la falta en el Otro.


El Che Vuoi


  De ahí que el joven austriaco no se percate de que el general es manco, que le falta un brazo, que está castrado, que es tan falible como todos los otros, sujeto igualmente a los malentendidos del lenguaje, a los accidentes desafortunados de ese goce que nos hace tropezar, caer, des-barrar, meter el zanco (o el brazo).

 El psicoanálisis tiene también la conformación circular de una ruleta.

 En la ruleta analítica están escritas las cifras del destino del sujeto.

 Son las cifras del significante, con las que se teje la trama de la historia.



La ruleta analítica


 En la ruleta del significante gira y gira la pequeña bolita. Es el objeto @, que salta, alegre y juguetón, despreocupado, olvidado de todo, entre significante y significante. Ha abandonado toda seriedad. Solo le preocupa su diversión, su distracción, su satisfacción.

 Está alegre, joyful, porque ha escapado a la sujeción de la cadena (a la insistencia de los signos).

 Es el goce que brinca, salta, retoza, feliz y dichoso, entre los significantes.

 Se trata, en esta juerga desvergonzada, no del goce del Gran Otro, todo fálico, sino del goce femenino, notodo fálico.

 Justo este goce charlatán y mujeriego es el que el jugador patológico no puede disfrutar.

 Este desgraciado está abonado a un goce serio, severo, que no admite ninguna broma, ningún malentendido, con el que no se puede hacer ningún chiste.

 Otra vez la petit bolita se pone a rodar: ¡Hagan juego señores! Sus movimientos imprevistos, sus giros incalculables, sus saltos inesperados, sus choques azarosos, nos sorprenden una y otra vez, dejándonos con la boca abierta.

 Es la contingencia, que se ha inmiscuido entre los nexos, los eslabonamientos, del Azar-Necesidad.

 Si no se interpreta que esa bolita díscola, que rueda en caída libre, campo traviesa, es el goce (¿pero qué goce?), no se comprenderá nada sobre la pasión del jugador.

 Si tampoco se capta que en la ruleta del significante, en la rueda del Azar-Necesidad, entre cifra y cifra, entre dos trazos unarios, hay un agujero, casi una fosa, en donde habita el gran goce (el gran mal), o el goce del Gran Otro (imaginario-real), no se entenderá nada de esa vorágine que arrastra al jugador patológico a su perdición, a su aniquilación, a su abismación (de abismo).

 El jugador patológico de la novela de Zweig está firmemente fijado en el abismo de la Necesidad, en el goce del Gran Otro.

 Por eso, aunque no convulsiona como un epiléptico, su cuerpo está poseído por un gran mal, por un gran goce, con sus declinaciones sintomáticas: el goce del mal (San Fiódor, el gran pecador) y el mal del goce (la manía del juego de Dostoievski).


¿Qué goce?


  III) El jugador patológico y el jugador psicoanalítico

 El jugador patológico se caracteriza porque juega a perder.

 El jugador psicoanalítico se caracteriza porque juega a pura pérdida.

 El jugador patológico se juega el todo por el todo al goce del Gran Otro, al abismo del gran mal (gran goce).

 El jugador psicoanalítico se juega el nada por el nada al plus-de-gozar, a la bolita oscura y brillante, al objeto @.

 El objeto @ es una bolita voluble, caprichosa, inestable, imprevisible, impredecible, inaudita, incalculable, sorprendente, sugestionable, suelta.

 También, obstinada, incontrolable, inmanejable, in-educable, resistente, insobornable, de ideas fijas, agarrada.

 La bolita salta de casilla significante en casilla significante a su albur, por sus santas ganas.

 En un psicoanálisis, el truco es sencillo: hay que poner en movimiento, para que empiece a rodar, para que gire, la bolita de la fortuna, el objeto @, plus-de-gozar (plus-de-jouir).

 Lo interesante es que esta bolita brincadora, díscola, inconsecuente (pero plena de consecuencias), es portadora de la interrogación fundamental: Qué me quiere?

 El deseo del analista es que esta bolita juguetona, la bolita @, o la @-bolita, sea la única y exclusiva portadora del goce que se anuda a esta pregunta, con exclusión de cualquier otra.

La @-bolita


  El matema de esta pregunta, motor de la transferencia, causa del Sujeto Supuesto Saber, es el significante del Otro tachado.

 Podemos representarnos el anudamiento borromeano RSI, proyectado sobre un plano, como un gran tapete del juego de la ruleta.

 En ese tapete están inscritos (escritos) todos los números-significantes, que giran en la ruleta, en su insistencia repetitiva, alrededor del borde de los anillos RSI.

 En el centro del tapete de los infortunios, rodeada por las casillas donde se escribe la cifra del destino de cada uno, está la ruleta de la fortuna (la que decide nuestra suerte),

 En su rueda horizontal, dividida en treinta y seis casillas radiales, alternativamente rojas y negras, gira la bolilla negra.

 Ahí, en ese tiempo circular, en su eterno retorno, ese objeto oscuro y rodante, salta, brinca, hace cabriolas, colisiona, se retuerce, se revuelve, se agita, convulsiona; sobre todo, danza, poseído por un irresistible frenesí.

 En el centro del anudamiento borromeano RSI, en el agujero virtual del triskel, también ejecuta su loca danza el objeto @. No está quieto, bulle, vibra, tiembla, oscila, choca, en los círculos del tiempo, en el entretejido del tapiz RSI.


La cifra del destino del sujeto se decide en una mesa de juego


 El objeto @ es un Dios Jano, que tiene dos faces, dos semblantes: un menos (-): la x que se sustrae al saber (el objeto perdido); un más (+): la x que excede al saber (el plus-de-gozar).

 El menos y el más, el minus-de-gozar (la pérdida) y el plus-de-gozar (el exceso), impiden en consuno (de común acuerdo), que cualquiera de los goces -el del sentido, el fálico y el Otro- se cierre sobre sí mismo, totalizándose.

 IV) Mistress C. y un hijo muy poco pródigo (que no quiere retornar a la casa paterna)

 En la novela de Zweig, una mujer, Mistress C., con la fuerza todopoderosa del amor, quiere salvar a un hombre (cuyo nombre desconocemos). Pero este hombre, innominado (el sin-nombre), solo quiere perderse.

 Se desarrolla una justa, un torneo, en el que participan dos combatientes: el Amor (con A mayúscula) y el goce. Mejor dicho, los goces del amor (en plural) y el goce único, absoluto -¡destructivo!- del Gran Otro (el singular del dios oscuro).

 Uno quiere el bien; el otro, el mal. La búsqueda del bien, al sostenerse en la pulsión de vida, en el Eros, desea la unión, la fusión. En cambio, el jugador patológico está habitado, poseído, por el espíritu del mal, por un instinto tanático, que solo anhela la perdición, la separación, la fragmentación, la disolución.

 No hay happy end. El goce de la aniquilación vence al Amor. El deseo de disolución corporal, de nadificación, es mucho más fuerte que el deseo de unión de los cuerpos para ser Uno.

 Es una historia sin moraleja. La única enseñanza es que no hay enseñanza. Que las mejores intenciones se estrellan contra el muro del goce. Que lo que mal empieza mal acaba. Que en la vida, a diferencia de los cuentos, la Bruja siempre vence al Hada Madrina (esto lo saben hasta los niños).

 La potencia siempre está del lado de la bruja y de sus encantamientos.

La bruja siempre vence


 Solo hay una salida: la palabra.

 En el momento de la angustia, del peligro mortal, hay que gritar la verdad, a las paredes, o en medio del desierto, a pleno pulmón, hasta que nos duelan los oídos, hasta que seamos escuchados, como no dejarán de hablar, si los demás callan, hasta las piedras de Galilea:

 "Habiéndole hallado allí algunos Fariseos, dijeron a Jesús: Maestro, haced callar a vuestros discípulos. Pero él les respondió: en verdad os digo que si ellos callaren, las piedras levantarán su voz" (Entrada de Jesús en Jerusalem).

 La salida es la del discurso del analista, la transferencia, el acto psicoanalítico... Dios mediante, el deseo del analista.

 No es que el amor de Mistress C. se muestre débil e impotente frente al poder fascinante del juego, que no es otro que el de un goce que se nos sustrae continuamente. El problema es que los goces del amor no le hacen sentirse vivo a este jugador ya jugado, que no sabe jugar con la topología y el tiempo.

 Para poder existir necesita de forma imperiosa someterse y entregarse absolutamente al goce mortal del Gran Otro, a ese mal del gran goce, que le hace sentir su cuerpo: que vibra, tiembla, se agita, duele, pincha, aguijonea, hiere, muerde, al ritmo de los reveses de la fortuna, de los golpes del azar, de las infidelidades de la suerte.

 La máxima del jugador es: "Cuanto peor mejor".

 En su tragedia se capta con entera transparencia que en todo síntoma se pone en juego un goce. Que el sujeto goza, en el sentido de que se satisface, con el dolor y el sufrimiento del síntoma.

 Frente al síntoma patológico esta el sinthome que construye Mistress C.

 La oposición aquí en acto es la de la búsqueda, desde una posición femenina, la de Mistress C., del objeto de la castración, cuya función es la apertura de la dimensión de la falta, del amor, frente a la captura, desde una posición masculina, la del jugador patológico, del objeto fetiche, cuya función es el apartheid de dimensión de la falta, del deseo, que aboca a lo peor, al gran mal.

 Para sentirse dolorosamente vivo es mucho más eficaz la espada ardiente de la muerte que los placeres de la vida (entre los que ocupa un lugar privilegiado el amor).

 El hijo no tan pródigo lo que quiere, sobre todo, es perder. No tener fortuna en el juego, perder en la partida, es el signo inequívoco de que el Otro-infalible (que no puede fallar o equivocarse) desea su perdición, su destrucción, su desaparición.

 La figura del Azar, en su vertiente mortífera, como fatalidad, es uno de los modos de representación de los dioses oscuros.

 Para obtener el testimonio incontrovertible del goce de ese Otro al que, siguiendo a Lacan, denominamos, en su condición sanguinaria e impenetrable, el dios oscuro, el jugador se ofrece en holocausto como objeto sacrificial: si el Otro quiere mi muerte es porque me quiere.

Esta entrega como signo de sacrificio a lo más mortífero del goce de los dioses oscuros comporta necesariamente la forclusión del Che VuoiQué me quiere ?

 Esta es la interrogacíon central -ética- que el analista, desde su función de deseo,  está llamado a sostener en un psicoanálisis (no hay que retroceder ante el deseo).


x = Qué me quiere ?



 En la novela Veinticuatro horas en la vida de una mujer (Stefan Sweig; Novelas; Ed. Acantilado; 2012), el Gran Otro oscuro entra en escena al final de la representación, encarnado en la figura siniestra del general ruso manco.

Su castración imaginaria, su mutilación corporal, es el signo de la opacidad de ese goce aniquilador que va a arrastrar al jugador jugado a su definitiva y total perdición.

 El jugador que no se la juega tiene la certeza delirante que el general ruso (¡ese pobre inválido de guerra!) detenta un método que le hace ser infalible en la ruleta de los infortunios; que sabe con antelación, antes de que la bolita empiece a hacer cabriolas, cuál es el número que va a salir en cada partida.

 Si este Otro sabe la cifra de la partida es que no está partido, tachado, dividido, castrado, por su sujeción a la ley del lenguaje, a la férula del significante.

 El general ruso, ese pobre infeliz, con agujeros en los bolsillos, que mira hasta el último rublo de su pensión de guerra, con las insignias laureadas en la pechera ya un tanto oxidadas, hace semblante no del Sujeto Supuesto Saber, sino de un Otro-que-sabe (poseedor de un saber no fallido, no fallado por el significante, in-equívoco).

 Al hacerle al otro Amo y Señor del Azar (¡y es usted el que le concede esa gracia!), el jugador no-incauto (ya sabemos que los no incautos yerran) forcluye la falta en el Otro.

 En ese momento, se ha vuelto definitivamente loco, es irrecuperable para la causa.


El lobo rabón: homenaje al Hombre de los lobos


 El jugador imperial apuesta a las mismas bazas que el General Manco, le sigue ciegamente en sus jugadas, perdiéndose ahí del todo, abismándose en su propia destrucción.

 El jugador maniático (de manos), convencido de que está tocando con los dedos de la mano La Jugada Definitiva, La Madre de todas las jugadas, no se percata que ese tullido, mutilado, lisiado (que habría perdido su brazo en alguna estúpida batalla más), es el signo ominoso de la Muerte:

 "Yo no lo entendía. Solamente vi que estaba loco por el juego, que lo había olvidado todo, su promesa, su compromiso conmigo y con los suyos. Pero aun dentro de su delirio [ella capta que se ha vuelto loco] me sedujo involuntariamente de tal modo que acepté de buen grado sus palabras y le pregunté a quién se refería [es el momento en que ella se lo encuentra de nuevo en el casino, traicionando su promesa de volver con su familia y saldar sus deudas. Está dilapidando el dinero que ella le prestó para el viaje y la casa de empeños].

 -Me refiero a aquel señor, el viejo conde ruso que no tiene más que un brazo [el sujeto no dice que le falta un brazo; por lo tanto, reniega de la falta] -murmuró muy cerca de mí para que nadie pudiese oír su mágico secreto-. Fíjese: es ese del pelo blanco que tiene detrás a su criado [el criado es el Otro del Otro]. Gana siempre. Le observé ayer; debe de conocer alguna combinación, y yo sigo siempre su juego... [se trata de un Otro-que-sabe, hasta el extremo de ser infalible, por no estar fallado, o bien follado, por el significante]... También ayer ganó en todas sus apuestas..., [otra vez la forclusión de la falta en el Otro: no perdió nada] solamente que yo cometí la imprudencia de seguir jugando después que él se retirara...; sí, fue una imprudencia... Ayer debió de ganar veinte mil francos... y también hoy ha ganado todas las apuestas... Yo sigo siempre su juego... Ahora...


El mensajero del azar 

 
 Se interrumpió sin terminar la frase al oír que el croupier lanzaba su penetrante grito de <<Faites votre jeu>> e inmediatamente su mirada vagó lejos para detenerse en el sitio donde, sereno y pacífico, se sentaba el ruso de barba blanca que prudentemente colocaba en el cuarto cuadro una moneda de oro y después, vacilante, otra [esta vacilación del Otro, que aboca a un Otro-vacilante, es desmentida por el joven vienes]. Enseguida las manos nerviosas del joven cogieron varias monedas de oro y las colocaron en el mismo cuadro. Y, cuando un minuto después, el croupier gritó: <<¡Cero!>> y su raqueta limpió de un solo movimiento toda la mesa, el joven siguió con la mirada, como si presenciase un imposible, el dinero que huía lejos..." [el ¡Cero!, que limpia toda la mesa de significantes, anuncio del golpe sin porvenir de la guadaña de la Muerte, es el grito en lo real de la causa del deseo, al haber sido rechazada, en una condena sin apelación, irredimible, del lugar del Otro] (Veinticuatro horas...; Págs. 442-443).

 Mistress C., la heroína de la historia, está viajando por Europa, para tratar de curarse de un estado de profunda melancolía. Su marido ha muerto hace varios años. Sus hijos son ya adultos y se han independizado. Su papel de madre y de esposa ha concluido. La muerte y el tiempo le han puesto punto final:

 "(...) Nunca la más leve sombra enturbió nuestro matrimonio. Los dos hijos que tuvimos son ya adultos. Cuando llegué a los cuarenta años, murió inesperadamente mi esposo (...) El mayor de mis hijos servía entonces en el ejército, el menor estaba aún en el colegio; así es que me quedé completamente sola...

  En el fondo, mi vida me pareció desde entonces absolutamente insensata e inútil. El hombre con quien durante veintitrés años había compartido todos los instantes y todos los pensamientos había muerto; mis hijos no me necesitaban (...) Para mí misma no quería ni deseaba ya nada." (Pág. 393).

 ¿Y su condición de mujer? Esta es la asignatura pendiente de esta bella, elegante y educada mujer inglesa. La flor de su feminidad se ha marchitado, agostado, justo cuando comenzaba a brotar. Su destino de mujer ha quedado abortado antes de ver la luz.

 Más allá de la demanda de madre y del ideal de esposa lo que ha quedado en suspenso, detenido (en souffrance), es la realización de su deseo de mujer.

 Para poder saber qué es una mujer, cuestión que la implica en su condición radical de sujeto, deberá hacer un tour, una tourne, un giro, una vuelta, por el lugar del Otro.

 Necesita contar con el deseo de un hombre que se sienta irresistiblemente atraído por el goce enigmático de una mujer.

 El goce femenino pone en juego el falo y un suplemento no-fálico. Por eso. la mujer es notoda.


La tourne de la pulsión alrededor del agujerp


 El problema es que Mistress C. va a buscar a su Otro en el casino, donde rueda una bola infernal, dionisíaca, que, al valer su peso en goce, aleja a los hombres de los placeres apolíneos del sexo.

 No se da cuenta que ese Otro terriblemente añorado y anhelado está en ella, hasta el punto de que ella, al ser Ella, no es ella, sino Otra mujer.

 IV) Las manos del jugador (¿masturbadoras?)

 Cuando entra Mistress C. en la sala de la ruleta del casino de Montecarlo, hastiada de la vida, asqueada de sí misma, buscando un momento de distracción, de esparcimiento, entre el resplandor de las luces y el alegre bullicio de las personas, decide fijar su mirada únicamente en las manos inquietas, ávidas, acaparadoras, tristes o alegres, de los jugadores:

 "(...) Huí de la sociedad porque no podía soportar las miradas compasivas que cortésmente me dirigían al verme tan enlutada. No sabría decirle cómo pasé aquellos meses de vagabundeo; únicamente sé que no tenía otro deseo que morir, pero me faltaron las fuerzas para acelerar tan doloroso anhelo.

 Por la noche, después de la cena, no sintiéndome aún lo bastante fatigada para irme a la cama, entré en la sala de juego, y, aunque no jugase, iba lentamente de una mesa a otra, observando de una manera especial al grupo de jugadores allí reunidos...

 (...) tampoco entonces [en visitas previas al casino con su marido] encontraba el menor interés en la uniformidad de aquellas caras extrañas [las de los jugadores], hasta que un día mi marido, cuya pasión secreta era la quiromancia, la adivinación por las líneas de las manos, me enseñó un modo especial de mirar, que era realmente más interesante y que impresionaba y excitaba más que el soporífero mariposeo alrededor de las mesas: consistía en no mirar nunca a los rostros, sino únicamente al cuadrilátero de la mesa [el cuadrilátero de la estructura: la cadena borromeana proyectada sobre un plano: los cuatro lugares del discurso] y sobre todo las manos de los jugadores y su manera particular de moverse [manos = objeto @]. Ignoro si usted habrá fijado alguna vez por causalidad su atención exclusivamente en el tapete verde, en el centro del cual la bolita vacila como un beodo, de un número a otro [el objeto @ salta y se escabulle entre los significantes, entre S1 y S2], y dentro de cuyo cuadrilátero, dividido en secciones, llueven a modo de maná, arrugados pedazos de papel [ todo lo que es del orden del resto], redondas piezas de oro o plata, que luego la raqueta del croupier, a semejanza de una fina guadaña [la presencia de la muerte] siega y arrastra hacia sí [el minus-de-gozaro empuja como una gavilla hacia el ganador [el plus de gozar]. Observándolo desde esa especial perspectiva, lo único que varían son las manos (...) todas asomando por la caverna de su respectiva manga... (Págs 393-395).  

 En un juego de adivinación, que tiempo ha compartió con su marido, intenta deducir el estado anímico y emocional de los jugadores, su modo de reaccionar a los triunfos y reveses de la fortuna, sus ganancias y pérdidas, a partir de la expresión de sus manos, de los movimientos inconscientes de los dedos, de sus automatismos motores, de sus espasmos corporales, de sus secretas agitaciones, esperanzas y desesperanzas:

 "(...) Que el hombre se descubre en el juego es una vulgaridad, ya lo sé, pero yo digo que su mano lo descubre todavía mejor durante el juego (...) Pero, por lo mismo que su atención está tensamente concentrada en el esfuerzo por dominar la expresión del semblante, que es la parte más visible de su ser, olvidan las manos, como olvidan también que hay individuos que las observan y que descubren en ellas todo lo que más arriba intentan disimular los labios sonrientes y las miradas aparentemente tranquilas. Y las manos ponen al descubierto, impúdicamente, su secreto... (Pág. 396).


El lenguaje de las manos: la expresión amorosa



 Ella ve sin ser vista.

 Se detiene fascinada en unas manos rotas, contraídas por el dolor, huérfanas, abandonadas, que son la viva expresión de una pasión sexual insatisfecha, de una sed insaciable de amor.

 Ella, dispuesta a la entrega, que cree en la virtud salvífica del elisir de amore, ha encontrado, por fin, lo que buscaba, un hombre al que curar de esa enfermedad universal que es el mal de amores (versión clásica del no hay relación sexual lacaniano).

 Mistress C. dispone de dosis ingentes de la medicina del amor, el bálsamo de Fierabrás, que calma todas las dolencias del alma y el cuerpo.

 A pesar de su buena voluntad, se confunde. Ese joven no busca el amor sino el goce.

 Y el amor, que cree en la redención, que ve claro, es incompatible con el goce, que es irredento, que está ofuscado, que no ve o que ve turbio, que quiere saborear las heces del vino de la vida hasta el final, hasta los últimos posos.

 El amor busca la salvación. El goce, la perdición.

 El amor quiere ganar al otro para su causa. El goce quiere perder-lo. No hay común medida, proporción, entre ganancias y pérdidas.

 ¿Qué es lo que ella ve? Podemos decir, que, en primera instancia, en el instante de la mirada, ella ve El Amor (o la falta de amor). Mistress C. se enamora del Amor. 

 Se trata del amor no en su vertiente imaginaria, narcisista, sino en su dimensión simbólica, de falta, de tendre amour, en el doble sentido de dulce, tierno, pero también de ese amor que se estira, que tiende un lazo.

 Del amor de un hombre al que ella, en su fantasma, imagina que le falta el amor de una mujer.

 Mistress C. está melancólica porque rebosa de amor pero no encuentra a nadie a quien amar, a quien hacer el don de su maná (palabra que procede de un término egipcio, mennu, que significa alimento).

 El supuesto receptor de su maná amoroso, el jugador austriaco, se manifiesta, al final de la historia, después de un comienzo promisorio, como un auténtico inválido del amor (por eso sigue el juego del general ruso manco). Se le puede catalogar como un auténtico mutilado en asuntos amorosos.

 Sufre de una auténtica incapacidad amatoria motivada por la amputación de lo que se puede  denominar la causa del amor, que no es otra que la falta: el verdadero amor es dar lo que no se tiene a quien no lo es.

 El principal pecado del hijo pródigo (que despilfarra sus bienes) es que no es nada pródigo (generoso) con la falta.

 Al no poder dar su falta, se comporta como un auténtico negado en el juego del amor (se le puede calificar más que como un canalla, como un necio).

 En cambio, Mistress C. dispone del suficiente capital amoroso para ponerlo en circulación.

 Sus fondos amorosos, listos para ser invertidos, se benefician de un interés compuesto, incalculable, resultado de multiplicar el símbolo por la falta.

 El multiplicando del símbolo por el multiplicador de la falta da como producto el maná -el alimento- del amor.



                                                      



 V) El maná

 ¿Qué es el maná? Es un objeto de amor al tiempo que un objeto de deseo.

 Es el objeto de don que Dios entrega todos los días (excepto el sábado) a su pueblo elegido, el pueblo de Israel, como alimento espiritual y material, en su destierro de cuarenta años en el desierto, con el que se sella el pacto de la Alianza.

 Según el libro del Éxodo, el maná era una especie de pan enviado todos los días a los israelitas durante su largo peregrinaje por el desierto. Cuando lo comían, nutrían su cuerpo, al tiempo que alimentaban su espíritu con el Amor de Yaveh. Era la prueba tangible de que su Señor no les iba a abandonar.

 Se encuentran referencias a midrashes judíos (textos exegéticos de la Torá) que interpretan que el maná tenía el sabor y la apariencia de aquello que uno más deseaba.

 En el Éxodo se narra que el maná aparecía cada noche y cada mañana después que el rocío hubiese desaparecido. Por las mañanas, el maná debía ser recogido antes de que el calor del sol lo derritiese.

 Ante las diferentes versiones sobre el momento de la recogida de la cosecha del maná, si en la noche o en la mañana, exegetas posteriores concluyeron que el maná se recogía entre dos humedades (la del rocío nocturno y el diurno).

 El Talmud babilónico explica que las diferencias en la descripción del maná se debían a que su gusto variaba según quien lo tomaba: miel para los niños; aceitunas para los jóvenes; pan para los mayores (referencias tomadas de Wikipedia).

 El amor es dar lo que no se tiene a quien no lo es.

 Mistress C. está en posición de amante (ama desde su falta) porque su amor consiste en dar el maná que no tiene a quien no lo es.

 Ella está dispuesta a dar el maná que le falta, el maná de la falta, a su hijo pródigo, que lo necesita con urgencia, al estar carente de todo alimento espiritual. El pequeño fallo es que éste no está dispuesto a recibirlo porque se le ha atravesado un goce jodido.

 Si el jugador jugado quiere comulgar con la hostia sagrada de lo simbólico, con el maná del significante, tendría previamente que arrepentirse de sus pecados y purificar su cuerpo, pero no está dispuesto a pagar con la penitencia de la castración.

 Renuncia a arrodillarse y convertirse verdaderamente ante el altar del Otro.

 Su orgullo le impide inclinar la cabeza ante el Altísimo:

 "En su compañía retrocedí hasta la iglesia, que era un pequeño templo de ladrillo.(...)

 -Póstrese delante del altar o delante de cualquier imagen que le sea sagrada y haga la promesa de la cual le he hablado antes.

 Me miró asombrado, casi horrorizado. Pero, habiendo comprendido rápidamente, se acercó a un altar, hizo la señal de la cruz y se arrodilló obediente. [La respuesta inicial es la del sometido, la del que se prosterna ante la demanda del Otro].

 -Repita las palabras que yo le dictaré- le dije, temblando yo misma de emoción-, repítalas: Juro...

-Juro...- repitió él, y yo proseguí:

 -Juro... -repitió él, y yo proseguí:

-...que jamás volveré a jugar por afán de dinero, que nunca más inmolaré mi vida ni mi honor a la pasión del juego. [Ella capta bien que el juego es una pasión, un goce, que tiene una vertiente destructiva de inmolación, de sacrificio masoquista, en el que, un sujeto, causado por un objeto pulsional -el dinero-, traspasa la barrera de los bienes, del placer: la vida y el honor].

 Repitió tembloroso esas palabras, que resonaron claramente en el ámbito desierto del templo (...) De pronto, aquel joven se dejó caer al suelo al modo de un penitente y empezó a pronunciar en polaco rápidas y confusas palabras, movido por un frenesí verdaderamente insólito. [es el momento de la posesión por el gran goce o el gran mal. Esas palabras no son las suyas, está enajenado; el espíritu del Otro se ha apropiado de su cuerpo y habla a través de él].

 Debía de ser una plegaria extática, una plegaria de arrepentimiento y de acción de gracias, puesto que a cada momento su agitada confesión le llevaba a inclinar humildemente la cabeza, pronunciando cada vez con mayor exaltación aquellas extrañas palabras y repitiendo incesantemente una de ellas con un fervor indescriptible [es todo lo contrario, no acepta inclinar su cabeza ante el Otro. Es el fervor del frenesí o el frenesí del fervor. Frenesí = goce]. Nunca, ni antes ni después, he visto orar de aquel modo a nadie. Sus manos crispadas arañaban el reclinatorio de madera; todo su cuerpo parecía sacudido por un huracán interior que ora le hacía erguirse presa de loca exaltación, ora le abatía de nuevo contra el suelo. [las convulsiones de la epilepsia subjetiva desencadenadas por un exceso al que llamamos goce. La palabra epilepsia, en su etimología, procede de un verbo griego que significa yo cojo, Su significado etimológico es: ataques súbitos que sobrecogen. El prefijo sobre hace referencia a ese exceso que coge (en el sentido de capturar, agarrar) al cuerpo]. No veía ni oía nada; todo él parecía hallarse en otro mundo, en un purgatorio de transformación o en un tránsito de elevación hacia una esfera superior. [en realidad, por lo que está sacudido, como se verá después, es por el impulso de volver al frenesí del casino, para adorar con fervor no una esfera superior, sino la bolita esférica en su loca agitación]. Al final, se levantó lentamente, se persignó y volvió con esfuerzo la cabeza. Sin embargo, al mirarme, brillaron sus ojos, y una sonrisa de pura y sincera devoción iluminó la exaltada expresión de su semblante; (...)

 -Dios me la ha mandado. Le doy las gracias. [frase totalmente ambigua] (Págs. 430-431).


Dios me lo ha mandado


  En esa anorexia pertinaz del jugador contumaz falla la segunda condición del amor, que permitiría que el amado, en este caso el hijo pródigo, pudiese recibir el maná amoroso de Mistress C.: que no lo sea, que también le falte algo, aunque sea una pizca de amor.

 Pero el hijo pródigo, el jugador incurable: lo es, no le falta nada (o, en todo caso, le falta la falta):

 "Eso fue para mí aquel desencanto, desencanto que no quise confesarme ni entonces ni más tarde; pero el sentimiento de una mujer lo adivina todo sin necesidad de palabras, inconscientemente. Porque... ahora ya no me engaño: si aquel hombre me hubiera abrazado y me hubiera pedido que le siguiera hasta el fin del mundo, no habría vacilado en deshonrar mi nombre y el de mis hijos; hubiera partido con él, indiferente a todas mis amistades y a todas las conveniencias sociales (...) incluso me habría prestado a pedir limosna, y probablemente no existe bajeza en el mundo que no hubiera cometido por él [el maná del amor: ella está bien dispuesta a situarse en posición de falta] (...) Pero..., como dije antes..., el extraño joven no vio en mí a la mujer..., mientras yo ardía por él con loca intensidad..." (Págs. 434-435). 

 Él ya ha encontrado el maná, lo tiene identificado, localizado. Para él, el maná, es su propia destrucción, su perdición.

 Paradójicamente, el mal es la fuente de todos los bienes, el cuerno de la abundancia. Es aquello que le lleva a busca la muerte con ahínco, desesperación, furor.

 Ha encontrado el goce absoluto, sin reparo, sin menoscabo, en su pérdida, en su aniquilación.

 La bolita negra y brillante no deja de repetirle: Tú estás muerto. Y el general manco es el sepulturero que viene a recoger sus despojos mortales:


Tiépolo, 1740; Los hebreos recogiendo el maná


  VI) Vuelta a las manos

 El amor actúa aquí como pantalla de otra cosa que normalmente uno no está muy bien dispuesto a ver, por no decir que no quiere ver en absoluto. ¿De qué se trata?

 Estrictamente, lo que ella ve, en la sala de juego, es algo que no se puede ver, que escapa a la mirada. Lo que ve, en esas manos, más allá de los rostros, de los semblantes, es el goce.

 ¿Se trata del goce específico del jugador? No, es algo que lo sobrepasa. Lo que ella percibe, con su mirada de águila, es lo mismo que Freud capta en el rostro del Hombre de las ratas: Un goce por él ignorado. Goce cuya sustancia es el lust en el tormento, la befriedigung en el horror.

 El escenario privilegiado en donde se hace presente el goce, el Otro, es el cuerpo.

 De alguna forma, Mistress C., al fijar su atención en las manos, en una parte sensible (en todos los sentidos de la palabra) del cuerpo del otro, que ella, por algún motivo que desconocemos (aquí habría que remitirse a su fantasma fundamental), re-corta, se encuentra, sin querer, con su propio goce, en su anudamiento necesario con el goce del otro (hay que ubicar las manos en la lúnula de la intersección entre el Sujeto y el Otro).  

Las manos del jugador son también las manos de Mistress C. 


 Esas manos que se agitan, separadas del cuerpo, son a la vez sus manos y las del otro.

 Son las manos que ella comparte con el otro, que habitan en el entretejido de lo cuerpos, en un espacio transicionalentre-dos.

 Su estatuto es el del objeto @, el objeto transicional de Winnicot:

 " (...) Y cuando uno aprende y se acostumbra, como yo, debido a la pasión de mi marido, a observar esa muchedumbre de manos [aquí las manos surgen como un objeto con entidad y vida propia, hasta el punto de que puede constituir una multitud, una muchedumbre], la explosión, siempre variable, siempre diferente, siempre inesperada, del temperamento particular de cada persona, nos causa un efecto más emotivo que el teatro o la música. No me es posible describirle las mil maneras de mover las manos en el juego: las hay como de bestias salvajes, de velludos y curvados dedos, que arrebatan ferozmente el dinero [otra vez la individuación de las manos, identificadas a una bestia salvaje, como una metáfora de la avidez extrema del goce pulsional]; otras, nerviosas, trémulas, con las uñas pálidas, que apenas se atreven a avanzar; otras, nobles y a un tiempo viles, tímidas y brutales, vivas y a la vez torpes; y otras, vacilantes..." (Pág. 397).


Esas manos y no otras


 Entre todas las manos a las que ella presta atención, algo la detiene, la fija, la atrae intensamente, hacia unas determinadas manos: hacia esas manos.

 Esto nos indica que esas manos, en su singularidad, y no otras, tienen función de objeto causa del deseo:

 "(...) Me quedé estupefacta. En aquel momento vi dos manos -crea que me sobresalté, la derecha y la izquierda, como nunca había visto [la función de la rememoración como opuesta a la reminiscencia]; dos manos convulsas que, como animales furiosos, se acometían una a otra, dándose zarpazos y luchando entre sí de tal modo que las articulaciones de los dedos crujían con el ruido seco de una nuez cascada... (Pág. 398).

 Esta escena tiene valor de acontecimiento: el reencuentro de Mistress C., sobre el trasfondo de la pérdida objeto, con el objeto @ (las manos) en su dimensión de plus-de-gozar.

 Ella capta ese exceso de goce en esas manos convulsas que se acometen como animales furiosos.

 Mistress C. confiesa que esas manos son únicas, que nunca se había encontrado en su vida con unas manos como esas, tan extra-ordinarias (algo fuera de lo común, de lo compartido por todos: una marca singular que singulariza):

 "(...) Eran manos de singular belleza, extraordinariamente largas y estrechas, aunque al mismo tiempo provistas de sólida musculatura, muy blancas, con las uñas pálidas y las puntas de los dedos finamente redondeadas. Yo las hubiese contemplado toda la noche -me sentía maravillada por aquellas manos extraordinarias, únicas-. pero lo que especialmente me impresionó fue aquel frenesí, aquella expresión locamente apasionada y aquella manera de luchar una con otra (...) Se abatieron ambas realmente desfallecidas, inertes, con una plástica expresión de extenuación, de desengaño, como heridas por un rayo, como una existencia que se apaga, y en forma tal, en fin, que no encuentro palabras con que expresarlo [lo real del goce se hace presente en ese límite de lo simbólico, el de lo imposible, donde faltan las palabras con que expresar-lo]. Nunca había visto y nunca más veré unas manos tan elocuentes, en las que cada músculo parecía dotado de palabra y en las que el sufrimiento parecía exhalarse por cada poro [son manos que hablan, dotadas del poder de la elocuencia, marcadas por la función del significante] (...) No, nunca, nunca había visto yo manos que hablasen con tan viva expresión, que estuviesen poseídas de una excitación, de una tensión tan espasmódica... [el cuerpo hablante, con su componente gozoso]". (Págs. 398-399). 

 El objeto @ (aquí en su aspecto más manipulable y manoseable) es un objeto único, inigualable, irreductible a cualquier proporción (rapport), solo aprehensible en un relato (como el de Mistress C. sobre esas veinticuatro horas, únicas e irrepetibles, de su condición de mujer).


La palma de la mano


 Esas manos reales, en su valor de objeto @, causan a Mistress C. en su condición de sujeto del deseo (sujeto tachado por la barra del significante): la estupefacción de Mistress C. en su losange con las dos manos convulsas.

 Sujeto de deseo significa sujeto tachado, abolido, causado en su deseo por el objeto @.

 Insistimos en que Mistress C. no es causada en su deseo por el jugador como persona, como otro-sujeto. No se trata de una relación intersubjetiva.

 Mistress C., en su condición de sujeto tachado, es causada por las manos del jugador en su valor de objeto @.

 Esas manos, caídas sobre la mesa de juego, desprendidas de su dueño (¿hasta qué punto es dueño de sus manos?), que se comportan como si tuvieran una vida propia, independiente de su portador, tienen el estatuto fundamental de ser un objeto separable del cuerpo.

 Se puede afirmar, con toda propiedad, que el @, en su caída, se sustrae al cuerpo, le falta y le sobra, está  en una relación de menos y más:

 "(...) Todo lo demás de  aquel vasto local: el zumbar de las salas, el grito de los croupiers, el ir y venir de unos y otros, e incluso aquella bolita que ahora, sacada de su escondrijo, saltaba como una endemoniada dentro de su jaula redonda, bruñida como un parquet..., toda aquella vertiginosa multitud de impresiones relampagueantes y fugaces que influían crudamente sobre los nervios me parecieron muertas, como petrificadas, al lado de aquellas dos manos trémulas, anhelosas, jadeantes, impacientes, heladas; al lado de aquellas dos manos soberbias ante las que me sentía como hipnotizada." (Págs. 399-400).

 El sujeto tachado, causado en su deseo por el objeto @, lo captamos en esa especie de hechizo, de fascinación, de transporte (llevar al otro lado), de éxtasis (ek-stasis), cercano al desmayo, cuando Mistress C. se confronta a la visión de esas manos únicas (y a ese rostro inigualable):

 "(...) Si alguien me hubiese observado entonces, hubiera tomado mi inmovilidad de acero por un caso de hipnosis [la inmovilidad de acero es la expresión del sujeto tachado], y realmente algo tenía de eso mi estado de completo alelamiento (...) No sentía nada, no advertía nada, no notaba que la gente se agolpaba a mi lado... [la repetición del nada]" (Pág. 403)

 ¿Qué es lo que ve Mistress C.? En realidad, no ve nada. Está ciega. Mejor dicho, enceguecida. El resplandor, el brillo fulgurante, que se desprende de esas manos, la ciegan. Solo tiene ojos para esas manos.

 El resto del mundo ha desaparecido, se ha desvanecido. Las conversaciones que la rodean se reducen a un murmullo lejano, casi inaudible, de voces. Las luces brillantes de la sala de juego, se han apagado.

 La realidad toda se ha reducido, en una especie de estado crepuscular, a esas manos.

 Se puede afirmar que Mistress C. está viendo lo que no se puede ver, porque no tiene imagen especular, el objeto @.

 Al ver las manos no solo está viendo el objeto de su fantasma, la letra @, causa del deseo.

 Al ser las manos un miembro de un cuerpo vivo está percibiendo algo que goza, que sufre, que duele. Está viendo el goce del otro:

 "(...) mis ojos no perdieron nunca de vista aquellas mágicas manos que con cada uno de sus músculos expresaban plásticamente toda la escala ascendente y descendente de los sentimientos..." (pág. 402). 

 En apariencia, está viendo la desesperación extrema de un jugador que ha apostado su vida a todo o nada cuando pierde en el juego de la ruleta. Perder es igual a perder la vida.

 Ella intuye que el jugador, después de haberlo perdido todo (el dinero, sus estudios, la consideración de su familia, su honor, el respeto propio, etc.) se va a suicidar:

  "En este momento me quedé helada, pues adiviné enseguida hacia dónde se dirigía aquel individuo: aquel individuo se se dirigía hacia la muerte [no es casual la doble repetición del término individuo, sobre todo si se piensa en su significado literal: no dividido. Y uno sólo puede estar dividido por dos cosas: por el significante y por el objeto @]. Quien de tal modo se levantaba, no iba al hotel, ni al bar, ni al lado de su mujer, ni a la estación, ni a otro lugar cualquiera donde hay un hálito de vida, sino que iba a precipitarse directamente al abismo [la renuncia a cualquier objeto de deseo por la atracción del abismo del gran mal, del goce mortífero del dios oscuro. En el abismo falta la luz]. Hasta el más indiferente hubiera podido adivinar que aquel hombre ya no tenía reservas ni en casa, ni en el banco, ni en ningún otro sitio, y que habiéndose sentado a la mesa del Casino con su último dinero, aportando su vida como postrera apuesta de juego, se dirigía ahora hacia cualquier parte, sin duda, pero seguramente fuera de la vida.

 Su determinación es salvarlo de la aniquilación, mostrarle que en el mundo existen cosas por las que merece vivir y luchar (por ejemplo, el amor de una mujer), que la muerte no es la última palabra, la definitiva, el punto final.



La ruleta. Edward Munch. 1892


 Lo que ella no puede captar en ese momento es que el amor no tiene la fuerza del goce, que la vida no tiene el poder de la muerte, que las pérdidas son mucho más excitantes que las ganancias, que en este jugador hay un deseo de perdición que le lleva a buscar el abismo para así poder encontrarse con ese goce que hemos llamado el gran goce (gran mal), el goce del dios oscuro (el goce del general mutilado).

 Este es el único goce que le hace sentirse vivo (aunque para ello tenga que morir).

 Lo que caracteriza a este goce es que no acepta ser redimido por el amor (como se muestra en esta historia).

 La paradoja es que el jugador, cuanto más pierde, más sufre, más goza, más vivo se siente.