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Freud y Fliess |
I) Estudios sobre la histeria
El caso inaugural de Freud, en los Estudios sobre la histeria, es el de la Señorita Emmy Von N. (S. Freud y J. Breuer; Estudios sobre la Histeria; Tomo III; Amorrortu Editores.)
Freud, con esta paciente, aplica por primera vez el método catártico.
Él mismo confiesa que no está muy seguro de la forma de abordar un caso de histeria, de ahí sus dificultades, sus vacilaciones, sus dudas, sus incertidumbres.
Lo verdaderamente interesante es que Freud, en ningún momento, nos oculta o disimula estas dificultades del tratamiento.
Todo lo contrario, su firme decisión es exponerlas con toda fidelidad, en toda su crudeza.
Esta posición de autenticidad, que, desde el punto de vista académico, magistral, universitario, del saber constituido, podría comportar una mancha, un borrón, en el prestigio de Freud, es justo lo que determina que todo el desarrollo de este caso no esté desconectado de la verdad.
Dicho de una forma más rotunda y categórica: Freud, en el caso de Emmy Von N, se pega a la verdad, con el riesgo cierto de pegársela.
Al no des-pegarse de la verdad podrá despegar hacia el cielo-infierno del psicoanálisis.
No se trata de una verdad general, compartida por todos, consuetudinaria, sino de la verdad singular de Emmy como sujeto.
Desde el psicoanálisis, el término sujeto, significa, hasta nuevo aviso, alguien que se confronta, por imposición de la estructura y de las contingencias de la existencia, a la pregunta por la causa del deseo. (¡A través de un síntoma!)
Esta pregunta, del orden de lo necesario, se hace presente en el caso a través de una serie repetida de encuentros azarosos, accidentes, tropiezos (sustos, espantos, ratones, etc.), que remiten a la tyché, al choque o al encuentro fallido, traumático, con lo real.
La dimensión esencial del encuentro, fallidamente-logrado, logradamente-fallido, es el eje central de este tratamiento.
Freud se extravía, pierde una y otra vez el hilo conductor de la cura, desorientado por su afán de curar a la paciente, algo que se había convertido en su "misión". (Expresión textual de Freud.)
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"Estudios sobre la Histeria" |
Me pregunto: ¿curarla de qué?
¿Se puede curar a alguien de la sexualidad, cuando se trata justa o injustamente de ese real que a uno le hace hablar, que está en el fondo, en el fundamento, de todos los lazos discursivos que hacen que un sujeto ex-sista?
Entonces, si un psicoanálisis no cura la herida ex-sistencial, la spaltüng del sujeto, la barra que lo atraviesa, ¿para qué sirve?
Precisamente para saber un poquito más, para no desconocer tanto (lo que se paga con síntomas y más síntomas) eso real que no tiene cura. (Que, por estructura, es incurable.)
Lo real que-no-tiene-cura, la falta-en-ser, el nudo entre la castración y lo real del sexo, es lo que llamamos, desde el punto de vista estructural, el sínthoma.
Cuando Freud sigue las huellas del síntoma-estructural, del síntoma-lenguajero, parlante, de aquello que- no-tiene-arreglo, con lo que no-hay-arreglo (pero, con lo que no hay más remedio que saber arreglárselas), es decir, para más señas, el goce, las cosas van bien, viento en popa a toda vela, aunque cualquier médico o psiquiatra nos diría que van mal.
Todos estos animales que desencadenan tanto horror y asco a la paciente son animales-síntoma, que saltan, asaltan, a nuestra querida Emmy con ese fragmento de la verdad, del sexo, con esa porción de goce (el ratón y su trozo de queso), que, en su ditmensión de real, la despiertan súbitamente de sus dulces sueños, impidiéndole olvidarse que ella, como sujeto parlante, está causada en su deseo en el campo del Otro.
Vuelvo a la pregunta anterior: ¿Para qué sirve un análisis?
Para nada práctico que no sea más que el sujeto no se olvide que no puede curarse del Otro.
La histeria como modalidad del discurso es el paradigma de que lo que nos enferma es el Otro, las palabras.
Esta relación tan extraña y extrañante con el Otro, vía los trou-matismes de la sexualidad, del goce, se le impone al sujeto en su síntoma.
El síntoma histérico es tan difícil de abordar no por su disimulo, sino por su transparencia, por la verdad que manifiesta. (A quien tenga oídos para escucharla.)
La histérica se desmaya ante el Amo-Charcot, prendada de su saber, enamorada de su impotencia.
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¡Todo por el amo! |
Emmy Von N es una histérica en bruto, una piedra preciosa.
La cuestión es poder extraer de esta roca granítica de la histeria el diamante de la verdad.
Todo gira en ella, suspendido, alrededor del Otro.
Al borde de la pregunta por el Otro, en un casi que no es todavía, al que no le acaba de llegar su momento, que siempre nos pilla insatisfechos, la histérica no deja de plantear su desafío: "¿Tiene usted un saber que me sirva para algo o va a volver otra vez con la retahíla de tener o no tener el falo?" "¡Oiga!, ¿con qué goza usted, si se puede saber?".
Entonces, provoca nuestro deseo, nos encandila con sus formas, sus amables maneras, porque necesita -es cuestión de vida o muerte- nuestra palabra, nuestra interpretación, la transferencia amorosa.
II) El topillo psicoanalítico
En Emmy, hay una fórmula histérica, enigmática, repetida una y otra vez, con una aparente función de protección, que no se sabe a quién se dirige: "¡No hable! ¡No se mueva! ¡No me toque!".
Freud, en una interpretación genial, constata que, a través de esta fórmula significante, se evoca la presencia del extraño.
Este extraño, que no es el sino lo, es algo que, de preferencia, se entromete, inmiscuye, inmixiona, en su discurso
El topo o topillo, toponímico, topográfico o topológico, constituye la clave del caso.
¿No es el extraño el objeto @?
¿No es el topillo el goce más caprichoso del mundo, que se ríe, de las predicciones, la regularidad, el automatismo, de cualquier ley, del dominio omnímodo del falo?
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El topillo psicoanalítico |
El problema de la histérica, como en el sueño de la bella carnicera, es que no tiene con qué abordar a eso extraño.
Solo cuenta con un poco de salmón ahumado, absolutamente insatisfactorio para lo que está en juego; además, el caviar está por las nubes.
Lo paradójico es que su deseo es tener un deseo; para ello, se queda privada de lo que tiene al alcance de la mano. ¿Cómo no entenderlo?
A la vez, lo interesante, es que toda la variedad de los síntomas de Emmy no hacen más que presentarnos una exhaustiva fenomenología de los modos y maneras de manifestación, de intrusión, del objeto extraño.
Debido a eso no nos deberá extrañar que el afecto predominante en su caso no sea la angustia o el miedo, ni el terror, sino la sorpresa.
Lo real, al irrumpir súbitamente, nos sorprende: "¡Sorprendame, Herr Professor Freud!" "¡Sorpréndase!".
La transferencia es la capacidad por parte del psicoanalista de aguantar la sorpresa.
A Emmy no le faltan sorpresas, más bien le sobran.
Levanta una piedra y aparece un sapo.
Fantasea que abre una caja que ha mandado un Dr. con ratas blancas, y, ¡Oh! sorpresa, entre ellas aparece una rata muerta, r-o-i-d-a.
Se va a dar un tranquilo paseo por el monte y la sorprende la niebla.
No hay forma de que esté tranquila; siempre hay algo que la sorprende.
Freud también se sorprende.
Su teoría se basa en que la sexualidad es lo más sorprendente y sorpresivo para un sujeto (él lo llama traumático), y, resulta, que este factor tan poderoso, la pulsión sexual, está ausente totalmente de la vida de Emmy.
Ni fu ni fa. Ni frío ni caliente. Ni lo uno ni lo otro, sino todo lo contrario.
Gracias a Dios que está ahí la represión para explicar lo que no tiene explicación.
Emmy no sólo no se queja de la sexualidad, de su inherente insatisfacción, sino que vive en la abstinencia sexual.
Posteriormente, Freud, nos enseñará que la sexualidad hay que localizarla en los síntomas.
Para ello, es necesario, primero, interpretarlos.
Freud está un poco desorientado en ese tiempo con respecto a esta cuestión de la sexualidad debido a que piensa que la cosa pasa por la genitalidad del individuo (no por el erotismo discursivo); por su satisfacción o insatisfacción actual (las neurosis actuales); cuando, en realidad, la acosa pasa por la sexualidad enigmática del Otro.
Lo que plantea el psicoanálisis de original es que la sexualidad y el deseo adyacente se localizan en el campo del Otro, en el borde de los agujeros del cuerpo, erogenizados por el discurso del Otro.
Y se localizan no como potencia sexual -fálica-, tampoco como impotencia genitora (la histérica es maestra a la hora de denunciar la potencia-impotencia del amo), sino como falla, división subjetiva. (La spaltüng del Ich.)
No hay ningún saber que se le pueda aportar al sujeto histérico (masculino o femenino), ningún falo imaginario, capaz de remediar su división, su fractura radical. (La histérica se engaña haciéndole creer al hombre -que se hace ilusiones- que lo tiene.)
Por eso, Freud, víctima también del deseo histérico, que le presenta su faz de insatisfacción, no su secreto goce, se desespera porque todo lo que le aporta a la paciente, su dedicación, su presencia, su saber, su amor..., al final de los finales se muestra impotente para remediar, ¿qué?, para satisfacer, ¿qué?
Aquí la brújula es que no hay nada que satisfacer, nada que remediar, nada que solucionar.
La acosa no tiene nada que ver con Freud. (Desde luego, menos todavía como hombre.)
Tiene que ver con Freud en tanto inscrito en el discurso del analista, donde hace semblante del @ en el lugar del agente.
La cuestión pasa por poder interrogar, en la transferencia, con el instrumento de la palabra, un objeto (no un sujeto), que hace irrupción en el campo del Otro, dividiéndolo, causando su deseo.
Es el objeto que Lacan llama @. (Su invención, la de cualquier psicoanálisis, la de cualquiera...)
Lo encontramos en esa carne fría, asquerosa, revestida de una grasa congelada, que le hacía comer su madre a la pobre Emmy cuando se portaba mal.
También, en ese mal abominable que le podía transmitir su hermano. (¿La sífilis?)
¿O no sería, a través del hermano, esa otra mujer, perdida, abominable, que causó su deseo?
Incluso, los esputos de su otro hermano, enfermo de tuberculosis, que arrojaba, volando, a la escupidera, al receptáculo de todos los desechos, de la basura inmunda. (The litter.)
Todavía me acuerdo cuando, en mi infancia, había escupideras en las escaleras de los edificios.
Esos objetículos o adminículos son necesarios porque la gente tiene un cuerpo, que, por definición, es maleducado y, muchas veces, asqueroso.
La gente esputa, escupe, no por falta de educación, sino por el empuje al goce.
La escupidera es un objeto topológico, un útil, cuyo valor se puede sostener perfectamente desde la teoría del utilitarismo, como algo que contribuye al bienestar de la mayoría.
Es necesario que en una sociedad que se precie haya escupideras, basureros, litters, de conformación fundamentalmente discursiva, donde uno pueda arrojar sus deyectos, como los gargajos, los lapos, los escupitajos, todas esas mucosidades que expulsa el cuerpo.
Escupidera de principios del siglo XX |
A propósito, a Diógenes le invitó a su casa un renombrado personaje.
Le dijo que se comportarse bien, sobre todo que no escupiese.
En un momento dado, Diógenes, hizo un gargajo, para esputar a continuación a la cara de este ilustre señor.
Cuando este le pidió cuentas, el bueno de Diógenes dijo que no había encontrado otro lugar más sucio para escupir.
Si uno no lo tiene, se lo busca.
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Diógenes buscando a un hombre |
Continuo. Esas escupideras, que luego retiraron por higiene, estaban llenas de un agua asquerosa, amarillenta, en la que se mezclaban los esputos de los otros con restos de colillas; pero, claro, algún lugar tiene que haber para recoger los restos de la humanidad, esos desechos de los que nos avergonzamos.
El inconsciente estructurado como un lenguaje tiene también una dimensión de escupidera, de litter de restos innobles.
Nos hemos vueltos tan educados, tan a-sépticos, que nos la cogemos con papel de fumar. ¡Y así nos va!
No es que estemos desabonados del inconsciente, es que nos hemos desabonado del goce, que, como es poco presentable, no huele del todo bien, ha sido sustituido por formas aceptadas y aceptables de gozar; por ejemplo, se infiel y no mires con quien.
El caso de Emmy Von N., señora de lo más respetable, nos muestra que no hay acceso al goce que no pase por el objeto que he llamado asqueroso.
Dicho en fino, se trata de lo que Lacan denomina el amor real de transferencia.
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El cross-cap escupidera, con su agujerito y todo |
Una compañera psicoanalista comentó el caso de una chica que lo que rescató del primer encuentro sexual con su novio fueron las asquerosas babas que le mancharon.
La clave es percatarse de que lo que mancha al sujeto, en el sentido de la causa, es indisociable de la mancha del Otro.
No se entendería nada si no se capta que estas babas no son un objeto que pertenece al Otro, sino algo que está entre, al haber caído en el espacio vacío, de intersección, que vincula y separa al Sujeto con el Otro.
El objeto @, como plantea Lacan, está entre el Sujeto y el Otro, adosado a su cuerpo como un aplique, en la lúnula que inter-secciona sus dos campos, sus dos cuerpos.
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El objeto @ es lo que separa y vincula, en su función de gozne, al Sujeto con el Otro |
Esas babas, en su estatuto de @ (raíz de la privación), son el resto de un encuentro sexual, testimonio de aquel goce que cae del cuerpo. (Y que se recupera como plus de gozar.)
No hay posibilidad de reconstruir el encuentro sexual con el Otro si no es a través de ese resto, de ese desecho, hecho del goce más innombrable y desconocido, absolutamente insatisfactorio desde la perspectiva de los ideales del yo.
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La escupidera-cross cap, con su agujerito en el centro |
Una visión simpática, no patética, de la histeria
ResponderEliminarAgradezco su trabajo. Su escrito, entre otras cosas, permite recordar la importancia del objeto transicional en la infancia. Objeto parcial, sustitutivo, que hace las veces de tapón de la falta en el Otro, en todo caso un tapón fallido,y su función de separación de ese Otro.
ResponderEliminarEfectivamente, se trata de no tapar el agujero.
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