La Clínica psicoanalítica y sus avatares

El esquema óptico de Lacan; un florero muy floreado

El esquema óptico de Lacan; un florero muy floreado    Si nos detenemos en el esquema óptico de Lacan, tomándolo como exponente de la estruc...

viernes, 29 de julio de 2016

De Anna O. a Dora y tiro porque me toca...


Anna O. 

 I) De Anna O. a Dora y hablo porque me toca

 El caso de Anna O. es princeps para el psicoanálisis.

 Fue Breuer el que llevó a cabo este tratamiento.

 Gracias a él, se descubrió el método catártico de tratamiento de los síntomas histéricos.

 Cuando se lo comunicó a su amigo Freud, éste quedó muy impresionado. Hasta el punto que, estando en París, estudiando la histeria con Charcot, le informó a este reputado neurólogo sobre el caso, al que no prestó mayor interés. (Él se lo perdió.) 

 Se trata de una histeria grave, con manifestaciones sintomáticas que podrían corresponder, en determinados momentos críticos,  a una locura histérica.



Josef Breuer 

 Todo marcha sobre ruedas en esta talking cure (cura de conversación), que es así como la bautiza la propia paciente, hasta que se produce un abrupto final, con abandono del tratamiento por parte de Breuer, cuando se confronta a lo que Freud llama un suceso adverso. (Utiliza una palabra inglesa: untoward event.

 Este suceso adverso es la confrontación de Breuer con el componente sexual de la transferencia, bajo la forma de lo que se ha dado en llamar un falso parto histérico, fruto ficcional de un embarazo imaginario, efecto de los cuidados médicos de Breuer. (En la interpretación de Ernest Jones.)


De palabra a palabra y tiro por que me toca 

 Frente a la precipitación de Breuer, con Dora hay que ir muy lento para no fallar a (con) la histérica.

 Hay que trabajar el caso Dora con ritmo lento, a la vez obstinato.

 La metodología: una lectura especiosa (en el sentido de captar lo más precioso del texto), despaciosa, pausada, que se detenga en las puntuaciones que introduce la histeria en su discurso. 

 El objetivo: no fallar -para no fallar a la histérica- a la cuestión del goce, a la multiplicidad y unicidad de los goces.

 El goce del Amo, del que cree que sabe, pero que, en realidad, no sabe nada, y, además, no se ha enterado; hasta que la histérica hace mutis por el foro. (¡De eso se trata, del foro en sentido propio, del sitio en que los tribunales oyen y determinan las causas!)



El discurso del foro 

 Del goce de la mujer -¿o de una mujer?-, de ese goce del que nadie sabe nada, cuyo instrumento, notodo, es el falo.

 Lacan dixit: ¿qué es el falo (real)? Aquello -¿qué?- hace obstáculo a la relación sexual que no hay, porque es imposible: lo real es lo imposible, ergo, lo que hay que interrogar con las palabras; las pocas o las muchas que uno tiene o no tiene; más bien que no tiene, que le faltan

 Y, por último, last but not least, no el goce del analista, que del goce no sabe nada, que, sobre todo, no sabe cómo se goza, sino del deseo del analista, el cual, en tanto función, interroga el discurso en el punto de la máxima diferencia, ahí donde habita el objeto @, en su estatuto real, el número de oro. como media y extrema razón de la inconmensurabilidad de los goces. (El macho y el hembra.)


El número de oro

 Aquí la transferencia -el Sujeto Supuesto no al Saber, sino a la verdad sobre el goce- es testimonio de eso que no se deja capturar por las palabras, pero, que, con total certeza, nos atrapa entre las palabras. 

 ¡No me olvido, pero casi, del goce notodo, ese que, como la verdad, que es su hermana, solo se dice a medias!

 Este goce oscuro es el que Dora localiza en el cuerpo blanquísimo de la Sra. K, deslumbrante hasta tal punto que lo confunde con el goce todo, el de la Madonna de Rafael.

 De sus centelleos, fulgores, en la larga travesía de un análisis, surgen las chispas del deseo, las astillas rotas y cortantes de lo real, que punzan (herir de punta) el cuerpo, que hacen la puñeta.


¡Vete a hacer puñetas!

 II) El pasaje al acto de Dora 

 La máscara del suicidio.

 Se trata de la amenaza de suicidio de Dora, a través de una carta dirigida a sus padres, que ella deja a la vista, para ser descubierta.

 Esto es lo que motiva que el padre acuda raudo a pedir ayuda a Freud.

 ¿Se trata de un vulgar chantaje histérico?

 ¿Cómo actuar aquí desde la ética del psicoanálisis?

 ¿Qué valor tiene este síntoma? 

 Alrededor de esta cuestión del suicidio, del pseudo-suicidio, del suicidio como-sí, se plantea una problemática clínica que pone en tela de juicio la dimensión del acto, así como sus vertientes del acting-out y del pasaje al acto.

 ¿Hay que tomar en serio la amenaza de suicidio de la histérica?

 ¿O nos conformaremos con acusarla de manipuladora

 Está bien, tomemos esta acusación de la psiquiatría, la de manipulación, y démosle la vuelta, subvirtiendo su sentido.

 Efectivamente, la histérica es una manipuladora, pero no con el significado banal de una intención de conseguir una ventaja o un beneficio conscientes, doblegando al amo (que, para no quedar como un calzonazos, deberá reforzar su condición maestra, manteniéndose inflexible, rocoso, dominador), sino en el pleno sentido de que su actuar o actuación, su epos, se inscriben en una estrategia inconsciente, en un discurso particular, el de la histeria, con el que intenta manipular el goce, ese goce atravesado y atravesador del que el amo no quiere saber nada.


El discurso de la histeria

 Entonces, la histérica, Dora en este caso, les escribe una carta a sus padres -la carta robada-, con la que se despide y en la que pone negro sobre blanco que "o jugamos todos o se rompe la baraja".

 Con Dora hay que ir muy despacio. Hay que detenerse en los placeres preliminares, que, desgraciadamente -¡para el amo y su saber no fallado!-, hacen borde con el límite sin llegar a alcanzarlo nunca. (Solo en lo infinitesimalmente pequeño, en lo insignificante.)

 Hay que paladear, saborear, ese deseo insatisfecho que siempre nos deja con ganas, con algo que desear.

 Hay que experimentar, en la transferencia, los lapsus del instrumento por antonomasia, los pinchazos del falo. (Para no caer en el delirio del ser.) 

 Ahora, vamos a coger carrerilla, y, para lograrlo, nuestra rampa de lanzamiento será el primer sueño de Dora.

 El problema es que esa rampa es una estructura deslizante que nos pone en riesgo de resbalarnos, y, en vez de avanzar, retroceder.

 Sabiendo que retroceder no es el movimiento de los cobardes, de los que ceden ante el deseo, sino de los que resisten, los que no-ceden (con el auxilio de la verdad, la antorcha freudiana que chamusca todas las barbas), en su condición de incautos, de cautivos, del inconsciente. 

 Se trata de preservar esa posición de permanente inocencia frente al Otro, garante de un gay saber, fuente de todo tipo de sorpresas. 

 Esto es lo que le pasa a Freud, que, deslumbrado por el fuego y el humo con-siguiente se confunde cuando elige, para desplazarse en la cura, como elemento-significante fundamental, la materia líquida, el agua, que, incapaz de apagar el fuego, se transforma en todo tipo de líquidos pestilentes e irritantes: el fluor albus, el catarro genital y no genital, la orina (enuresis), etc.

 Detrás de todo está la masturbación infantil a la que Freud da una importancia decisiva en la etiología del caso. 

 No hay que olvidar que todas estas sustancias pútridas son significantes tomados del discurso de Dora; por lo tanto, ya que se trata de significantes y no de cosas, su valor significante o significativo se lo proporciona lo que podemos denominar la pregunta de Dora

 ¿Cuál es la pregunta de Dora? Ya lo sabemos (gracias a Lacan). Pero es necesario volver a olvidarlo una vez más. (¿Hasta cuando?)

 La pregunta de Dora es la Sra K.

 ¿Qué es la Sra K ? Otra vez... la pregunta de Dora.

 Para salir del círculo vicioso diremos que la pregunta de Dora, encarnada en la Sra K, es la pregunta por el el deseo de una mujer.

 Freud está empeñado, hasta la extenuación, en que el objeto del deseo de Dora es el Sr. K

 Y, es cierto, el Sr K, es un objeto interesante para Dora mientras desee a la Sra K, el verdadero objeto del deseo de Dora.

 Aunque le siente mal al Sr K, aunque le afecte en su hombría, diremos que, para Dora, él es el objeto que desea al objeto de deseo de Dora. (Estamos en la línea del deseo de deseo; del deseo de otro deseo; del deseo del deseo del Otro = deseo del significante.) 

 Si, como en la escena del lago, el Sr K declara solemnemente que ha dejado de ser el objeto que desea al objeto del deseo de Dora, que, ahora, es el sujeto que desea a Dora, esto, a Dora le sienta fatal, porque ella no quiere ser el objeto de nadie, sino el sujeto de un deseo.

 Y, para ella, el deseo del Otro está encarnado en la Sra K, es decir, en otra mujer; dicho en los términos de Lacan, en una mujer.


El esquema Z en Dora

 La hipótesis es que el alhajero es lo que hace de La mujer una mujer. Este es el objeto que Dora restituye en su sueño.

Se trata aquí de la pregunta por el estatuto del objeto, por aquello que tiene función de causa del deseo.

 El asco, en la histeria, no llama a una re-sexualizaciòn o erotización del objeto, sino a un acto de nominación.

 Lo decisivo, en el caso Dora, transita por la función paterna en su relación con el enigma del goce.

 De ahí, la importancia de los dos sueños, entendidos como sueños de transferencia, en su función más eminente. 

 La carne desnuda llama al pudor de lo simbólico, previo atravesamiento por la vergüenza.

 La hipótesis es que el asco es la expulsión sin bejahung (afirmación significante) de lo real.

 ¿No es el ginecólogo, como plantea Lacan en el Seminario II, un seudopadre, un padre imaginario? 

 Hay que seguir sin descanso no a Dora, sino al discurso de Dora; no a la histérica, sino al discurso de la histeria.

 Hay que volver a leer el primer sueño, para así poder encontrarse con las letras que constituyen las marcas regias y bufonescas de su goce.

 Porque el goce, el de verdad, el real, siempre es un poco bufón, a la par que esclavo de un cuerpo. (Los bufones de las cortes nos muestran ese cuerpo que cuidadosamente ocultan sus Amos.)


El goce bufón

 Esas deformidades, esa falta de proporción, el enanismo, la macrocefalia, el prognatismo, etc., son el canto desesperado, el grito inaudible, la perdición de la carne, que testimonian de un goce condenado para siempre, irremediablemente pecador, insoportablemente solitario. (Desde aquí hay que entender el pecado de la masturbación que condena a Dora a penar en exceso, a sufrir la mordedura de la carne, el exceso pestilente de los flujos corporales.) 

 Una posible salida se le abre a Dora en el interior-exterior de su propio sueño, que le permitirá encontrar una solución (no sintomática) al callejón sin salida, al atolladero, en que se ha metido su deseo después de la escena del lago.

 En los entresijos (cosa oculta, interior, escondida, no espiritual, sino bien real, en tanto tripas del ser; lo más cercano al deser) de los dos sueños cocinados al calor del inconsciente está el secreto de la transferencia.

 Como dice Lacan, para acceder al secreto-secretio de la transferencia el psicoanalista deberá pagar con su ser y con palabras.


El interior-exterior moebiano de los dos sueños de Dora: La solución por la topología

 En el sueño se plantea el problema al que se tiene enfrentar Dora después de la caída del pedestal de la Sra K, que le ha dejado sin recursos ideales, identificatorios, frente a la pregunta por el deseo del Otro: ¿Qué quiere una mujer?

 Es necesario, urgente, transformar el cuerpo blanquísimo de la Sra. K. en piedra, en el duro hueso del ser-significante.

 Pero, todavía, queda el padre, ese progenitor tan denostado, tan insuficiente en sus recursos, el cual no deja de ser el introductor de embajadores de la mujer, el representante de la representación femenina. (Porque, en el caso, hay dos mujeres, una que le calienta al padre y otra que no.) 

 Si la Sra K era (en pasado) La respuesta frente al enigma del deseo femenino y ya no lo es más porque para el Sr. K no significa nada, es carta obligada que Dora encuentre otro objeto-significante que establezca, más allá de lo imaginario, una mediación entre su deseo y el deseo del Otro.

 El olor a humo, que despierta a Dora con su alarma, con su prisa, puede ser la huella a seguir de un padre menos consistente, más anclado en el inconsciente. 

 El riesgo es que si no opera ese objeto paterno, ese nombre que nombra al padre como tercero de la relación, como marcador de la falta (en el sentido de marca y también de contabilizador de los tantos de la partida), signo de una carencia, Dora puede quedar encerrada en la relación con el Otro. (De ahí su obsesión en escapar rauda y veloz de la casa de los K.) 

 Ahí entra en escena ese joyero misterioso, esa cajita incorporal, ese objeto @, escapista, fugitivo, houdinesco, al que, como un fantasma (phantasie) hay que seguir la pista. 

 III) Una posible salida de la histeria más allá de la identificación histérica y de la impotencia paterna

 Dora anuda y escinde el goce al situarlo simultánea y separadamente en la Sra. K. (el enigma del goce femenino) y en el padre. (La función paterna.)

 El Sr. K. es indispensable en tanto objeto de identificación, que hace función de relé, de relevador, con la Sra. K.; también es el valido indispensable del padre gracias a su potencia (imaginaria) que suple la impotencia (simbólica) del padre.

 Cuando trata de establecer contacto directo con Dora en la escena del lago, soltando el lastre de su mujer, deja de actuar como relé significante, repetidor, amplificador, de la señal del deseo del Otro. 

 Si Dora lograse anudar en su discurso el goce a la función paterna, la necesidad al logos, esto le permitiría identificarse a lo real de la estructura, más allá de la identificación histérica. (A la impotencia del Amo.)

 Esa operación de anudamiento es el amor.

 Y su gestor o agente es el Nombre-del-Padre, ese gran libro que Dora lee tranquilamente en la soledad de su habitación, cuando el resto de su familia están enterrando al padre. (El padre muerto.)

 El goce del alhajero está envuelto, como un revestimiento precioso, por el cuerpo blanquísimo de la Sra. K.


El toro garrote: la identificación histérica: la identificación al alhajero precioso: al deseo del Otro

 ¡Se aceleran los acontecimientos! Nos situamos en la escena del lago.

 Dora, a partir de la declaración de amor del Sr. K, se siente perseguida.

 ¿Qué es lo que la persigue?

 ¿Quién la persigue?

 La clave está en la Sra. K., que, en la interpretación de Lacan, es su pregunta, la que apunta a su ser de mujer.

 Se trata de la pregunta elevada a la segunda potencia, la pregunta de la pregunta.

 Para responderla necesitaría de un padre elevado a la tercera potencia del nombre-del nombre-del nombre.


Freud y la cuestión del padre

 ¿Por qué necesita Dora para saber lo que es ella como mujer a otra mujer, a una mujer por partida doble? Aparentemente a Freud se le escapó esta clave y embarrancó en la transferencia con Dora.

 Freud pensaba en el Sr. K y Dora en la otra

 Si la histérica sostiene un deseo homosexual hacia otra mujer es porque también puede desearla hetero-sexualmente, en su diferencia, en su condición notoda.

 Desde la lógica de las posiciones sexuadas una mujer tiene que demostrar su condición de mujer en el encuentro con un hombre (apariencialmente heterosexual) o en el encuentro con otra mujer. (Apariencialmente homosexual.)

 Todo dependerá de la versión del encuentro, de la historia, tal como es narrada.

 Por este motivo, las posiciones sexuadas son posiciones discursivas que sólo competen a un sujeto que habita un cuerpo sexuado, marcado y dividido por el significante.

 La cuestión de la relación sexual se desplaza desde el sexo manifiesto al modo del goce que nos vincula con el Otro: fálico u otro; masculino o femenino; todo o notodo; homosexual o heterosexual; endogámico o exogámico; narcisista (libido yoica) o de transferencia. (Libido de objeto.

 La pregunta clave es si uno hace transferencia con el tres o con el dos.

                                                           
¿Transferencia con el tres o con el dos?

































lunes, 25 de julio de 2016

Los pastelillos quemados que huelen a humo

Los pastelillos de Lucy

 I) Los pastelillos quemados

 Un ejemplo culinario sobre la estructura y la dirección de la cura en la histeria.

 Se trata del caso de Lucy R. ( (S. Freud y J. Breuer; Estudios sobre la Histeria; Tomo III; Amorrortu Editores.)

 Es un testimonio no digno de mejor causa, sino digno de Buñuel, sobre la degradación y miseria de la burguesía vienesa. 

 Freud se convierte aquí en adalid del amor; en el sentido de que el síntoma histérico se curaría con amor de objeto. Es evidente que esto no funciona. 

 El síntoma histérico no cede frente a esa apelación ambigua al amor. 

 El síntoma histérico apunta al deseo; concretamente, al deseo del Otro

 En este caso están los dos polos femeninos de la estructura histérica: el polo de la madre y el de la mujer

 Madre, con mayúsculas, hay por todos los lados; incluso en un exceso tal que sobresatura todo el medio de cultivo potencial del deseo.

 Y Lucy R. lo que quiere es acceder al enigma de la mujer, a la pregunta por su deseo. 

 No se puede nacer a la condición de la mujer sin pagar un precio. 

 En este caso el precio a pagar son unos pastelillos quemados

 Aquí, a Freud, le falla su olfato de analista. 



Los pastelillos abrasados

 La paciente no deja de indicárselo una y otra vez: "tenemos que seguir el olor de los pastelillos quemados; su aroma, sus efluvios, nos conducirán a la verdad"

 El problema es que la verdad no huele bien; el olor que desprende no es muy salutífero; hasta se puede decir que apesta. 

 Y lo habitual es que uno quiera oler bien, a Pierre Cardin o Dulce Gabana. (Como quiera que se diga.) 

 El olor del amor es mucho más dulce y aromático. 

 La dificultad es que el síntoma no cumple nuestra expectativas.

 Lo que nos señala es que no podemos taparnos la nariz ante lo real. 


El olor a humo

 II) El irresistible olor a humo

 Ella se lo dice a Freud: "Mi querido Doctor, si no le gusta el olor de los pastelillos quemados, aquí le doy otro a ver si le gusta más. Deleitase con esta auténtica delicia, el olor a humo de cigarro". 

 Freud, que no quería darse por enterado, que quería ser amado, aquí ya no tiene escapatoria.

 Hay que recordar que el amigo Sigmund era un fumador compulsivo de puros.

 A Lucy R. no le interesa la persona de Freud, sino ese olor a humo que, como resto, deja el objeto de su deseo: ese puro que deberá apurar hasta el final, hasta que le queme los dedos.

¡Cuidado con los pastelillos, los carga el diablo!

 La pregunta es: ¿por qué para una mujer es tan irresistible el olor a humo de cigarro?

 Aunque parezca una petulancia, al hombre que responda a esta pregunta no se le resistirá ninguna mujer. (Que, como dice Lacan, hay que recordar que no existe.)

 "A ver, el primero que haya encontrado la respuesta, que levante la mano. ¡Ud.!, salga al escenario y díganos lo que sabe sobre todo esto".

 Y, efectivamente, sale al escenario y nos dice que.... (Continuará.)


Frida Kahlo: el corazón de una mujer