La privación es un sueño que se desplaza en un coche de cuatro ruedas (más la de repuesto)
El agujero fálico (−φ), castrativo, no es un orificio pulsional, como podría serlo el delimitado por el borde de los labios o el del esfínter anal. No por ello deja de ser un agujero que tiene su función topológica específica y fundamental en relación con la constitución del sujeto deseante (S).
¿De qué se trata? La castración, como operación simbólica que instituye la falta significante (−) del falo imaginario (−φ), es la condición necesaria para que alguien (cualquiera) pueda constituirse como sujeto tachado (S), del deseo, en su relación de losange (◊) con el objeto @; la caída, el resto, el desecho de goce que se separa del cuerpo como efecto del corte significante.
Esto es lo que determina que el agujero castrativo tenga su formalización propia (−φ) —la phi minúscula griega correspondiente a la letra inicial de la palabra falo (phallus)— que lo diferencia del resto de los agujeros pulsionales simbolizados por la letra @; la littera que nombra a cada uno de los objetos de la pulsión: @ [pezón, escíbalo, mirada, voz].
El agujero central del toro —corriente de aire—es una formalización topológica del agujero del deseo en relación con el cual se constituye el sujeto tachado del significante (S) en su anudamiento fantasmático con el objeto @.
El sujeto de la falta (S), dividido, solo es pensable en su relación de corte, de hiancia, con el objeto @.
En el fantasma fundamental ($<>a) el sujeto abolido por el significante (S) mantiene una relación lógica de corte (◊) que lo separa (disyunción) y lo vincula (conjunción) con el objeto @.
Solo es posible transitar, hacer el pasaje, desde el −φ (agujero de la castración) al S deseante, recorriendo el desfiladero de la angustia, su borde cortante, puntuado por la pregunta por el deseo del Otro, en su causación por el objeto @.
El falo (φ) no es un objeto @, pulsional, sino un objeto imaginario, narcisista, cuya función consiste en taponar la falta en el Otro; el objeto-señuelo que se separa de la imagen ideal del cuerpo —el i´(a)— como consecuencia del corte castrativo. El padre real (edípico) es el agente de la falta castrativa (simbólica).
A pesar de ello, Lacan sitúa el objeto fálico, faltante, en el punto más elevado del eje de la curva en forma de “u” invertida en la que escribe, a ambos lados del −φ, en sus dos ramas, ascendente y descendente, los diferentes modos del objeto @: los objetos oral y anal (rama ascendente), y los objetos mirada y vocal (rama descendente), en una relación de correspondencia uno a uno: [oral-vocal] y [anal-mirada].
¿Cuál es la función en este banquete de las pulsiones de ese convidado de piedra, el −φ, el falo imaginario, el objeto de la castración, cortado de la imagen especular del cuerpo, cuya caída se actualiza en el acto sexual por su detumescencia en el momento del orgasmo?
La respuesta es inequívoca: el agujero castrativo, como sede de la angustia, que afecta a la completud del yo-ideal, arrastra al sujeto de la falta al encuentro con la pregunta por el deseo del Otro (el enigmático @).
El sujeto solo puede reconocer su propia castración cuando la capta en el cuerpo del otro (el de la madre). El niño, cuando percibe que la madre no lo tiene, cae en la cuenta de que él no lo es. Esto le lleva a Lacan a afirmar que la castración es la castración en el Otro.
Para que la operación de la castración tenga lugar es necesario que intervenga un tercero entre la madre y el hijo (la estructura triangular del Edipo). Se trata del padre real, agente de la castración, el poseedor legítimo del falo, que, en su condición de representante de la ley del significante, del deseo, se lo dona a la madre.
El padre, al donarle el significante fálico a la madre, la separa del hijo, testimoniando en acto que una no lo tiene y el otro no lo es.
El padre se inter-pone como símbolo —el del Nombre del Padre— entre la madre y el hijo.
La inscripción, la admisión afirmativa del Nombre del Padre por parte del hijo, depende del caso que la madre hace a la palabra del padre.
La presencia de la palabra del padre, en su función de mediación simbólica, autoridad significante, ley del deseo, que separa y vincula a la madre con su hijo, mantiene la hiancia, al no dejar de perturbar su identificación con el falo imaginario (φ), el objeto que le falta a la mujer (−φ).
El −φ, que, como ya hemos referido, implica que la madre no lo tiene y que el hijo no lo es, al des-completar a ambos, instaura en el corazón del ser el agujero castrativo, la falta sobre la que se sostiene el deseo.
La castración —la falta simbólica del falo imaginario— es el paradigma de un acontecimiento decisivo: solo el corte significante, en su incidencia horadante sobre el cuerpo, al desprender un objeto esencial, al negativizar el goce, es garantía del deseo.
Este hecho se puede formalizar así:
(I) Corte significante = pérdida de objeto + agujero = deseo
(II) Castración (corte significante) = Agujero simbólico + pérdida del falo imaginario = deseo
¿Hay una garantía más fuerte que la castración simbólica, que la sustracción de un objeto imaginario (−φ), con el fin de mantener abierto el agujero del deseo? (un agujero que no solo se abra por vacaciones, sino todo el año).
Lacan se refiere a dos modalidades de la falta, del agujero del deseo: reducible e irreducible.
La falta reducible es la carencia simbólica: la castración.
La falta irreducible es la carencia real: la privación.
La privación es una garantía del deseo más fuerte que la castración.
¿Por qué?
Esto tiene que ver con la estructura topológica del agujero, que puede adquirir una dimensión más simbólica (castración = deseo), o real (privación = goce). Por otro lado, la frustración, es el paradigma de ninguna-garantía-para-el-deseo, lo que le otorga un carácter ominoso, de pura reivindicación imaginaria.
Solo desde la falta simbólica o real se puede exigir garantías con respecto al agujero del deseo (reducible o irreducible).
Hay que saber que las garantías pueden ser solo verbales o por escrito.
El sueño del coche perdido y nunca más rehallado
Un paciente en análisis narra el sueño que expongo a continuación.
En su sueño, acude a una conferencia en coche. Su automóvil, por los servicios que le presta, tiene el valor de un objeto inestimable, indispensable. Exagerando los términos se podría utilizar esa expresión coloquial que dice que no podría vivir sin él-ella (como si se tratase de un objeto amado, casi una mujer deseada).
Aparca el coche en un garaje adjunto a la sala de conferencias. Una puerta comunica los dos espacios, el del saber (la sala de conferencias) y el del objeto (el garaje). Desde ahora he de señalar que su coche tiene un valor de goce, de objeto @, para este analizante.
El problema, el conflicto, el síntoma que no puede resolver, es la imposibilidad en que se encuentra de perder el coche, separarse de él. Lo ama en exceso. Funciona como una garantía fuerte de su ser. Es una especie de prolongación del falo, en su estatuto de objeto imaginario, narcisista. Esto es lo que explica que el garaje donde aparca su coche esté en continuidad con la sala de conferencias (donde está él). No interviene decisivamente la operación de corte significante entre saber y verdad, entre el yo y el objeto causa del deseo.
Acabada la conferencia se dirige al garaje, coge su coche y lo conduce hasta la ciudad. Lo aparca en el centro de la urbe. Es de noche. Como un sonámbulo, sin un rumbo fijo, empieza a recorrer las calles. Sin darse cuenta, se aleja del coche. Después solo recordará que en su deambular errático había pasado al lado de un edificio majestuoso: El Senado.
Llega a una plaza donde todo está preparado para el cambio de La Guardia. En ese momento es como si se despertase súbitamente, pensando, sin saber porqué, que no está en el buen lugar; se ha extraviado, tiene que volver a donde está el coche.
Intenta reencontrarse con él. Imposible. No hay forma. Da vueltas y más vueltas pero nada... No recuerda haber fijado en su memoria ninguna marca (el nº de un portal), huella (el nombre de una calle), hito (una bella mujer con la que se cruzó en tal esquina), mojón (señal clavada en el suelo), o rasgo particular de su recorrido (estilo de una fachada); podría ser el caso concreto de algún edificio o calle que, por su conformación peculiar, le permitiera orientarse en el retorno al punto donde está situado su objeto-coche.
Tampoco hay imágenes, representaciones, de su caminar errabundo. Todo ha quedado sumido en el olvido. No es que esté perdido, es que ha perdido su coche, su queridísimo coche-falo, cosa que es mucho peor, casi una catástrofe.
Ahora cae en la cuenta de que debería haberse formado un mapa mental de su recorrido trazado a partir del lugar en que aparcó el coche. Ya es demasiado tarde. El caso es que no hay caso porque no hay mapa ni lo habrá. Es como estar perdido en medio de la jungla sin un mísero trozo de mapa que llevarse a la boca. Se ha quedado desmapeado o desfalicizado.
Sin una huella simbólica que posibilite seguir la pista del objeto perdido, la conclusión es obvia: ¡hasta nunca mi querido coche! Su coche y él no es que estén condenados a no entenderse; sobre todo, la pena más dolorosa es la del destierro definitivo, no volverse a encontrar.
Pérdida, tristeza, duelo, dolor…
Aunque ya se sabe que no hay que llorar sobre la leche derramada, la mala leche no te la quita nadie.
A pesar de todos los pesares, lo intenta. La esperanza es lo último que se pierde. Aunque aquí lo que se ha perdido es el norte. Desanda sus pasos. Empieza a girar en redondo, a callejear. Todo en vano. No hay rastro de su coche.
Trata de hacer memoria. Fracasa. Si no hay memoria no hay historia. Todo un fragmento de tiempo se ha disipado. Lo único que hay es un hueco irreducible, un agujero en su memoria. Lo que le preocupa no es haberse extraviado. Eso tiene solución. Lo verdaderamente horripilante es que, al haber perdido su coche, con el que estaba plenamente identificado (imaginariamente), él mismo se ha perdido en su identidad yoica (está despersonalizado).
¿Qué hacer?
¿Reconstituir su yo? ¿A esas horas de la noche?
¿Dirigirse a un policía? Si resulta que no tiene pagado el impuesto de circulación (deuda simbólica pendiente).
Hay demasiado pequeño otro y demasiado poco gran Otro; mucho imaginario y un paupérrimo simbólico.
Sabe cómo volver al edificio en el que tuvo lugar la conferencia. En cambio, del lugar del coche, niente caliente. Sobre ese punto concreto se confronta a un vacío, a una página en blanco, a la desmemoria, a una amnesia atroz.
Recuperar recuerdos que han caído en el olvido de la represión primaria es una tarea casi imposible que solo se puede acometer si interviene un analista en la tarea de construcción. El analista, para más dicha de este aficionado a los coches, es el encargado de custodiar el depósito de los objetos perdidos, que, haberlos haylos. Hay una subsección dentro de esta sección (en el doble sentido de departamento y de corte) que es inaccesible, la que se ocupa de los objetos prohibidos.
¿Cómo se puede reencontrar un objeto muy valioso, cuyo valor depende del deseo, si está privado de cualquier referencia (imaginaria o simbólica)? Ya puestos (en el buen sentido de la palabra), ¿no podríamos acudir a la referencia real? Algo así como dime de lo que padeces y te diré quién eres. ¿Pero lo propio de la referencia real no es el vaciamiento de toda referencia?
El caso es que no se trata de un olvido subsanable, del retorno de lo reprimido, capaz de aportar el significante que falta, sino de la no-inscripción del significante que falta: S (A).
La angustia le inunda. ¿A qué santo podría encomendarse en esta dolorosa y traumática coyuntura? A San Benedicto del Significante.
El analista le dirá que si el objeto-coche se ha perdido bien perdido está. Esto es lo que nos dará libertad para hablar del deseo de otra cosa. Si uno está muy apegado a un objeto, aunque sea un bólido sobre ruedas, no es por otro motivo que porque le completa. Como dice Lacan, cuando un objeto satisface plenamente la demanda la consecuencia es que el deseo (la falta) queda aplastado.
Al fin encuentra su camino de vuelta a la sala de conferencias. Unas mujeres están recogiendo sus coches en el garaje. Es justo en ese momento que el prendado de su coche capta con toda claridad que aunque su objeto amado estuvo ahí, aparcado tiempo ha, ahora está perdido (se ha ido a tomar vientos). Al haberse roto la continuidad de la cadena temporal (pasado-presente-futuro) solo puede encomendarse al futuro anterior, al habrá sido para lo que estoy llegando a ser.
Se puede confirmar que el extravío es radical. No hay avío posible. El objeto-coche ha quedado desconectado de la cadena simbólica. En el depósito de coches-significantes del Otro, en el lugar en que debería inscribirse ese coche (para más señas un Ford-Zodiac: FZ) hay un agujero: falta el significante FZ —en el sentido de que nunca ha estado ni estará— que pueda nombrar al objeto-FZ. No es que el FZ esté en un lugar ilocalizable, por falta de rastros simbólicos, es que está en un no-lugar, en un lugar no simbolizado, imposible de situar, atópico (como el deseo).
En el aparcamiento no hay ninguna plaza libre. Recorre todas. Su coche no es ninguno de los coches que ocupan las plazas de aparcamiento. Después de su exploración minuciosa constata por una conjetura estructural (la aprehensión de la gestalt garájica), renunciando a cualquier método empírico, que su amado coche se ha perdido de forma irremediable. De hecho, se puede constatar que, desde el primer instante en que lo tuvo en su poder, ya estaba perdido. Esto es la paradoja de lo real. Solo se puede ganar lo que se pierde.
La falta o privación real, causada por la no-inscripción, en el lugar del Otro, de un objeto simbólico (significante) —el significante Ford-Zodiac (FZ)—, es irreparable porque ningún otro objeto simbólico podrá nunca suplir al que falta. Ni el Ford-Zodiac más sofisticado, el de un coleccionista, auténtica pieza de museo, podrá llenar, ni por lo más mínimo, el vacío dejado por el significante Ford-Zodiac. Si queremos hablar con propiedad diremos que de lo que se trata en el plano de la falta real es de un defecto de escritura (¡o de estructura!). No es que algo falte en el interior de la estructura; es la propia estructura, en su forma, configuración, a la que le falta, por decirlo gráficamente, un cacho, un trozo.
La pérdida del Ford-Zodiac (FZ) en su modalización real
En el sueño de este analizante, en su extravío por lo más extraviado, loco, del deseo, no se puede decir que el objeto-coche falta en su lugar (falta simbólica, de derecho), porque, a pesar de su locura, no hay ningún locus (un lugar simbolizado).
El objeto-coche, en su estatuto real, es imposible de reencontrar debido a que su pérdida no ha dejado como relicto ninguna huella simbólica. Se extravió, desvaneció, desapareció, como objeto simbólico, instituyendo, desde su privación, una falta real, un no-lugar.
La falta simbólica, el coche que falta en la plaza de aparcamiento nº 8, el Ford-Zodiac con signo negativo (−FZ), es reducible, porque, en ese mismo lugar, al estar vacío, se puede situar otro coche que remplace al que se ha perdido (+FZ).
El agujero simbólico, el −φ, solo garantiza —parcialmente— el deseo mientras falte el coche-significante (FZ) de su lugar-significante; hasta el momento en que ese mismo lugar-significante sea reokupado con otro nuevo coche-significante (FZ). Entre significantes y lugares-significantes anda el juego: ±FZ.
Desearé tener otro FZ durante el tiempo en que se mantenga el signo negativo que lo ausentifica. Este es el estatuto de la castración simbólica: la falta significante (−) de un objeto imaginario (−φ) = −coche imaginario
En su condición de negativización de un significante, el extravío, la falta, de un objeto imaginario, que ocupa un lugar simbolizado, es reducible, taponable, suturable.
Otra cosa muy distinta, como lo ilustra el sueño, es la privación en su estatuto de falta real.
La privación es una falta real, irreducible. Esto implica que ningún retorno de la cadena significante reprimida podrá cegarla. Solo el sínthoma, lo-que-no-se-cura, la herida siempre abierta del goce, da testimonio de ella.
¿Qué estatuto tiene una falta real? El sueño nos lo aclara. La no-inscripción, no-escrituración, de un objeto simbólico, es la causa de la falta real.
¿Por qué es imposible localizar el coche a pesar de que sabemos que está ahí, en algún lugar desconocido, visible y bien visible, mostrándose en su plena realidad, sin el más mínimo ocultamiento? Simplemente porque es inaccesible, porque su falta no depende de su ausencia en lo simbólico, de la negativización del significante que lo representa en el lugar del Otro. El coche-real está en el exterior de lo simbólico, por no haber significante, objeto simbólico, que pueda significarlo, nombrarlo. Un agujero en lo simbólico está en el origen de la caída, la separación del cuerpo, de lo real del goce.
El coche-real no es que no esté en su lugar (para ello sería tan sencillo como tener un lugar simbolizado y un objeto marcado con un signo negativo), es que está en un no-lugar; no hay lugar en el que pueda estar (¡y no estar!).
No es que falte en su lugar (falta simbólica), sino que le falta el lugar del que pueda faltar (falta real).
A diferencia del coche-simbólico, que se puede ausentar, que falta a su lugar, el coche-real, por su imposibilidad de negativizarse (está excluido del símbolo), no puede ausentificarse, carece del lugar de su falta (es una pura positividad sin negatividad).
Es evidente que el coche-real está ahí (Dasein), pero, al carecer de cualquier coordenada simbólica, topográfica, escapa, es invisible, indetectable, para cualquier instrumento de geolocalización, construido en base a algoritmos matemáticos (satélite, google maps, dron, etc.).
Su lugar, al no estar simbolizado, nombrado, no está inscrito en la serie de los lugares. Se podría decir que su lugar es real, si lo real fuese un lugar, que no lo es, sino, precisamente, lo que queda rechazado (verwerfüng) de cualquier lugar: el resto de goce.
Al yerrar (equivocarse y vagabundear) a (de) todos los lugares, es un coche que erra, errabundo, vagabundo, apátrida, extranjero en todos los lugares, sin filiación conocida, carente de cualquier documento que certifique su identidad. Es un sin-nombre. Es el objeto privilegiado de la xenofobia, del odio a lo extranjero, al prójimo en cada uno de nosotros.
El coche-real es el objeto del goce, el que Lacan bautiza con la letra @, al que sitúa, no en relación con el agujero de la castración (−φ), sino con el de la privación, el orificio de la pulsión que afecta a la imagen real del cuerpo, al i (@): (agujero pulsional) + @: Privación (falta real).
El goce de la privación (el femenino u otro), que se desprende de la falta real, es silencioso, identificado a un vacío, prolongándose, en una interioridad sin afuera, hasta esa lejanía donde el sujeto se encuentra con la máxima alteridad, diferencia, singularidad.
El coche-real, al no estar marcado por la represión, en su latencia en otra escena, seguiría estando perdido (en su condición, no en su posición en el espacio) aunque lo tuviésemos delante de nuestras narices; todo ello debido a la razón estructural de que no se ha podido trazar ningún mapa simbólico de su ubicación (podríamos tocarlo con los dedos y seguiría estando perdido); tampoco ha sido posible grabar en la memoria ninguna huella significante del no-lugar donde está sin estar aparcado, a la vista de todos (podríamos verlo aparcado en la esquina de al lado y seguiría estando tan perdido como siempre).
No es que sea invisible, es indecible.
El coche-real es el paradigma del coche abandonado, sin dueño, al que le han caducado todos los papeles, dejado en la calle, como un puro desecho, auténtica basura que ensucia y degrada (el) todo (estropea la estética trascendental de cualquier calle apañadita). ¿Cuándo vendrá la grúa para llevárselo al depósito de los coches abandonados, sin-nombre, sin-papeles? Su destino ingrato es el basurero (litter).
Lo único que se sabe es que el coche-real, el que está en un no-lugar, despojado de su vestidura-investidura de coche-simbólico, permanecerá ilocalizable, inencontrable, insituable, lo que no impedirá sufrir sus dolorosos y gozosos efectos de pérdida o de sentido.
El sujeto sabe, sin saberlo del todo, que, en un momento dado, dejó el coche aparcado. Esta es su única certeza. Lo que sucede es que el camino de retorno que permitiría reencontrarse con él ha desaparecido, todos los trazos que indicarían su dirección (en la doble acepción de la palabra), su sentido posible, se han borrado (no queda ni la huella de haber borrado la huella).
La caída del coche del cuerpo, como un real, es consecuencia de la no-inscripción (mejor que decir pérdida) del objeto simbólico —el significante coche— que permitiría escriturarlo en el registro del Otro.
El objeto coche, el coche-real, en el sueño de marras y de arras, está afectado por la represión primaria. Es un objeto que no puede ser reprimido porque nunca ha disfrutado de un lugar significante en el inconsciente (como el sexo, la muerte y la locura). Está perdido desde el origen, desde siempre.
¿Cómo buscar y encontrar lo indecible? Por su ex-sistencia en lo real, como agujero de la privación, objeto de goce.
En el sueño, el coche perdido es un objeto real, privado del símbolo, gozoso, resto caído del cuerpo que, al faltarle el significante que lo signifique, instaura una falta irreducible, la garantía más fuerte de la ex-sistencia del deseo (la escritura).
La mujer, en su ser, en su goce propio, el femenino, es la expresión más pura de la falta real, de la privación.
Aunque no se puede afirmar que le falte el falo (en todo caso lo desea), no deja de gozar-lo, solo que con la cláusula escrita y rubricada del notodo.
Hay en ella un goce más allá del falo que surge de la privación. Se trata de lo real del goce, de aquello que no se puede negativizar, cuya condición es la pérdida (no-inscripción) del falo simbólico.
Una mujer no aspira en su goce a la totalidad (Uno-fálico), ni a lo parcial (el objeto @), sino al notodo. Su goce, el de la mujer, al constituir un conjunto que carece de excepción, está abierto a una infinitud real, imposible de simbolizar desde lo general, de una vez y para siempre, solamente una por una, vez por vez. Esta contingencia del otro goce agujerea cualquier aspiración al todo, a la completud.
Por eso el discurso del amo, de la segregación, identificado totalmente con el dominio fálico, con un saber sin fisuras, cuyo ideal es el todosaber, o el sabertodo —el Saber Absoluto hegeliano—, cubre bajo mil velos el cuerpo de la mujer, para dar a entender que ahí hay algo que ocultar (positivo o negativo), cuando, en realidad, hay la nada (ni velable ni desvelable), el goce femenino, notodo, en su fragilidad silenciosa, que deja escuchar los acordes sonoros de la música callada del cuerpo, que resuena en el vacío entrañable que acoge amorosamente al prójimo en su radical alteridad (Otredad).
La interrogación por las categorías de la falta en la dirección de la cura y el estatuto del sujeto
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