La Clínica psicoanalítica y sus avatares

El esquema óptico de Lacan; un florero muy floreado

El esquema óptico de Lacan; un florero muy floreado    Si nos detenemos en el esquema óptico de Lacan, tomándolo como exponente de la estruc...

martes, 3 de marzo de 2020

El belvedere psicoanalítico (IX)

 La circunferencia, el ocho interior, el toro, la escalera de Escher... el baile de los agujeros

 El ocho interior, en vez de tumbarse a la bartola, sobre su tumba, se tumba como se tumbaría un ocho tumbado, no a tumba abierta, sino totalmente zumbado o tumbado; nada más y nada menos que como el signo del infinito, que no es más que el signo de un ocho, insisto, tumbado (por un certero uppercut) o zumbado (por un cruzarse los cables: fils croises):

La torsión quiasmatica sobre el campo del Otro que transforma un proyecto de circunferencia en un ocho tumbado o entrecruzado

 Estas dos columnas de hombrecillos, que circulan marcialmente por la azotea escheriana, que, con suerte y viento a favor, podrían haberse constituido en dos circunferencias monádicas, una pegada a la otra, sin querer saber nada la una de la otra, cada una girando sobre si misma, en un momento dado, en un punto crítico, al ser incapaces de autoabastecerse autosuficientemente, son empujadas a un cruce quiasmático o hianciasmático, torsionándose, en una alienación forzada, sobre el campo del Otro, operación de la que solo tenemos noticias gracias al deseo del Otro y a su innoble e indigna causa (más cerca de un resto inmundo que de un bien), esa que no es causa sui, sino causa alter: el objeto @.


Ligamiento y recombinación entre cromosomas

 La pregunta del millón es por qué la trayectoria de la demanda no se detiene, cerrándose en una circunferencia, estática, sin dialéctica, sin tiempo, sino que, en un instante determinado, a punto de juntarse sus extremos, de producirse una anastomosis término-terminal, que repare las dehiscencias, suture los bordes, cosa los desgarros, pegue las junturas, milagrosa y misteriosamente, se torsiona, cruzándose sobre si misma, en un giro quiasmático, en un bucle que entra y sale, sube y baja, quedando forzada a volver a empezar, a reanudar su camino, su peregrinaje incansable, begin to begin (comenzar a comenzar).

 Bucleando, pasito a pasito, otra vez lo mismo y diferente, lo viejo y lo nuevo, en un esfuerzo de repetición que rodea una vez más el alma del toro, hasta el infinito, como el incansable e improductivo subir y bajar de los hombrecillos escherianos, sin saber nunca que cuando dan una vuelta completa a la escalera también dan otra vuelta (absolutamente desconocida) al patio de luces (equivalente al agujero del deseo del toro o del deseo del Otro).

La mónada circunferencial, sola en el mundo

 Si el bucle de la demanda no acaba en un backstop, en un tope que lo contiene, en una barrera que lo detiene, en una torsión que lo asfixia, estrangula, inmoviliza, es gracias al centro de todos los centros, al más excéntrico de todos, el agujero interior-exterior del toro y, curiosamente... del patio de luces.

 Todo esto hay que agradecérselo a esa vuelta-de-más, que no se contabiliza en la cuenta de las vueltas (queda envuelta, plegada, embutida, por la vuelta de la demanda, que, en su consistencia, inevitablemente la elide), que traza la curva de la demanda, sin saberlo, alrededor del agujero central del toro -éxtimo-, del deseo.

Lo que era un punto monádico, a través de su vínculo libidinal con otro punto monádico, dejan de ser monádicos, lo que permite su captura por el deseo del Otro, en relación con el cual tendrán función mutua de causa de su deseo. Un punto monádico en su lazo con otro punto monádico se intersectan gracias a la falta del Otro.

 Si esto es así, es evidente que la clave de todo, la x, es el patio de luces, el agujero central del edificio del sujeto (el que trata de representar Escher).

 Si hay una vuelta que nunca se contabiliza, que corresponde al giro de la demanda alrededor del agujero éxtimo del cuerpo del toro, al sujeto siempre le faltará (¡como mínimo!) un vuelta por dar, por recorrer.

 Pero, debido a que el agujero del deseo es irreducible, a la siguiente vuelta le volverá a pasar lo mismo, habrá elidido esa vuelta-de-más, lo que le obligará de nuevo a iniciar el recorrido demandante a lo largo del alma del taurus.

 Este desencuentro entre la demanda y el deseo, entre el agujero del alma y el agujero central del toro, es lo que se manifiesta en el cuadro de Escher, con esas dos hileras de hombrecillos que bajan y suben, sin poder coincidir, cruzarse, encontrarse, en ningún punto (no hacen relación quiasmática o buclear).

 Es como que esas dos vueltas, la de la demanda y la del deseo, viajan en dimensiones distintas; por ej., una en la tercera dimensión, y, la otra, en la cuarta.



El quiasma central y el punto al infinito entre dos mónadas que hacen lazo social

 La curva de la demanda y la del deseo no se encuentran, cortan, coinciden, a pesar de que se trazan en el mismo lugar -en el alma del toro-, debido a que los dos agujeros de los que dependen, a los que rodean, son radicalmente heterogéneos: el agujero del alma y el agujero central del toro son tan heterogéneos como lo son sus partners, la demanda y el deseo.

 El agujero de la demanda, el que corresponde al alma del toro, es un agujero reducible a un punto (si no fuese por el cordón umbilical que lo mantiene unido al agujero del deseo, la demanda daría una única vuelta alrededor del alma del toro, trazaría una circunferencia, y se detendría para siempre jamás, constituyéndose como una mónada, autoerótica y autárquica).

 El agujero de la demanda es un agujero simbólico que se constituye como  falta de derecho, como tal reducible.

 Si el libro Nº 5, el que debería estar en el casillero 5, falta en su lugar, basta que el lector lo devuelva, y el bibliotecario lo sitúe en el lugar donde faltaba, para que ese casillero vacío quede ocupado, desapareciendo la falta.


Rellenando con significantes los agujeros del significante, simbólicos

 En cambio, el agujero del deseo es real, sobre todo si se lo suplementa con el objeto @.

 Se instituye como algo irreducible a un punto no a causa de una relación de derecho, simbólica, sino por medio de una no-relación, por un imposible, del orden de lo real, mediado por el fantasma fundamental: $<>a.

 Esta no-relación, que determina la irreducibilidad del agujero central del toro, no solo tiene que ver con las características topológicas de ese agujero (su condición de éxtimo, de ser a la vez central y exterior, aquello que podríamos formalizar con $, el corte o la hendidura del significante), sino, sobre todo, con el objeto @ en su doble función de causa del deseo y plus de gozar

 Porque si algo se puede considerar real e irreducible en un sujeto no puede ser más que el deseo.

 
  
El agujero del deseo del toro: la nasa de lo real


 Lacan, en el agujero central del toro, y, en el centro de triskel del lazo borromeano, sitúa al objeto @

 El (a) lo podemos abordar en su ditmensión de objeto causa del deseo (el objeto @ propiamente dicho), así como en su ditmension real de escritura, letra, la (a). 

 Es como letra (a), como letter o litter, también litoral o literal, que se relaciona con el otro goce, con aquel que tiene su sede en el cuerpo. 

 Pues bien, la condición real, irreducible, del agujero central -éxtimo-, del toro, se lo va a dar no tanto su propia condición de agujero, sino su función como superficie corporal que permite escribir sobre ella la letra (a), en su condición literal de litoral del goce otro (el que no es todo fálico). 

 Por eso, al agujero central del toro, en tanto es portador de la marca literal del goce lo vamos a denominar el agujero del otro goce


 Si nos fijamos en el cuadro de Escher, aunque existe un agujero central, el del patio de luces, no encontramos ninguna letra escrita, ni siquiera la primera del abecedario, la (a); nuestro gozo en un pozo.

 Pero, si se nos encienden las luces, se iluminan las meninges, se activa la sustancia gris, caeremos en la cuenta de que hay algo que, aunque no es una letra, no deja de tener función literal o litteral (de litter, trash, rubbish: basura) por sus relaciones con el goce: se trata del así llamado litoral

 Pues bien, ahora, en este momento, decretamos, estamos autorizados a decir que esa escalera, la escheriana, por sus relaciones con un goce que no es como el de todos, que no es el goce normalizado y normalizante, aceptado y aceptable, simbolizable a grosso modo, es un litoral.

 Resulta que lo que teníamos entre manos, sin darnos cuenta, era una escalera-litoral (literal)

 Desde aquí, todo se aclara.

 
La escalera literalizada o litoralizada

 Entonces, todo se ha iluminado.

 Este cuadro de Escher, tan aparentemente paradojal, ya que lo que sube baja y lo que baja sube, en realidad, o no es nada paradójico o todo él es una pura paradoja, porque, lo que nos quiere mostrar Escher, no puede ser más evidente.

 Lo que Escher quiere poner de manifiesto es nada más y nada menos que algo que tiene que ver con el goce.

 Ya sabemos que el fiel escudero, el Sancho Panza, de ese otro-goce, de ese goce al que podemos denominar con toda propiedad quijotesco, porque está condenado al fracaso, a la mayor esterilidad, es un humilde letrita, la (a).

 
Entre letras anda el juego


 Si el goce fálico es productivo, emprendedor, triunfador, dando siempre réditos; este goce tan singular es humilde, más bien improductivo, poco reconocido socialmente, con tendencia al fracaso. 

 Estéril es el significante clave con el que hay que adjetivar al goce que nos interesa.

 El goce que nos inter-esa es profundamente ésteril, infructuoso, aunque esto parezca contradictorio con su fructuosidad.

 Es casi tan estéril como esa actividad profundamente estéril, infructuosa, en otro sentido fructuosa, que, a los hombrecillos escherianos, les lleva a subir y a bajar hacia ninguna parte, por nada, para nada.

 Resultando, además, que ni eso, que ni lo que intentan realizar lo pueden consumar, aunque se trata de algo que bordea con la nada, porque ni siquiera son capaces de subir ni de bajar a ningún sitio (a ningún altillo o sótano).

 La ineficacia de estos pobres hombres, nada resultones, escasamente conseguidores, de logros pírricos, de alcances irrisorios, es proverbial.

 La marca del goce notodo en el cuerpo es una letra, una pequeña letrita, como puede ser la (a) minúscula, que hace función de litoral, de límite (porque el goce está en los límites), de zona de intercambio vital.

 Ese goce, el que verdaderamente nos inter-esa, es el que no está santificado ni rociado con agua bendita por parte de ninguna Iglesia -clerical o laica-, sea la que sea, prometa la salvación en esta vida o en la de más allá, inundándonos de gadgets, estampitas, aparatitos, seudo-objetos que nos esclavizan, torturan, gozando sin tregua de nosotros.

 Por lo tanto, en el cuadro de Escher, no encontramos grabada, escrita, ninguna letrita, ni una humilde (a) minúscula; pero, sí que captamos, ante nuestros propios ojos, hasta el punto de que somos incapaces de verlo, que hay un litoral, lo que sucede es que no es un litoral marino, sino una humilde escalera que hace función de litoral, o, lo que es lo mismo, de marca literal del goce.

 El litoral, la escalera en función de litoral, no es una simple frontera que delimita dos lugares, sino un espacio de intercambio donde circula el flujo vital, la savia de la vida:

  "El litoral constituye el área de transición entre los sistemas terrestres y los marinos. Conceptualmente es un ecotono, una frontera ecológica que se caracteriza por intensos procesos de intercambio de materia y energía.​​ Son ecosistemas muy dinámicos, en constante evolución y cambio" (Wikipedia).


El litoral marino

 Nosotros, a esa escalera, la escheriana, la abordamos como marca escrita -<<literal-litoral>>- del goce.​​

 Si la escalera es una línea que actúa como litoral, es evidente que éste no es una frontera estática que separa dos territorios, de tal forma que si alguien está en uno no está en el otro, y viceversa.

 El litoral-literal es una zona o área de transición, limítrofe a dos sistemas heterogéneos, cuya función es favorecer el intercambio entre estos dos sistemas. 

 Por consiguiente, si se nos permite, esa escalera, con la que hemos penado tanto, no es otra cosa que una letra impresa, grabada sobre el cuerpo, cuya función es la de marca del goce.

 ¿Pero de qué goce se trata?

 Es evidente que si estamos situados en el campo del litoral, que es el del goce, no se puede tratar de un solo goce, de un único goce, sino, al menos de dos, que, entre ellos, son limítrofes.

 Precisamente, el litoral del goce es consecuencia del intercambio de los goces.

 Por lo menos, se deberá tratar de dos goces.

 El goce del Otro lo descartamos ya que se sitúa en un tiempo mítico, antes del advenimiento de la palabra.

 Es el goce del Paraíso Terrenal antes de pecar, de comer del árbol de la sabiduría, del bien y del mal.

 Por un lado, se tiene que tratar del goce fálico, del goce universal del significante, del bla-bla-bla, ese que se expresa en las fórmulas de la sexuación como: "Para todo x Phi de x": "Todo sujeto hablante está sometido, sobornado, por la función del significante".

 Pero, como hay un litoral-literal, un borde, un margen, es necesario introducir otro goce -notodo-, que establezca un intercambio, precisamente en esa zona-litoral, con el goce fálico.

 Se trata de un goce que no es fálico, o, como lo expresa Lacan, en positivo, un goce que es notodo fálico.

 Este goce notodo fálico es un goce otro, otro que el del falo -el significante de los significantes-, que se experimenta como goce del cuerpo (es el llamado goce femenino): "No para todo x Phi de x": "La mujer, en su goce propio, no está toda ella sometida, sobornada, por la función del significante".


Las fórmulas del goce, sexuado y no sexuado

 Las dos columnas de hombrecillos son la expresión creativa, artística, de la existencia de estos dos goces heterogéneos: el del falo (masculino) y el notodo fálico (de la mujer), que marchan en paralelo, habitualmente sin contactar, sin cruzarse, y que solo se encuentran en esa zona litoral-literal, en este caso representada por la escalera.

 Esa escalera, aunque parezca increible, es la zona del litoral donde intercambian sus goces esas dos columnas de hombrecillos.

  Más allá de los caracteres sexuales secundarios, tan seductores en forma y manera, los significantes de una identificación siempre problemática, frágil, cuestionable, nos encontramos con que una de las hileras de hombrecillos (en genérico), bajante o subiente, está formada por cuerpos que portan un rasgo pítico, que, por convención, denominamos viril, mientras que, la otra, no se puede decir que esté compuesta de cuerpos no-píticos -castrados-, sino de anatomías (de tomía: corte) exquisitamente femeninas, agujereadas (no infradotadas), que, gracias a ello, no quedan subyugadas por las presencias y prestancias fálicas, tan evidentes, prominentes, prometedoras al tiempo que decepcionantes, siendo capaces de rebasar los límites del órgano fálico, para poder gozar de un cuerpo que tiene más de invención, de objeto sublimatorio, de phantasia real -notoda-, que de objetividad medible, demostrable, controlable, con los parámetros de la ciencia.

  Esta subversión del sujeto escheriano, con sus dos ejes sexuados, nos conecta con la línea deseante del toro, ese trazado anhelante que se anuda con el demandante, conformándose como un bucle irreducible a una circunferencia.

 La línea del deseo, que rodea, bordea, al agujero central del toro, es irreducible a un punto-no-agujero.

 Su agujero, el del deseo, se revitaliza, se recupera, renace, vuelta a vuelta; no se deteriora como un vulgar pseudoagujero; no desaparece en un punto.

 En cambio, la línea de la demanda, separada de su deseo, ese bucle que se continua a si mismo, bucleándose o enbucleándose alrededor del alma del toro -el agujero interior-, es reducible a un punto-no-agujero (hay un riesgo cierto de que, ante el desfallecimiento del deseo y su parlare parlare parlamentario, el agujero se estropee, se marchite, se apague sin remedio).


Diferentes formas de bucles

 Esta es la cuestión esencial, el trazado de líneas reducibles (¡por su agujero!) a un punto (¡adios agujero!), que son las de la demanda, las que tapizan con sus bucles enbucleados el alma del toro (el agujero interior), y, las otras líneas, las del deseo, que son irreducibles (¡por su agujero!) a un punto (¡bienvenido agujero!).

 La línea del deseo se ubica a nivel del agujero central del toro, allí donde se escribe el objeto @, el objeto gozoso o gozante que deberemos localizar en un análisis porque es justo este objeto, este puñetero o pu... objeto, resistente, irreducible a cualquier bien (de hecho, una de sus formas favoritas de manifestación es la del objeto malo), el que da cuenta de ese punto donde tiene lugar el giro quiasmático, el entrecruzamiento de las aspas del bucle, de las ramas-rameras del ocho interior, de tal forma que este jodi... objeto, por ser realmente e inequívocamente real, hace obstáculo a que el bucle de la demanda se cierre sobre si mismo, en un abrazo mortífero.


La geometría demandante y deseante, doblemente agujereante, del toro


 Entonces, en un análisis, si es bien conducido, el analista, a partir de su deseo, deberá preservar en su gabinete, si es posible, aunque suele ser imposible, el patio de luces, el agujero central del deseo, que, horadando el suelo de su consulta, permitirá que el objeto, el de nuestro interés, dé la cara; objeto que se relaciona éxtimamente con nuestro deseo, al ser nuestro verdadero y más apreciado prójimo, aquel al que se refiere el mandamiento: "Amarás a tu prójimo (al objeto @, lo más ajeno, extranjero e íntimo, que hay en ti) como a ti mismo".

 Se trata, en la transferencia, de que el psicoanalista y el analizante puedan construir de novo el círculo irreducible del cuerpo del toro (a partir de lo que se escribe en un análisis), que es la garantía más fuerte de lo real, sobre la que se sostiene el lazo del sujeto con el deseo (lo que se denomina el fantasma).


El toro y sus extraños agujeros

 La resistencia mayor que evita que el círculo de la demanda se cierre sobre si mismo es su anastomosis quiasmática con el círculo del deseo, con esa vuelta-de-más, incontable, que rodea el agujero central del deseo, interior-exterior.

Con todos estos giros, vueltas y revueltas, subidas y bajadas discursivas (porque lo que nos importa como psicoanalistas no es que el analizante baje y suba las escaleras de la consulta, sino que asocie libremente, que suba y baje libremente por la escala del discurso, mostrándonos todos esos avatares, todas esas subidas y bajadas, ascensos y descensos, erecciones y desfallecimientos, que afectan a su deseo), nos vamos aproximando cada vez más a ese objeto absolutamente enigmático, insumiso, desobediente, insubordinado, resistente, que está incardinado, por su a-letrismo, con el goce suplementario.

 Se trata de ese objeto tan singular que escribimos @, también conocido por sus adeptos como el número de oro, número irracional que se constituye como la media y extrema -o extraña- razón del deseo.


El número de oro

 La intuición genial de Escher es la de haber representado, a través de esas dos columnas de hombrecillos-significantes, esas dos líneas de corte que, en el toro , reciben el nombre de la línea de la demanda y del deseo; se caracterizan porque no son en absoluto homologables, superponibles, sustituibles la una a la otra; el motivo es que su giro, su vuelta, se efectúa alrededor del borde de dos agujeros que son radicalmente heterogéneos: el alma interior del toro; el patio central y exterior de luces.

 Nada hará nunca que los hombrecillos que dan vueltas alrededor del patio de luces y los que lo hacen por el otro lado de esta escalera unilátera se junten, aunque sea una sola vez, un solo instante.

 Se puede decir con desgarradora propiedad, en un decir que nos divide, que, entre esos hombrecillos que marchan tan campantes, tan campanudos ellos, tan redundantes, tan inútilmente excesivos, no hay ni puede haber, ni se la espera, hasta nuevo aviso, por mucho que uno desespere, relación sexual.


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