La Clínica psicoanalítica y sus avatares

El esquema óptico de Lacan; un florero muy floreado

El esquema óptico de Lacan; un florero muy floreado    Si nos detenemos en el esquema óptico de Lacan, tomándolo como exponente de la estruc...

jueves, 29 de septiembre de 2022

El esquema óptico de Lacan; un florero muy floreado


El esquema óptico de Lacan; un florero muy floreado 


 Si nos detenemos en el esquema óptico de Lacan, tomándolo como exponente de la estructura del sujeto, se pueden discernir varios hechos significativos. 

 Las flores-reales, que representan los objetos @ de la pulsión, se localizan en el cuello del florero que encarna la imagen real del cuerpo (ubicada en el espacio real) —el i(a)—. El estatuto de esas flores, en su condición de objeto, corresponde a la ditmensión de lo real. En cambio, el i (a) es un objeto imaginario que se percibe como real en el campo de la realidad. El cuello del florero, cuya función es de borde, como cualquier agujero se adscribe a la ditmensión de lo simbólico.
 

 Las flores-@, al ser no-especularizables, han desaparecido de la imagen especular del cuerpo, del petit autre-imaginario, el yo ideal, el i´(a); solo están contenidas por la imagen real del florero.

 El cuello del florero-i´(a), y lo que deja escapar, según afirma Lacan, comparándolo con la detumescencia del falo en el momento del orgasmo, sería la viva imagen del corte que afecta a este objeto imaginario en el clímax del coito: −φ (el objeto de la castración).

 Todo corte significante sobre la superficie topológica del cuerpo traza el borde de un agujero. El cuello del florero-i´(a), en su función de borde, circunscribe un blanco, una ausencia en la imagen especular (la castración imaginaria).

 Un objeto solo puede faltar a su lugar por dos razones: por una falta de derecho, debida a que el lugar que ocupa ha sido simbolizado (falta simbólica); a causa de una falta real, por carecer del objeto significante que pueda significarlo en el lugar del Otro, lo que provocará su caída del corpus simbólico (el resto de goce)

 El agujero de la castración está figurado por el cuello del florero-i´(a): −φ. La phi minúscula, negativizada, es una falta simbólica, que afecta al símbolo del falo imaginario (φ), escrito bajo los auspicios de La premisa universal del falo: Todos los seres vivos tienen falo.

 Esta premisa, que supone la no-castración universal, se sustenta en una excepción que suele ser objeto de una renegación: la de la mujer, que carece del órgano fálico por haber sido castrada imaginariamente (aunque no dejará nunca de estar referida a la falta fálica como buena hablante).

 Las mujeres, como seres parlantes que son, les falta el falo porque deberían tenerlo (falta de derecho): φ-------------->>−φ

 Solo algo que ha sido simbolizado, como el falo imaginario, puede faltar a su lugar, hacer mutis por el foro, evaporarse (como los efluvios mágicos de las promesas de la coyunda sexual).

 El varón polisexual, donjuanesco, no está muy seguro del símbolo de su falo. Por eso necesita que muchas mujeres le confirmen que su símbolo (como todo significante en potencia) no se ha negativizado. El problema inevitable es que la caída del falo en el momento del orgasmo es casi la expresión matemática de la inevitable sustracción de su amado órgano (al que está identificado en su ser). Este pequeño derrumbe de su erecta torre no es vivido como falta (lo que abriría las puertas al deseo), sino como insuficiencia, minusvalía, castración imaginaria (de ahí la tristeza que le embarga al susodicho después de una cópula sentida como fracasada). Esta tristeza poscoital es el signo inconfundible de la impotencia.

 ¿No se trata en todo encuentro sexual de hacer el pasaje de la impotencia a la entrada a la imposibilidad a la salida?

 Si las mujeres no lo tienen, aunque al principio lo pudieran tener (es una posibilidad), puede ser que lo hayan perdido por el camino, o que un ser con instintos sádicos las haya castrado de su órgano fálico (¿Por qué solo a las mujeres? ¿O es que antes de la castración solo había hombres?). Con el artificio de la castración se preserva la premisa universal de la marca fálica (Todos lo tienen aunque algunas han dejado de tenerlo). La que se salva de ese destino supuestamente infausto que afecta a la completud corporal es La Madre-fálica. Las mujeres, por su carencia fálica, no son seres de otro orden —¡o de otro goce!— sino la excepción que, al confirmar la regla, clausura el universo fálico.

 La castración es la falta simbólica (−φ) de un objeto imaginario, el falo, instituido como símbolo por la premisa universal del falo.

 Al falo lo formalizamos con el símbolo de la letra phi minúscula, la inicial del nombre falo en la lengua griega (φαλλός): φ.

 La falta fálica no consiste más que en la negativización de este símbolo universal, con lo cual deja de ser universal, pasando a formar parte de la singularidad del deseo: −φ.

 La premisa universal del falo, para que se pueda considerar de verdad universal, debe ser leída como la premisa universal de la falta; su lógica negativista se sostiene en que el falo es un significante, el del deseo; por este motivo se escribe con un signo negativo.

 La premisa universal de la falta simbólica remite a la sujeción del ser parlante al orden del lenguaje. Nominar un objeto es ganarlo para el significante y perderlo como cosa.

 El agujero de la castración, que se sostiene en su símbolo, el −φ minúscula, es la sede de la angustia (angustia de castración).

 La castración es una operación de negativización que recae sobre el símbolo del falo imaginario. Al tratarse de una operación de estructura (El Edipo) implica la intervención desde un lugar tercero del deseo del padre real causado por la madre, y a la inversa. El hijo, gracias al deseo que circula entre los padres, queda desalojado de su posición de ser el objeto que le falta a la madre. El deseo paterno, no su figura, es lo que actúa como agente de la distancia simbólica que separa y vincula a la madre y al hijo.

 El espejo del Otro separa la imagen real del cuerpo, el i(a) —imaginario-real—, de la imagen del otro (yo-ideal), el i´(a) —imaginario-simbólico—. 

 El agujero castrativo, el −φ, en su estatuto significante, afecta al i´(a), a la imagen ideal del otro, quebrando, fracturando, su completud.

 

 En el esquema óptico de Lacan, perteneciente a la física recreativa, la de los magos, el cuello del florero-i´(a) funciona como el borde de un agujero vacío, sin flores-reales. Esta ausencia significa que ahí donde se ha constituido el símbolo de la castración (−φ) en el lugar del Otro no hay ningún objeto simbólico (privación) que pueda representar lo real de esas flores.

 Las flores-@, aún contenidas por la imagen real del cuerpo—i (a)—, debido a su ditmensión real carecen de imagen especular en el espejo del Otro. Esto las diferencia radicalmente de la serie de los objetos narcisistas —i´(a)— con los que el yo (moi) se identifica.

 Esta separación de las aguas nos permite distinguir dos tipos distintos de libido: la que inviste al yo, que se intercambia entre la imagen ideal del cuerpo y sus objetos narcisistas, y la que catectiza al objeto @, que, por carecer de cualquier moneda de cambio significante, siempre cae como un resto irreductible en cualquier relación imaginaria, dual, a-a´.

 El espacio virtual del espejo plano del Otro nos introduce en la ditmensión imaginaria del cuerpo, del i´(a) y sus objetos narcisistas; también lo hace en la ditmensión simbólica del agujero de la castración: la falta simbólica que afecta al falo imaginario: −φ.

 El i´(a) es imaginario y el −φ es simbólico (este símbolo lo escribimos sobre el cuello del florero imaginario, como una inscripción que procede de otra escena).

 El agujero simbólico, la castración, la falta fálica, es reducible, en el sentido de que, en el interior del florero imaginario, del i´(a), rodeado por su cuello, se puede introducir una pluma de avestruz o unas bellas amapolas, las cuales, por su valor fálico positivo (+φ), taponarán el hueco abierto por el corte castrativo (−φ): Dime con qué ocluyes el hueco de tu ser y te diré lo que eres. Háblame del agujero de tu existencia y te diré quién eres.

 Más acá del espejo plano del Otro, ahí donde opera el espejo esférico, nos situamos en la ditmensión de la imagen real del cuerpo, i (a), con su correspondiente agujero, al cual, para rendirle los honores debidos, hay que adjudicarle también su estatuto simbólico. Lo que sucede, y no es moco de pavo, es que su función no es del orden de la castración sino de la privación (falta real).

 Aquí, en relación con la falta real, el corte no afecta a un objeto imaginario, el falo, sino a un objeto simbólico, a un significante, aquel que nombraría lo real del goce.

 La pérdida del objeto simbólico, del significante del goce, es la causa de la falta real, de la privación.

 Las flores-@, en su condición de falta real, están situadas en el interior del cuello del florero-i (a), del agujero de la privación. Su posición en relación con el agujero solo indica su separación irreducible del cuerpo. Esto es lo que pone de manifiesto el primer tiempo del esquema óptico: el ramillete de flores, desparramado, caído en el suelo, desprovisto de cualquier cuerpo —real o imaginario; i (a) o i´(a)— que lo pueda contener, acoger (el despedazamiento corporal).

 El agujero de la privación afecta electivamente a la imagen real del florero-i (a), que se constituye como la falta real de un objeto simbólico (el significante del goce). Lo que es esencial captar es que, a diferencia del agujero de la castración, del −φ, ahí, sobre ese agujero, no hay ninguna inscripción significante. Este dato nos permite asociar la presencia de las flores-@ con la ausencia de un símbolo, de una marca significante.

 En resumen: el i (a) es la imagen real del cuerpo reflejada en un espejo esférico (la corteza cerebral); el agujero de la privación está representado por el cuello del florero-i (a); en ese agujero se disponen las flores-@; las flores-reales son el objeto de la privación simbólica que están separadas del cuerpo porque les falta el significante que las signifique (falta real).

 El agujero de la privación, la falta real, es irreducible, imposible de cegar, porque nunca se inscribió ni se podrá inscribir sobre ella la marca de un significante.

 El objeto @, resto de goce que ha caído del cuerpo, es el testimonio, el memorial, el monumento, que conmemora la ausencia inmemorial, jamás dicha, ilegible, irrepetible, del objeto simbólico (la represión primaria).

 Así como en el agujero de la castración es posible introducir algún objeto fetiche que tapone la falta, esto mismo, en el agujero de la privación, es imposible, al tratarse de una falta real.

 El sueño del coche perdido y nunca más encontrado es asunto de un objeto inhallable, profundamente perdido: el objeto @ del goce, a-tópicamente real, que carece del nombre que lo nombre.

 El mapa simbólico donde están escritas las marcas significantes del objeto real del goce está desgarrado justo en el punto que señala su lugar. Su lugar es un no-lugar; un agujero en el lugar; es el agujero del símbolo.

 No nos molestemos en buscarlo, solo es posible reencontrarnos con él en un encuentro siempre fallido con lo real. El signo del hallazgo de lo real es el fracaso, el yerro, el malentendido (ese que trata de eliminar de una rara comunicación polívoca la filosofía del lenguaje normalizante).

 En el código del lenguaje, en el stock de herramientas significantes, justo falta la del sexo, la de la relación sexual. Lo que predomina en el encuentro de los sexos es el malentendido a nivel de los goces. El hombre quiere gozar de un pedazo del cuerpo de la mujer, de un @. La mujer, desde la lógica del notodo, atravesando el incesante parloteo del falo, su goce parlanchín, desea escuchar otras voces que hagan vibrar su cuerpo con un ritmo nuevo, con notas inauditas, disonantes, en escalas no armónicas, registros imposibles, silencios audibles, resonancias calladas.

 En el i (a), a nivel de la imago real del cuerpo, en el cuello del florero, en vez de una ausencia hay una presencia, en vez del −φ (la falta simbólica), están las flores-reales, el objeto @ (la falta real). Lo que hay que señalar como esencial es que el significante fálico, debido al signo negativo que porta (−φ), es capaz de separar del cuerpo el falo imaginario que previamente ha sido simbolizado con la letra phi minúscula (φ). El falo imaginario es una creación simbólica ex-nihilo (desde la presencia-ausencia de la madre).

 Desde el campo de lo real es evidente que el objeto @ no está marcado con ningún signo negativo, con ningún significante; no es un objeto simbólico, sino real. Para que el @ pueda desprenderse, caer del cuerpo simbólico, es conditio sine qua non la falta de un significante, de un objeto simbólico que lo represente, que lo signifique en el lugar del Otro.

 Si nos detenemos en el esquema óptico, con sus floreros floreados y marchitos, lo decisivo a captar es esto: donde está el objeto significante, el −φ, inscrito sobre el agujero de la castración, no hay flores-@; el cuello del florero-i´(a) está vacío. Al contrario, allí donde falta la escritura significante, donde no es del negociado de la falta simbólica sino real (la pérdida irreductible del objeto simbólico), en el cuello del florero-i (a), tenemos la certeza de que las flores-reales están vivitas y coleando, bien presentes, expandiendo los efluvios más olorosos del goce (a veces pestíferos). Ya se sabe que las flores virtuales, tan lindas y bellas, son inodoras (nunca serán expulsadas a causa de su mal olor por el inodoro). 

 El agujero de la privación —real—, en función de orificio de la pulsión, del goce, es irreducible por el significante porque no-hay (verwerfung) significante que pueda nombrar ese resto de goce inasimilable, irreducible, insatisfacible, que cae del cuerpo en la operación de constitución divisiva del sujeto en el lugar del Otro.

 Por muchas toneladas de arena de saber que echemos en ese pequeño florero-i(a), su boca, su orificio terminal, permanecerá siempre abierto. Parece cosa de magia. Aunque aquí no hay truco que valga. El que gana de mano gracias a su falta es el significante.

 Las flores-reales (esto es una redundancia porque en el esquema óptico no hay más real que el de las flores), los objetos @, al no ser cortejados por ningún objeto simbólico que valga, al no tener un solo pretendiente significante, viven en una soltería eterna, en la soledad de lo real, sufriendo una pérdida irreparable, sin esperanza ni consuelo. Es de ellas, de las flores del luto, no del falo, de donde viene esa tristeza enigmática que surge después del coito (que muchas veces es disimulada con una risa sin sentido). Ellas, las flores (en femenino: las mujeres), son el homenaje a lo perecedero, lo finito, el notodo, el corte mortal de la existencia (que nos preserva de lo mortífero).  

 Los jaramagos lorquianos, que ocupan el cuello del florero, son el testimonio, la prueba incontrovertible, la garantía absoluta de que el agujero de la privación no se cerrará nunca ni se reducirá a un punto, preservando de esta forma el lugar de esa falta irreducible —real— que actúa como arco de bóveda, muro de carga, viga maestra, sobre la que se sostiene el deseo. 

 

 

 Este pilar decisivo, basamento del deseo, se formaliza así: S (A): la tachadura del Otro frente a la prueba de lo real: el Otro (A), perplejo, atónito, patético, pone cara de circunstancias, de qué no sabe nada, que no tiene ni la más puñetera idea, que le han herido en el corazón de su ignorancia, que el traje del saber es incapaz de cubrir sus vergüenzas (Él no sabía que estaba muerto).

 Uno puede intentar cementar el agujero de la privación con toneladas de saber. Por definición, si logra ocluir el agujero, ese no es el de la privación, el que se sostiene en la falta real, en la caída del objeto @, causada por la pérdida del objeto simbólico. No hay suficiente cemento sabelotodo en el mundo para reparar la grieta del sujeto.

 Uno se va a la cama por el resto, y, aunque en el acto, dé el resto, al final quedará para los restos; de resto a resto y tiro porque me toca.

 En ese intento desesperado de hacerse y deshacerse del resto, siempre fracasado, restará el objeto @, el resto de la operación de división subjetiva, ese desecho de goce que hiende, agujerea, tanto al sujeto (S) como al Otro (A).

 Las flores-@, rodeadas por el cuello del florero real —i (a)—, no solo no ciegan el agujero de la privación, sino que, utilizando una metáfora anatómica, son como el ojo enucleado de su cuenca. Lo que queda después de esta operación quirúrgica, de corte, es, por un lado, el órgano ocular separado de su locus, el desecho edipiano de goce, imposible de reintegrar a su posición anatómica, al que simbolizamos con la letra @: el objeto mirada, causa del deseo al Otro, alrededor del cual hace su tour la pulsión escópica (mirar-mirarse-hacerse mirada).

 La cuenca vacía del ojo es el lugar de la mirada. Desde donde no nos vemos, incapaces de captarnos como reflejo en el otro, somos mirados, somos gozados. El mundo nos mira.

 El borde palpebral delimita el hueco de la pulsión escópica. Sin saberlo, el placer de la vista (preliminar del acto sexual) apunta a un goce ignorado por él mismo; no es otro que el goce de la mirada que, como la angustia, no es sin objeto, pero que carece de toda representación a nivel de la imagen del otro, del i´(a).

 Los ojos de Edipo, arrancados de su órbita, caídos en el suelo, ensangrentados, corresponden al objeto @, a la falta real. No hay que llegar a esos extremos de crudeza, simplemente si faltase el significante ojo uno quedaría privado del ojo como objeto real, como realidad de goce.

 La pregunta clave es si se puede ir en un análisis más allá de la angustia de la castración, del −φ, de la amenaza de castración y la envidia del pene (final de análisis freudiano). La respuesta es que sí, con una sola condición, que el sujeto, a pachas con su analista, estén dispuestos a dar el doble salto mortal que los llevará de la castración fálica a la privación del objeto @, de la falta simbólica a la real.

 Ya sabemos que el @ es real, y, si se separa del cuerpo, es porque está cortado de un objeto simbólico. Carece de un significante (en el sentido de que ni lo tiene ni nunca lo ha tenido) que lo represente en el lugar del Otro. En el lugar del código de los significantes, ahí donde falta ese significante, el del goce-@, no se puede decir que no haya nada, en todo caso hay-nada, un agujero. La privación del significante, en su estatuto de falta real, provoca la caída del cuerpo como desecho de un resto de goce cuya función en el fantasma fundamental es la de ser causa del deseo del Otro.

 Esta falta real de un objeto simbólico en el cuerpo del Otro se formaliza, se mathematiza, con el símbolo S (A). Observando el grafo del sujeto se capta que este símbolo pinacular, cumbre, abre a la pregunta por el deseo del Otro, al Che Vuoi, en el momento de la angustia (que no es lo mismo que la ansiedad).

 El @ no es el objeto del deseo del Otro, es el objeto causa del deseo del Otro. Por lo tanto, en el tiempo de la angustia, más allá del límite rebasable de la castración, de la falta subjetiva, es el objeto real que aboca al encuentro con la interrogación del Che Vuoi, que, insistimos, es el @ como enigma, como x. Esta pequeña x, ubicada en el marco constituido por la caída del @, señala el horizonte de la dirección de la cura, el núcleo de la transferencia, el deseo del analista. Es con estos mimbres que hay que tejer el vacío del cesto de un análisis.

 

 El objeto @ es un objeto parcial, en el sentido de parte, pedazo, trozo de goce, cortado del cuerpo, en torno al cual gira la demanda pulsional rodeando al agujero de la privación (localizado en el cuerpo). 

 La pulsión también es parcial pero por otras razones: porque no representa la tendencia sexual en su totalidad (la reproducción genital), sino a una parte, aquella que tiene que ver con un goce sexual que, por su condición de agujero excavado en el cuerpo, se sustrae a cualquier intento de totalización, de unificación por medio del saber.

 El goce de la pulsión parcial tiene tres características: goza de una parte desprendida del cuerpo: el @; es autoerótico: su punto de partida y de llegada está en el propio cuerpo, en la zona erógena; es silencioso —el silencio de las pulsiones—, en el sentido de que escapa al significante, superando el umbral del principio del placer, de la homeostasis.

 La sexualidad es inhumana (no animal), debido al efecto que la incidencia del lenguaje tiene sobre el cuerpo, que arrastra al desujeto a un parloteo insensato, a una especie de bla bla bla que parece querer significar algo, pero, que, en realidad, no significa nada, simplemente hablar por hablar, gozando disparatadamente de las palabras, lo que nos aboca fatalmente a una sexualidad patológica, troceada, fragmentada, perversa polimorfa.

 El cuerpo del desujeto no es el organismo viviente, bien adaptado y razonable, que busca lo que necesita. Se trata de un cuerpo despojado de cualquier naturalidad a causa del significante, que lo corta en rodajas, dejándolo hecho pedazos, que no hay forma de pegar entre sí.

 La marca del goce es el signo paradigmático de su des-naturalización, que lo hace inviable para que reproduzca otra cosa que no sea un un goce enfermo, que atenta contra sus fines, contra su bien, que transgrede un día sí y otro también sus fines más normales.

 De todo esto, el goce notodo es ejemplar, paradigmático. No entiende el goce como lo hace el varón, que anhela la menor pérdida de goce, intentando aprovecharlo todo, que no haya restos, sobras, nada sin satisfacer, pretendiendo que se alcance la plenitud de un orgasmo manifiesto, audible, reconocible a plena luz del día. El goce fálico es el de todos y para todos, el del Uno consuetudinario. No es un goce que crea, inventa, sorprende, improvisa, fracturando las convenciones, agujereando las reglas que se imponen a todos los hablantes (el discurso del amo).  

El goce femenino espera algo de una palabra nueva, inédita, inaudita. El goce otro es la fiesta, la celebración de los goces múltiples, transgresores, imposibles de prever y planificar. No son goces sin el Otro, sino sin un Otro consistente, en posición de amo, que, como tal, abjura de la castración, que implica la imposibilidad de decirlo todo (dice notodo).

 Si el goce masculino es humano, como dios manda, erecto, que camina a dos pasos, un pie primero y otro después, en fila india, a los dictados del amo; lo opuesto es el goce femenino, que es de lo más circense, divertido, acrobático, hecho de volteretas y vuela pies, verbenero, danzarín, con aroma de barraca, hecho de un deje popular, de un acento barriobajero, de conversaciones inacabables, de las mil y una noches, que esperan la muerte a la mañana siguiente, tejiendo el tiempo con dimes y diretes, con dichos de lo más re-dichos, redundantes hasta decir basta, sin pies ni cabeza.

 Frente al paso de instrucción del goce fálico (el instructor es el sujeto supuesto saber) que conserva un orden inalterable, guardando los términos, los pasos convenidos (¡un, dos!... ¡un, dos!...), en una marcha que sigue los acordes de la banda militar, la mujer, en su an-arquía, anda sola, o, si es menester, bien acompañada, con un hijo a cuestas, siendo capaz, por su flexibilidad y elasticidad corporal, de caminar a cuatro patas, tres, dos, ¡una! (lo imposible); hasta a la pata coja, según exija la ocasión, las circunstancias, la coyuntura (favorable o desfavorable), las contingencias prevenidamente desprevenidas.

 Utilizando la jerga adolescente se puede afirmar que el goce fálico es cojonudo (¡menuda redundancia!), y, el goce femenino, macanudo. Ambas expresiones aluden a un divertimento superlativo. En el acto sexual, si llega alguna vez a buen puerto (¿es posible culminar el acto sexual?), cosa que nunca está en absoluto garantizada, a pesar de todos los favores sapienciales de los sexólogos de cualquier ralea, sabiendo que el mundo está lleno de sexólogos, dando por hecho que todos somos un poco sexólogos de nosotros mismos, en el sentido de que sustentamos la creencia engañosa de que hay un saber sobre el sexo.¡ Fuera los sexólogos! ¡Viva el amor libre!

 Los llamados medios nos inundan con un pseudosaber sobre el sexo que no sirve para nada porque lo sexual es lo imposible de saber (no así lo genital). Este saber como-sí es tan abundante y sofocante que se está creando un mundo de hombres impotentes pendientes únicamente del tamaño, y de mujeres frígidas que suspiran orgiásticamente por un orgasmo que nunca llega (probablemente porque no existe).

 Un hombre apotente y una mujer anorgásmica hacen una pareja insatisfecha, decepcionada, desequilibrada, porque decidieron apostarlo todo a los señuelos de lo imaginario. Una nueva categoría diagnóstica se vislumbra en el horizonte: la depresión sexual.

 


 El varón se lo pasa cojonudo, y, la mujer, por su parte, macanudo. Son dos modos distintos de saber-hacer con lo imposible del sexo (imposible para el saber). Lo (la) cojonudo (a) trata de eludir la confrontación con lo real del sexo a través de una larga cambiada, de un pase de pecho, de un juego de prestidigitación que implica ¡poner los cojones encima de la mesa! Esto es un golpe de efecto que, por ser la manifestación de un defecto, de una impotencia vergonzante, no impresiona mucho a la mujer. La deja tibia, ni fría ni caliente, por no decir frígida (congelada). Este acto del hombre, que tiene mucho de impresionante o para impresionar, significa, ni más ni menos, que lo es, es decir, que los tiene bien puestos (bien agarrados al cuerpo para que nadie se los quite así como así). Lo cojonudo, por lo que tiene de engaño, de fuegos de artificio, suele acabar en una decepción acojonante, incluso me atrevería a decir que descojonante.

 El itinerario del hombre en el acto sexual va de la promesa de una satisfacción cojonuda a una decepción descojonante, acojonante, que se trasluce en tristeza poscoital. Y todo esto sucede porque el varón solo está atento a lo que se muestra bien plantado y asentado encima de la mesa; a lo visible, fálico-imaginario, a tener huevos, mostrando paquete, olvidándose que lo decisivo, la verdad, se juega entre bastidores, en la otra escena, velado, en nuestro caso debajo de la mesa, en forma de pataditas, roces disimulados, contactos furtivos, poniendo en juego el cuerpo, lo invisible a los ojos. Por eso, Edipo, se arrancó lo ojos, para poder gozar como una mujer de lo invisible, de la nada, de un vacío, de lo-que-no-se-tiene, de un órgano hueco (incapaz de dar, solo de recibir).

 Se puede decir que la mujer goza de una forma macanuda. También es aceptable la expresión pistonuda. ¿Que significa macanuda? En realidad, nadie lo sabe, no se conoce si es mucho o poco, si es más o menos. Además, es algo no localizado, o que se localiza en un órgano hueco, porque, a diferencia de lo cojonudo que está precisamente localizado en el cuerpo, ahí donde salva sea la parte, o sea, en el órgano plenamente fálico, lo macanudo no tiene un órgano preciso y localizado del que gozar (está abierto a cualquier pellizco o pizca de órgano).

 Por consiguiente, por una cuestión de principio o de principios, formal, no formalista, el goce macanudo pone en cuestión el cuerpo como tal, introduciendo la pregunta por un goce que vaya más allá de lo fálico-cojonudo, que no deja de ser cojonudo solo que notodo, por lo que, manteniendo la rima, lo denominaremos goce macanudo o pistonudo.

 Macanudo en el Diccionario De La Lengua de La Real Academia Española, significa: adj. coloq. Bueno, magnífico, extraordinario, excelente, en sentido material y moral. Por ejemplo, se dice de tal mujer que es una tía macanuda. Es evidente que esto no nos dice nada sobre el sentido material y moral de esa mujer, que, por no poder ser encapsulada en un conjunto cerrado, en la serie monótona de las mujeres, se dice que es macanuda. Esto, más que una forma de ser, es una forma de no-ser; más que un lugar, es un no-lugar. 

 Macanuda es un verdadero neologismo, una palabra inventada, porque, en consonancia con su falta de objeto, la realidad de la mujer solo puede ser objeto de una invención poética, ya que escapa a la realidad imaginada del fantasma (la mujer es transfantasmárica y perigozosa).

 Sobre lo cojonudo, eso es tan evidente que todo el mundo sabe lo que es. Un tío o una tía cojonudo o cojonuda, de eso no hay dudas, es de comprensión inmediata, en el instante de ver. En cambio, de un tío o una tía macanudos, acompañado de una expresión de júbilo, de eso no se sabe absolutamente nada. Uno supone que la cosa va a ir de rechupete, pero no hay garantías. Uno tiene que probarlo, en el sentido de hacer la prueba, jugársela. Además, a diferencia del significado de cojonudo, lo de macanudo no es obvio. Hay que consultar el diccionario, lo que implica contar con el Otro, consultar tus cuitas y asuntos con el que verdaderamente sabe. Por eso, se puede decir que el goce femenino hace nudo, en el sentido de que, como goce maca-nudo, se anuda con el Otro, con RSI. Si le añadimos una "r" podríamos hablar de un goce que marca-nudo, entendiendo que se trata del nudo borromeo.

 No es un goce que marca-paquete, potencias mil, sino que marca-nudo-borromeo, convocando a un deseo; esta es la esencia del goce femenino, que carece de esencia, dado que solo es un nudo de goce que se marca en el cuerpo vez por vez, haciendo historia. El goce cojonudo hace hazañas, con lo cual no inscribe su marca faltante, su deseo singular, en la historia.

 ¿Qué es el goce femenino, macanudo o macanuda? Es algo que tiene que ver con el movimiento del cuerpo, su ritmo, su música, sus ecos, sus resonancias, tonos (distonías, atonías, sintonías), sonancias (asonancias, disonancias). Por dicho motivo, lo de macanudo (las maracas macanudas de Machín). 

 Macanudo viene de macana. No nos referimos a su uso como arma, objeto amenazante, porra, maza, o hacha. Hay un arma mucho más eficaz que el tomahawk: la palabra, más aún cuando es mentirosa. Por eso, en el lunfardo rioplatense, macana significa mentira o despropósito que se dice.

 El goce femenino tiene que ver con Vamos a contar mentiras tralará, en el mar corren las liebres y en el monte las sardinas... Además de mentiras, lo femenino goza con los despropósitos, disparates, dislates, desatinos, badajadas, necedades, impertinencias (todo con un sentido lúdico).

También, en relación a lo macanudo, quiero hacer referencia a la danza y al ritmo, en concreto a la macumba. La macumba o candomblé es un Ritual o culto fetichista propio de los negros brasileños, que combina elementos del animismo africano, del catolicismo y de la hechicería con danzas, tamborileo y cantos; también, Música popular brasileña basada en este culto. ¿No es esta una buena referencia para el goce femenino u otro?


 


 

             










viernes, 16 de septiembre de 2022

Castración y privación en la cura psicoanalítica

La privación es un sueño que se desplaza en un coche de cuatro ruedas (más la de repuesto)
 


 El agujero fálico (−φ), castrativo, no es un orificio pulsional, como podría serlo el delimitado por el borde de los labios o el del esfínter anal. No por ello deja de ser un agujero que tiene su función topológica específica y fundamental en relación con la constitución del sujeto deseante (S).
 

 ¿De qué se trata? La castración, como operación simbólica que instituye la falta significante (−) del falo imaginario (−φ), es la condición necesaria para que alguien (cualquiera) pueda constituirse como sujeto tachado (S), del deseo, en su relación de losange (◊) con el objeto @; la caída, el resto, el desecho de goce que se separa del cuerpo como efecto del corte significante.

 Esto es lo que determina que el agujero castrativo tenga su formalización propia (−φ) —la phi minúscula griega correspondiente a la letra inicial de la palabra falo (phallus)— que lo diferencia del resto de los agujeros pulsionales simbolizados por la letra @; la littera que nombra a cada uno de los objetos de la pulsión: @ [pezón, escíbalo, mirada, voz].

 El agujero central del toro —corriente de aire—es una formalización topológica del agujero del deseo en relación con el cual se constituye el sujeto tachado del significante (S) en su anudamiento fantasmático con el objeto @.

 El sujeto de la falta (S), dividido, solo es pensable en su relación de corte, de hiancia, con el objeto @.

 En el fantasma fundamental ($<>a) el sujeto abolido por el significante (S) mantiene una relación lógica de corte (◊) que lo separa (disyunción) y lo vincula (conjunción) con el objeto @.

 Solo es posible transitar, hacer el pasaje, desde el −φ (agujero de la castración) al S deseante, recorriendo el desfiladero de la angustia, su borde cortante, puntuado por la pregunta por el deseo del Otro, en su causación por el objeto @.

 El falo (φ) no es un objeto @, pulsional, sino un objeto imaginario, narcisista, cuya función consiste en taponar la falta en el Otro; el objeto-señuelo que se separa de la imagen ideal del cuerpo —el i´(a)— como consecuencia del corte castrativo. El padre real (edípico) es el agente de la falta castrativa (simbólica).

 A pesar de ello, Lacan sitúa el objeto fálico, faltante, en el punto más elevado del eje de la curva en forma de “u” invertida en la que escribe, a ambos lados del −φ, en sus dos ramas, ascendente y descendente, los diferentes modos del objeto @: los objetos oral y anal (rama ascendente), y los objetos mirada y vocal (rama descendente), en una relación de correspondencia uno a uno: [oral-vocal] y [anal-mirada].  

 ¿Cuál es la función en este banquete de las pulsiones de ese convidado de piedra, el −φ, el falo imaginario, el objeto de la castración, cortado de la imagen especular del cuerpo, cuya caída se actualiza en el acto sexual por su detumescencia en el momento del orgasmo?

 

 La respuesta es inequívoca: el agujero castrativo, como sede de la angustia, que afecta a la completud del yo-ideal, arrastra al sujeto de la falta al encuentro con la pregunta por el deseo del Otro (el enigmático @).

 El sujeto solo puede reconocer su propia castración cuando la capta en el cuerpo del otro (el de la madre). El niño, cuando percibe que la madre no lo tiene, cae en la cuenta de que él no lo es. Esto le lleva a Lacan a afirmar que la castración es la castración en el Otro.

 Para que la operación de la castración tenga lugar es necesario que intervenga un tercero entre la madre y el hijo (la estructura triangular del Edipo). Se trata del padre real, agente de la castración, el poseedor legítimo del falo, que, en su condición de representante de la ley del significante, del deseo, se lo dona a la madre.

 El padre, al donarle el significante fálico a la madre, la separa del hijo, testimoniando en acto que una no lo tiene y el otro no lo es.

 El padre se inter-pone como símbolo —el del Nombre del Padre— entre la madre y el hijo.

 La inscripción, la admisión afirmativa del Nombre del Padre por parte del hijo, depende del caso que la madre hace a la palabra del padre.

 La presencia de la palabra del padre, en su función de mediación simbólica, autoridad significante, ley del deseo, que separa y vincula a la madre con su hijo, mantiene la hiancia, al no dejar de perturbar su identificación con el falo imaginario (φ), el objeto que le falta a la mujer (−φ).

 El −φ, que, como ya hemos referido, implica que la madre no lo tiene y que el hijo no lo es, al des-completar a ambos, instaura en el corazón del ser el agujero castrativo, la falta sobre la que se sostiene el deseo.

 La castración —la falta simbólica del falo imaginario— es el paradigma de un acontecimiento decisivo: solo el corte significante, en su incidencia horadante sobre el cuerpo, al desprender un objeto esencial, al negativizar el goce, es garantía del deseo.

 Este hecho se puede formalizar así:

 (I) Corte significante = pérdida de objeto + agujero = deseo

 (II) Castración (corte significante) = Agujero simbólico + pérdida del falo imaginario = deseo


 ¿Hay una garantía más fuerte que la castración simbólica, que la sustracción de un objeto imaginario (−φ), con el fin de mantener abierto el agujero del deseo? (un agujero que no solo se abra por vacaciones, sino todo el año).

 Lacan se refiere a dos modalidades de la falta, del agujero del deseo: reducible e irreducible.

 La falta reducible es la carencia simbólica: la castración.

 La falta irreducible es la carencia real: la privación.

 La privación es una garantía del deseo más fuerte que la castración.

 ¿Por qué?

 Esto tiene que ver con la estructura topológica del agujero, que puede adquirir una dimensión más simbólica (castración = deseo), o real (privación = goce). Por otro lado, la frustración, es el paradigma de ninguna-garantía-para-el-deseo, lo que le otorga un carácter ominoso, de pura reivindicación imaginaria.

 

 Solo desde la falta simbólica o real se puede exigir garantías con respecto al agujero del deseo (reducible o irreducible).

 Hay que saber que las garantías pueden ser solo verbales o por escrito.

 El sueño del coche perdido y nunca más rehallado

 Un paciente en análisis narra el sueño que expongo a continuación.

 En su sueño, acude a una conferencia en coche. Su automóvil, por los servicios que le presta, tiene el valor de un objeto inestimable, indispensable. Exagerando los términos se podría utilizar esa expresión coloquial que dice que no podría vivir sin él-ella (como si se tratase de un objeto amado, casi una mujer deseada).

 Aparca el coche en un garaje adjunto a la sala de conferencias. Una puerta comunica los dos espacios, el del saber (la sala de conferencias) y el del objeto (el garaje). Desde ahora he de señalar que su coche tiene un valor de goce, de objeto @, para este analizante.

 El problema, el conflicto, el síntoma que no puede resolver, es la imposibilidad en que se encuentra de perder el coche, separarse de él. Lo ama en exceso. Funciona como una garantía fuerte de su ser. Es una especie de prolongación del falo, en su estatuto de objeto imaginario, narcisista. Esto es lo que explica que el garaje donde aparca su coche esté en continuidad con la sala de conferencias (donde está él). No interviene decisivamente la operación de corte significante entre saber y verdad, entre el yo y el objeto causa del deseo.
 

 Acabada la conferencia se dirige al garaje, coge su coche y lo conduce hasta la ciudad. Lo aparca en el centro de la urbe. Es de noche. Como un sonámbulo, sin un rumbo fijo, empieza a recorrer las calles. Sin darse cuenta, se aleja del coche. Después solo recordará que en su deambular errático había pasado al lado de un edificio majestuoso: El Senado.

 Llega a una plaza donde todo está preparado para el cambio de La Guardia. En ese momento es como si se despertase súbitamente, pensando, sin saber porqué, que no está en el buen lugar; se ha extraviado, tiene que volver a donde está el coche.

 Intenta reencontrarse con él. Imposible. No hay forma. Da vueltas y más vueltas pero nada... No recuerda haber fijado en su memoria ninguna marca (el nº de un portal), huella (el nombre de una calle), hito (una bella mujer con la que se cruzó en tal esquina), mojón (señal clavada en el suelo), o rasgo particular de su recorrido (estilo de una fachada); podría ser el caso concreto de algún edificio o calle que, por su conformación peculiar, le permitiera orientarse en el retorno al punto donde está situado su objeto-coche.

 Tampoco hay imágenes, representaciones, de su caminar errabundo. Todo ha quedado sumido en el olvido. No es que esté perdido, es que ha perdido su coche, su queridísimo coche-falo, cosa que es mucho peor, casi una catástrofe.

 Ahora cae en la cuenta de que debería haberse formado un mapa mental de su recorrido trazado a partir del lugar en que aparcó el coche. Ya es demasiado tarde. El caso es que no hay caso porque no hay mapa ni lo habrá. Es como estar perdido en medio de la jungla sin un mísero trozo de mapa que llevarse a la boca. Se ha quedado desmapeado o desfalicizado.

 Sin una huella simbólica que posibilite seguir la pista del objeto perdido, la conclusión es obvia: ¡hasta nunca mi querido coche! Su coche y él no es que estén condenados a no entenderse; sobre todo, la pena más dolorosa es la del destierro definitivo, no volverse a encontrar.

 Pérdida, tristeza, duelo, dolor…

 Aunque ya se sabe que no hay que llorar sobre la leche derramada, la mala leche no te la quita nadie.

 A pesar de todos los pesares, lo intenta. La esperanza es lo último que se pierde. Aunque aquí lo que se ha perdido es el norte. Desanda sus pasos. Empieza a girar en redondo, a callejear. Todo en vano. No hay rastro de su coche.
 

 Trata de hacer memoria. Fracasa. Si no hay memoria no hay historia. Todo un fragmento de tiempo se ha disipado. Lo único que hay es un hueco irreducible, un agujero en su memoria. Lo que le preocupa no es haberse extraviado. Eso tiene solución. Lo verdaderamente horripilante es que, al haber perdido su coche, con el que estaba plenamente identificado (imaginariamente), él mismo se ha perdido en su identidad yoica (está despersonalizado).

 ¿Qué hacer?

 ¿Reconstituir su yo? ¿A esas horas de la noche?

 ¿Dirigirse a un policía? Si resulta que no tiene pagado el impuesto de circulación (deuda simbólica pendiente).

 Hay demasiado pequeño otro y demasiado poco gran Otro; mucho imaginario y un paupérrimo simbólico.

 Sabe cómo volver al edificio en el que tuvo lugar la conferencia. En cambio, del lugar del coche, niente caliente. Sobre ese punto concreto se confronta a un vacío, a una página en blanco, a la desmemoria, a una amnesia atroz.

 Recuperar recuerdos que han caído en el olvido de la represión primaria es una tarea casi imposible que solo se puede acometer si interviene un analista en la tarea de construcción. El analista, para más dicha de este aficionado a los coches, es el encargado de custodiar el depósito de los objetos perdidos, que, haberlos haylos. Hay una subsección dentro de esta sección (en el doble sentido de departamento y de corte) que es inaccesible, la que se ocupa de los objetos prohibidos.

 ¿Cómo se puede reencontrar un objeto muy valioso, cuyo valor depende del deseo, si está privado de cualquier referencia (imaginaria o simbólica)? Ya puestos (en el buen sentido de la palabra), ¿no podríamos acudir a la referencia real? Algo así como dime de lo que padeces y te diré quién eres. ¿Pero lo propio de la referencia real no es el vaciamiento de toda referencia?

 El caso es que no se trata de un olvido subsanable, del retorno de lo reprimido, capaz de aportar el significante que falta, sino de la no-inscripción del significante que falta: S (A).

 La angustia le inunda. ¿A qué santo podría encomendarse en esta dolorosa y traumática coyuntura? A San Benedicto del Significante.  

 El analista le dirá que si el objeto-coche se ha perdido bien perdido está. Esto es lo que nos dará libertad para hablar del deseo de otra cosa. Si uno está muy apegado a un objeto, aunque sea un bólido sobre ruedas, no es por otro motivo que porque le completa. Como dice Lacan, cuando un objeto satisface plenamente la demanda la consecuencia es que el deseo (la falta) queda aplastado.

 Al fin encuentra su camino de vuelta a la sala de conferencias. Unas mujeres están recogiendo sus coches en el garaje. Es justo en ese momento que el prendado de su coche capta con toda claridad que aunque su objeto amado estuvo ahí, aparcado tiempo ha, ahora está perdido (se ha ido a tomar vientos). Al haberse roto la continuidad de la cadena temporal (pasado-presente-futuro) solo puede encomendarse al futuro anterior, al habrá sido para lo que estoy llegando a ser.

 Se puede confirmar que el extravío es radical. No hay avío posible. El objeto-coche ha quedado desconectado de la cadena simbólica. En el depósito de coches-significantes del Otro, en el lugar en que debería inscribirse ese coche (para más señas un Ford-Zodiac: FZ) hay un agujero: falta el significante FZ —en el sentido de que nunca ha estado ni estará— que pueda nombrar al objeto-FZ. No es que el FZ esté en un lugar ilocalizable, por falta de rastros simbólicos, es que está en un no-lugar, en un lugar no simbolizado, imposible de situar, atópico (como el deseo).

 

 En el aparcamiento no hay ninguna plaza libre. Recorre todas. Su coche no es ninguno de los coches que ocupan las plazas de aparcamiento. Después de su exploración minuciosa constata por una conjetura estructural (la aprehensión de la gestalt garájica), renunciando a cualquier método empírico, que su amado coche se ha perdido de forma irremediable. De hecho, se puede constatar que, desde el primer instante en que lo tuvo en su poder, ya estaba perdido. Esto es la paradoja de lo real. Solo se puede ganar lo que se pierde.

 La falta o privación real, causada por la no-inscripción, en el lugar del Otro, de un objeto simbólico (significante) —el significante Ford-Zodiac (FZ)—, es irreparable porque ningún otro objeto simbólico podrá nunca suplir al que falta. Ni el Ford-Zodiac más sofisticado, el de un coleccionista, auténtica pieza de museo, podrá llenar, ni por lo más mínimo, el vacío dejado por el significante Ford-Zodiac. Si queremos hablar con propiedad diremos que de lo que se trata en el plano de la falta real es de un defecto de escritura (¡o de estructura!). No es que algo falte en el interior de la estructura; es la propia estructura, en su forma, configuración, a la que le falta, por decirlo gráficamente, un cacho, un trozo.

 La pérdida del Ford-Zodiac (FZ) en su modalización real

 En el sueño de este analizante, en su extravío por lo más extraviado, loco, del deseo, no se puede decir que el objeto-coche falta en su lugar (falta simbólica, de derecho), porque, a pesar de su locura, no hay ningún locus (un lugar simbolizado).

 El objeto-coche, en su estatuto real, es imposible de reencontrar debido a que su pérdida no ha dejado como relicto ninguna huella simbólica. Se extravió, desvaneció, desapareció, como objeto simbólico, instituyendo, desde su privación, una falta real, un no-lugar.

 La falta simbólica, el coche que falta en la plaza de aparcamiento nº 8, el Ford-Zodiac con signo negativo (−FZ), es reducible, porque, en ese mismo lugar, al estar vacío, se puede situar otro coche que remplace al que se ha perdido (+FZ).

 El agujero simbólico, el −φ, solo garantiza —parcialmente— el deseo mientras falte el coche-significante (FZ) de su lugar-significante; hasta el momento en que ese mismo lugar-significante sea reokupado con otro nuevo coche-significante (FZ). Entre significantes y lugares-significantes anda el juego: ±FZ.

 Desearé tener otro FZ durante el tiempo en que se mantenga el signo negativo que lo ausentifica. Este es el estatuto de la castración simbólica: la falta significante (−) de un objeto imaginario (−φ) = −coche imaginario

 En su condición de negativización de un significante, el extravío, la falta, de un objeto imaginario, que ocupa un lugar simbolizado, es reducible, taponable, suturable.

 Otra cosa muy distinta, como lo ilustra el sueño, es la privación en su estatuto de falta real.

 La privación es una falta real, irreducible. Esto implica que ningún retorno de la cadena significante reprimida podrá cegarla. Solo el sínthoma, lo-que-no-se-cura, la herida siempre abierta del goce, da testimonio de ella.

 ¿Qué estatuto tiene una falta real? El sueño nos lo aclara. La no-inscripción, no-escrituración, de un objeto simbólico, es la causa de la falta real.

 ¿Por qué es imposible localizar el coche a pesar de que sabemos que está ahí, en algún lugar desconocido, visible y bien visible, mostrándose en su plena realidad, sin el más mínimo ocultamiento? Simplemente porque es inaccesible, porque su falta no depende de su ausencia en lo simbólico, de la negativización del significante que lo representa en el lugar del Otro. El coche-real está en el exterior de lo simbólico, por no haber significante, objeto simbólico, que pueda significarlo, nombrarlo. Un agujero en lo simbólico está en el origen de la caída, la separación del cuerpo, de lo real del goce.

 El coche-real no es que no esté en su lugar (para ello sería tan sencillo como tener un lugar simbolizado y un objeto marcado con un signo negativo), es que está en un no-lugar; no hay lugar en el que pueda estar (¡y no estar!).

 No es que falte en su lugar (falta simbólica), sino que le falta el lugar del que pueda faltar (falta real).

 A diferencia del coche-simbólico, que se puede ausentar, que falta a su lugar, el coche-real, por su imposibilidad de negativizarse (está excluido del símbolo), no puede ausentificarse, carece del lugar de su falta (es una pura positividad sin negatividad).

 Es evidente que el coche-real está ahí (Dasein), pero, al carecer de cualquier coordenada simbólica, topográfica, escapa, es invisible, indetectable, para cualquier instrumento de geolocalización, construido en base a algoritmos matemáticos (satélite, google maps, dron, etc.).

 Su lugar, al no estar simbolizado, nombrado, no está inscrito en la serie de los lugares. Se podría decir que su lugar es real, si lo real fuese un lugar, que no lo es, sino, precisamente, lo que queda rechazado (verwerfüng) de cualquier lugar: el resto de goce.

 Al yerrar (equivocarse y vagabundear) a (de) todos los lugares, es un coche que erra, errabundo, vagabundo, apátrida, extranjero en todos los lugares, sin filiación conocida, carente de cualquier documento que certifique su identidad. Es un sin-nombre. Es el objeto privilegiado de la xenofobia, del odio a lo extranjero, al prójimo en cada uno de nosotros.

 El coche-real es el objeto del goce, el que Lacan bautiza con la letra @, al que sitúa, no en relación con el agujero de la castración (−φ), sino con el de la privación, el orificio de la pulsión que afecta a la imagen real del cuerpo, al i (@): (agujero pulsional) + @: Privación (falta real).

 

 El goce de la privación (el femenino u otro), que se desprende de la falta real, es silencioso, identificado a un vacío, prolongándose, en una interioridad sin afuera, hasta esa lejanía donde el sujeto se encuentra con la máxima alteridad, diferencia, singularidad.
 

 El coche-real, al no estar marcado por la represión, en su latencia en otra escena, seguiría estando perdido (en su condición, no en su posición en el espacio) aunque lo tuviésemos delante de nuestras narices; todo ello debido a la razón estructural de que no se ha podido trazar ningún mapa simbólico de su ubicación (podríamos tocarlo con los dedos y seguiría estando perdido); tampoco ha sido posible grabar en la memoria ninguna huella significante del no-lugar donde está sin estar aparcado, a la vista de todos (podríamos verlo aparcado en la esquina de al lado y seguiría estando tan perdido como siempre).

 No es que sea invisible, es indecible.

 El coche-real es el paradigma del coche abandonado, sin dueño, al que le han caducado todos los papeles, dejado en la calle, como un puro desecho, auténtica basura que ensucia y degrada (el) todo (estropea la estética trascendental de cualquier calle apañadita). ¿Cuándo vendrá la grúa para llevárselo al depósito de los coches abandonados, sin-nombre, sin-papeles? Su destino ingrato es el basurero (litter).

 Lo único que se sabe es que el coche-real, el que está en un no-lugar, despojado de su vestidura-investidura de coche-simbólico, permanecerá ilocalizable, inencontrable, insituable, lo que no impedirá sufrir sus dolorosos y gozosos efectos de pérdida o de sentido.

 El sujeto sabe, sin saberlo del todo, que, en un momento dado, dejó el coche aparcado. Esta es su única certeza. Lo que sucede es que el camino de retorno que permitiría reencontrarse con él ha desaparecido, todos los trazos que indicarían su dirección (en la doble acepción de la palabra), su sentido posible, se han borrado (no queda ni la huella de haber borrado la huella).

 La caída del coche del cuerpo, como un real, es consecuencia de la no-inscripción (mejor que decir pérdida) del objeto simbólico —el significante coche— que permitiría escriturarlo en el registro del Otro.

 El objeto coche, el coche-real, en el sueño de marras y de arras, está afectado por la represión primaria. Es un objeto que no puede ser reprimido porque nunca ha disfrutado de un lugar significante en el inconsciente (como el sexo, la muerte y la locura). Está perdido desde el origen, desde siempre.

 ¿Cómo buscar y encontrar lo indecible? Por su ex-sistencia en lo real, como agujero de la privación, objeto de goce.

 En el sueño, el coche perdido es un objeto real, privado del símbolo, gozoso, resto caído del cuerpo que, al faltarle el significante que lo signifique, instaura una falta irreducible, la garantía más fuerte de la ex-sistencia del deseo (la escritura).

 La mujer, en su ser, en su goce propio, el femenino, es la expresión más pura de la falta real, de la privación.

 Aunque no se puede afirmar que le falte el falo (en todo caso lo desea), no deja de gozar-lo, solo que con la cláusula escrita y rubricada del notodo.

 Hay en ella un goce más allá del falo que surge de la privación. Se trata de lo real del goce, de aquello que no se puede negativizar, cuya condición es la pérdida (no-inscripción) del falo simbólico.

 Una mujer no aspira en su goce a la totalidad (Uno-fálico), ni a lo parcial (el objeto @), sino al notodo. Su goce, el de la mujer, al constituir un conjunto que carece de excepción, está abierto a una infinitud real, imposible de simbolizar desde lo general, de una vez y para siempre, solamente una por una, vez por vez. Esta contingencia del otro goce agujerea cualquier aspiración al todo, a la completud.

 Por eso el discurso del amo, de la segregación, identificado totalmente con el dominio fálico, con un saber sin fisuras, cuyo ideal es el todosaber, o el sabertodo —el Saber Absoluto hegeliano—, cubre bajo mil velos el cuerpo de la mujer, para dar a entender que ahí hay algo que ocultar (positivo o negativo), cuando, en realidad, hay la nada (ni velable ni desvelable), el goce femenino, notodo, en su fragilidad silenciosa, que deja escuchar los acordes sonoros de la música callada del cuerpo, que resuena en el vacío entrañable que acoge amorosamente al prójimo en su radical alteridad (Otredad). 

 


 









sábado, 3 de septiembre de 2022

Las posturas sexuales y el psicoanálisis

 


Post coitum omne animal triste est

 Nuestro destino como deseantes se juega de forma absoluta en el campo del Otro; por consiguiente, con respecto a lo que en este campo hace la ley, aquello de lo cual nadie puede excusarse alegando en su defensa la Ignorantia juris (Ignorantia juris non excusat), entre otras cosas porque está escrito y bien escrito (con la tinta indeleble con la que escribe el inconsciente), hay que exclamar -¡cum laude!- que se trata del deseo del Otro:

 (…) ese que está oculto en el corazón del objeto @ (Seminario 12; Los problemas cruciales del psicoanálisis; J. Lacan; lección 8).

 (…) Quien sabe abrir el objeto @, con un par de tijeras, de la manera correcta, ése es el amo del deseo… (Ibíd.).

 El tope de la roca castrativa en el análisis está defendido como avanzada por el falo imaginario.

 En un análisis solo se puede acceder a la maestría del deseo atravesando la castración en la Madre; para expresarme mejor diría que es imprescindible perforar-la, lo cual, más que un acto violento, es una operación topológica de constitución del agujero del deseo en el campo del Otro.    

 Lo que permite perforar esa roca inconmovible que se hace cada vez más rocosa gracias a todos los daños imaginarios que, por nuestra culpa culpable (Sana sanita colita de rana si no se cura hoy se curará mañana), atentan contra el amor rocoso, inalterable, incondicional, de La Mamma o La Mamá (Madre no hay más que Una), es la de aprovechar la oportunidad que nos proporciona su contingente ausencia para, como en el juego del Fort-Da, con el auxilio inestimable del discurso, preguntarnos por la causa de su deseo como deseo del Otro, del Padre (el Che Vuoi).

 En relación con el ser-ahí (Da) del objeto @ (Fort) el aspirante a hablanteser podrá acceder a su condición de sujeto deseante: $<>a: el fantasma fundamental.

 Es evidente que todo esto solo se podrá llevar a cabo comprometiendo el propio cuerpo, o, lo que es equivalente, el propio goce, cuya unidad de peso es la libra de carne, el precio que uno deberá pagar al Otro para constituirse como deseante gracias al préstamo significante recibido. 

 Hay que recordar que ese atravesamiento, auténtica perforación cruenta de la roca de la castración, vía la pregunta por el deseo del Otro (Qué Quiere?), portadora del viático de los primeros y últimos auxilios, no se puede realizar si se elude el pasaje por el tiempo de la angustia, el único afecto que permite al goce condescender al deseo.

 Ahí donde se reivindica la fortaleza del falo como defensa contra la castración resuena algo que parece lo mismo pero que no lo es en absoluto: la fortaleza vacía. Esta expresión pertenece al canto inmemorial de una mujer.

 Una fortaleza vacía no es una fortaleza deshabitada, sino una fortaleza habitada por un vacío, que, en su condición de tal, no puede ser otro que el femenino.

 Es la fortaleza de la mujer en su cuerpo de cántaro, vasija, vaso.

 Uno supone que toda fortaleza lo es porque está armada. Si suprimimos la “r” de la rabia, el rugido, el rebato y el rencor, nos queda la fuerza invencible de la fortaleza a(r)mada: amada. Se trata, como es evidente e incontestable, de la fuerza del amor, del deseo, de aquello que sostiene la verdad de la transferencia.

 Se puede seguir jugando con las palabras y producir una condensación indestructible entre el objeto @ y el amor: @(r)mada: @mada  

 Si sustituimos la “m” por la “n” hemos descubierto la bomba atómica (del atomismo lógico) del objeto causa del deseo: @(r)mada: @nada.

 Esta es la cadena significante del deseo: amada-@mada-@nada.

 La fortaleza más poderosa solo cuenta con el arma de la palabra, armada con el alma de un vacío.

 Por eso es legítimo decir, sin que nada en ello desafine: el vacío de la fortaleza o la fortaleza del vacío, donde los términos vacío y fortaleza quedan absolutamente identificados entre sí.

 Esto es lo que Freud llama la posición femenina frente al padre en el final del análisis, que comporta, en el varón, la castración de su ser fálico, así como el reencuentro en la mujer con su ser notodo fálico; es decir, la feminización del goce viril en el varón, y la suplementación con una feminidad que se sustrae a lo fálico en la mujer.

 Entre el goce esperado y el goce logrado se juega toda la diferencia entre el éxito y el fracaso.

 Lo primero que hay que constatar es que la relación sexual es el reino del fracaso. ¿El fracaso de la relación y el éxito de la no-relación? (siempre connotada por lo sexual).

 El sexo es ese espacio-tiempo, actuado-actual, donde cada uno pone las expectativas más elevadas, el listón más alto, y, a la vez, se siente íntimamente más defraudado, insatisfecho, fracasado.

 A pesar de su mala fama, de lo que murmuran las malas lenguas, el sexo es un espacio para la santificación, la salvación del sujeto, a condición de que uno profiera las oraciones adecuadas en el momento oportuno. Por ejemplo esta: Et quodcumque petieritis Patrem in nomine meo, hoc faciam: ut glorificetur Pater in Filio. Juan, 14-13. (Y todo lo que pidáis en mi nombre yo lo haré, para que por el Hijo se manifieste la gloria del Padre).

 Esto del fracaso sexual, a pesar de las apariencias y de los pesares, no es una fatalidad, sino que tiene que ver con eso que comúnmente se llama el lugar donde cada uno emplaza sus apuestas, se juega las lentejas (Esto son lentejas, si las quieres las tomas y si no las dejas); donde le aprieta el zapato (la china en el zapato), le pica en la espalda (la operación dorsal de rascado, como el deseo, es el ejemplo princeps de un acto que no se puede realizar sin los buenos oficios del Otro).

 En el fondo, lo que se puede denominar las consecuencias para un sujeto del acto sexual no tienen nada que ver con la anatomía o la fisiología, la educación sexual, las supuestas destreza atesoradas en las experiencias amatorias, sino, al estar situado en el marco de lo particular y lo universal, con su posición ética frente al Otro sexo determinada por las cuestiones más candentes, picantes, irritantes, molestas, perturbadoras, de su goce y su deseo (¡el del Otro!).

 El sexo, en su condición de real, de imposible, es transmisible pero no enseñable, educable, temperable, articulable en un saber (cuando uno cree saberlo todo es cuando más extraviado está). Solo se puede experimentar de forma contingente, azarosa, vez por vez, en un acontecimiento troumático, marcado por la repetición, la letra, lo irrepetible (siempre lo mismo y siempre distinto).

 Un agujero es irrepetible porque si no dejaría de ser un agujero.

 El lenguaje es irrepetible porque cada vez que hay que hablar hay que hablar (esto no es una tautología, es el fundamento del vel de la alienación entre el biendecir y la melancolía).

 El goce es irrepetible porque en cada acto se constituye como un resto.

 El trauma es irrepetible porque si no dejaría de ser traumático (esto tampoco es una tautología, es la causa real del síntoma).

 El sexo es irrepetible porque es imposible.

 A todas estas, a propósito de repeticiones, solo el amor en su versión más narcisista, egolátrica, como amor a sí mismo, que abjura de la castración, que rechaza la libido de objeto, es reproducible hasta la eternidad, hasta que la muerte no separe (porque en su amoroso desprecio reniega de la muerte y de la separación).

 Lalengua (la lalangue para Lacan), todo junto, a diferencia de la lengua,  por separado, es irrepetible porque tiene en cuenta la enunciación del deseo, el agujero del goce y lo traumático del sexo.

 Lalengua es el germen del goce sembrado al tresbolillo en el cuerpo por lo real de la letra (En el marqueo de plantación al tresbolillo, las plantas ocupan en el terreno cada uno de los vértices de un triángulo equilátero, guardando siempre la misma distancia entre plantas que entre filas. Esta fórmula nos determina el número de plantas por superficie que se pretende plantar al tresbolillo: n=Su m2 ⁄ (d * d) * Cos 30º; Permacultura México).

 Lalengua se constituye como litoral del goce (literal&litoral).

 Lalengua, por ejemplo el laleo, el gorjeo y el balbuceo del bebé, es la demostración más diáfana de esa pragmática del significante que consiste en su pura dimensión de goce, de juego vocal, de emisión sonora, pajarera y cantarina, fuera de todo sentido, que no es una etapa evolutiva del desarrollo del lenguaje, sino su fundamento más profundamente estructural.      

 El fracaso está cantado, hasta en Cántico Gregoriano, si alguien, en el terreno de la sexualidad, que es el del deseo, el de la pura gratuidad del significante, a lo que da prioridad es al rendimiento y a la eficacia.

 Lo fálico, en su vertiente más imaginaria, aspira a un goce que dé réditos, beneficios, contrapartidas, que se muestre eficaz en la producción de placeres. Esta posición implica lanzarse de cabeza al campo de los bienes.

 ¿Qué es el bien? Lo sexual transformado en una ganancia narcisista, coronado con una hoja de laurel, que, a duras penas, tapa las vergüenzas que esconden la aspiración al placer sin principios ni final (el menor goce posible = ¡vade retro real!).

 Lo que sucede para nuestra desgracia es que la sexualidad se sitúa en un campo que está más allá del principio del placer, regido por esa satisfactoria insatisfacción llamada goce, que es, más mal que bien, dis-placentero (molesto y perturbador). Aquí sí que viene al caso esa expresión pedante de que el goce es algo que nos saca de nuestra zona de confort. Yo prefiero decir que es algo que nos saca los colores (el rojo de la vergüenza).    

 ¿Por qué el goce se vive como un auténtico fracaso cuando es evaluado desde la altivez de los ideales? Porque se trata de aquello que no da réditos, cuyo rendimiento suele ser nada, debido a su absoluta ineficiencia e inutilidad. Se puede concluir que todo eso que transcurre con el movimiento y la agitación bajo las sábanas tiene un saldo cero, que no es lo mismo que nulo, abocando al culmen o al colmo de una pérdida, al éxtasis de una experiencia fracasada, al callejón sin salida de un rotundo y monumental mal (para el que no hay excusas ni justificaciones).

 Volvamos a ese balance de pérdidas y ganancias entre lo esperado y lo logrado.

 En el acto sexual lo esperado es infinito (∞), lo logrado es cero (0). Entre el infinito y el cero se abre una hiancia cuya cifra es la del deseo.

 El psicoanalista es una especie de contable de los ingresos y egresos de la libido, de eso que al regresar se ingresa, y, sobre todo, de eso otro que nunca regresa, se extravía, cae irreversiblemente (el objeto @).

 El psicoanalista es sobre todo un especialista, casi un artista, a la hora de llevar la contabilidad de las pérdidas.

 El psicoanalista, en su discurso, es el objeto que cuenta lo incontable, que pasa las cuentas de los misterios de lo real, que escucha lo imposible (esa verdad que nadie está bien dispuesto a escuchar).

 El psicoanalista es el testigo, el escribano, el copista -¡hasta el secretario!-, de lo que, al no poder inscribirse, no cesa de no escribirse en el litoral del cuerpo: la letra del goce.

 Freud cuenta, incluye, al psicoanálisis, dentro de las tres tareas imposibles para el hombre, junto a la imposibilidad de gobernar y de educar por mor del sexo (que es inanalizable, ineducable, ingobernable).

 Para contar, hacer las cuentas, de lo que casi por poco no lo cuento, lo que no encaja ni a tirones, lo que no entra ni con calzador, lo que se atraviesa, lo que siempre cae en mala posición, lo que resiste al furor curandis, el psicoanalista cuenta con la ayuda inestimable del discurso del psicoanalista y del acto analítico:

 Con la instancia del significante.

 Con el signo negativo que instituye el valor de la falta y de la ausencia.

 Con la función del cero.

 Con su posición de objeto @ que sostiene desde su deseo.

 Con las marcas de la letra, que escrituran lo real.

 Con los cortes, los agujeros y las estructuras moebianas de su topología.

 Con la ética del deseo que preserva la verdad de la transferencia.

 Con la escucha de ese goce que, por su condición irreductiblemente faltante, hace lazo social.

 Con la angustia, el único afecto que no engaña, el cual, gracias al re-corte que efectúa en el cuerpo, provoca el desprendimiento del objeto @, en función de causa, que llama a la pregunta por el deseo del Otro (Che Vuoi).  


 
 

Siendo minucioso en la contabilidad no es en absoluto una pequeña minucia hacer depender todo de si en esta distancia entre lo esperado y lo logrado (el placer y el goce) intervienen dos goces o uno solo; dicho a la remanguillé, si solo hace acto de presencia el goce-Uno (fálico), o, si, además de éste, se inmixiona, el otro, el suplementario, el que des-completa cualquier aspiración al todo. Por eso, las féminas, algunas, son notodas (no nos referimos a su atractivo físico, que es de raigambre fálica, sino a su atracción real).

 Si el goce alcanzado, logrado, en el encuentro con el objeto sexual, es reducido a la dimensión del placer, valorándolo únicamente desde un aspecto cuantitativo, en la escala del más-menos, como un minus, una minoración, una deflación, en su comparación con el valor máximo, míticamente pleno, satisfactorio, del goce esperado (el del Paraíso Terrenal, ubicado antes de la Caída en el Pecado: el Goce del Otro), todo ello, para nuestra desgracia, en vez de permitirnos fondear en las aguas profundas del notodo, concluirá en la decepción más ruin, en el no he sido capaz de…, signado con la impotencia, el desaliento, el desengaño, la desesperanza, la melancolía (otros gozan y yo no…).

 Lo que hay que saber, a base de recibir los golpes del significante, es que nadie es capaz de gozar… ¡solo!; que todo goce, sobre todo el notodo, es social.

 El error de cálculo consiste en buscar el goce del yo, el placer narcisista, desconociendo que el que verdaderamente goza no es yo, sino no-yo, dicho en Román Paladino, el Otro.

 Es por este motivo que el falo nos sabe a poco, resulta insuficiente, siempre se espera un poco más de goce, que no se va a encontrar en las avenidas fálicas, para algunos, los eyaculadores precoces, auténticas autopistas.

 Para encontrar el goce que le falta al falo, que sobrepasa los límites de velocidad fálicos, hay que abandonar el camino recto, introduciéndose por alguna desviación, atajo, vía secundaria. Es necesario viajar en tercera clase, en el vagón de cola, apretujado, incómodo, traqueteando, saltando de bache en bache, dispuesto a apechugar con Ello.

 En esto del goce, los baches, por no decir los socavones, los deslizamientos de tierras, los corrimientos sorpresivos, las carreteras cortadas, las vías muertas, son la norma y no la excepción.

 El discurso social, con sus ideales de normalidad y de adaptación, lo que transmite es que hay que cogérsela con papel de fumar; lo que significa que hay (deber u obligación) que coger (copular) como dictan los cánones, como prescribe el discurso del amo: ya sea bajo la forma de La Santa Madre Iglesia, o, también, de Las Iglesias Laicas y Ateas, que se oponen a la Única Iglesia, de tal forma que, al final, nos transformemos todos en borregos, aunque sea con una borreguez hiper o hipo sexual, en vez de actuar como ciudadanos libres y responsables.

 ¿Y del deseo qué? ¿Y del deseo cuándo?

 El sexo es el campo privilegiado utilizado por el poder del amo con el fin de transformarnos a todos en esclavos, estupidizándonos con su promesa de libertad de goce para todos, el cual, puesto a nuestra disposición por la (seudo) generosidad de los mandamases de turno, se encontraría a la vuelta de la esquina (con su borde afilado y cortante), a tiro de piedra (rebotando en nuestras cabezas), al alcance de la mano (que no sabemos si volverá), concedido de forma totalmente gratuita (si uno está dispuesto a vender su alma por un plato de lentejas), todo ello simplemente por militar con una fe inquebrantable y ciega, que no deja ningún resquicio para la duda, adornada de un consumismo fanático, en el mercado universal de los bienes (la nueva religión que promete la consunción eterna).

 En esta mercadería promiscua, anónima, hasta el propio sexo, privado de cualquier nexo con el deseo y el amor, convertido en un objeto fungible más, de quita y pon, de comprar y tirar, nos arrastra hacia un verdadero espectáculo porno-gráfico (imaginario), obsceno, en el que no hay lugar para un sujeto que se precie de ser tal.   

 El mundo globalizado, paradójicamente incomunicado, para fomentar esa depredación voraz que llaman, por medio de un eufemismo, economía, no para de machacarnos los oídos con esa cantinela de que todos tenemos derecho al goce, que, como ciudadanos ya emancipados, estamos autorizados a gozar cómo y cuándo nos plazca (sin dar cuentas a nadie, en uso de nuestra sacrosanta libertad).

 La consecuencia princeps es el malestar en la cultura, traducido en el famoso aforismo romano: Todo animal está triste después del coito; sobre todo después de ver los seudocoitos televisivos, esos que nadie se atreve a emular en sus múltiples y sonoros orgasmos, que masajean hasta la extenuación nuestros fantasmas fálicos, dejándonos sin resuello, hastiados y tristes.

 La pérdida del arraigo en la cultura, fuente de un malestar insoportable, que conlleva el desanudamiento del lazo social, la enajenación, la reclusión en una celda monádica, se desprende de no haber incluido en la ecuación subjetiva la x del deseo del Otro (la interrogación de la angustia), cuyo funesto corolario es el offside (fuera de juego) del significante (S) en su paridad con el deseo (la falta castrativa: -φ), y el del objeto @ en su paridad con el goce (lo real).

 La incidencia sobre el fantasma fundamental  ($<>a) de esta renegación del deseo supone una doble desgracia: la abolición del sujeto abolido (S) y la pérdida del objeto perdido (@). 

 Es urgente limpiar, sanear el campo a labrar, el del sujeto, de esas hierbas malignas, venenosas, pestíferas, que son el todo y el yo: todoyo o yotodo; el narcisismo saboteador, aguafiestas, que arruina el gay encuentro con el objeto del deseo. Solo contamos para ello con la podadora de la palabra.

 El analista nunca debe olvidar que, para Freud, hay dos modos de la libido: una libido yoica (narcisista) y una libido de objeto (sexual o de deseo). Si un sujeto dedica todas sus energías a preservar, defender, la integridad de su libido yoica, de su narcisismo (lo que los pacientes llaman la autoestima), es evidente que va a descuidar, dejar en barbecho, sin cultivar, su capital más valioso, la inversión con más futuro, la que va a rentar más intereses, la constituida por la libido sexual del objeto del deseo. Entendiendo aquí que el objeto no es el otro del yo, sino el objeto @, causa del deseo, del fantasma fundamental. Lacan, evocando resonancias fálicas en su momento de decadencia, lo describe como una caída, un corte del cuerpo.

 Nadie se puede extrañar, como es obvio y natural, de que el sujeto que asume ardorosamente la guardia y custodia de la libido yoica no se entere ni por casualidad que no está solo en la cama; que, en sus retozos y expansiones, además de él, participa su partenaire sexual, que no es su doble, sino un objeto doble, dividido en dos partes: las correspondientes al deseo del Otro y al otro goce; en síntesis, se trata de un objeto hendido, dividido, entre deseo y goce, entre simbólico y real.

 De ahí su extrañeza, ajenidad, sorpresa, auténtica angustia, cuando, a veces, el soloyo o yosolo, se despierta de golpe y cae en la cuenta de que no está solo sino bien acompañado; está en la cama con algo increíble, inimaginable, impensable, hasta insólito, con una mujer; se ha encontrado con un goce de tal magnitud que no hay palabras para describirlo.

 Esto es lo real, lo que nos deja con la boca abierta, patidifusos, sin posibilidad de decir nada, atónitos hasta la atonía, habiendo perdido toda nuestra sintonía con nosotros mismos (solo alcanzamos a escuchar el ruido más molesto de las interferencias). Resulta que el contacto íntimo con una mujer nos ha atomizado, nos ha dejado reducidos a nuestros elementos más corpóreos, sensibles, hirientes, goceceptivos.

 No hay ninguna posibilidad de escapar de esta madriguera donde el ser se inmixiona con lo que nunca dejará de manifestarse como lo Otro bajo la forma del Otro sexo, que no es el sexo del Otro, sino lo que del Otro no tiene sexo, como quien dice lo que no tiene nombre (¡no encuentro las palabras para expresarlo!). No hay otra salida que hacer poesía, que inventar las palabras que permitan decir lo indecible. Alea jacta est (La suerte está echada).      

 Que nadie se olvide de la presencia de los cuerpos, propios y ajenos, fundamentalmente ajenos, que hacen que el goce, en su contingencia, cese-de-no-escribirse.

 La libido de objeto, que funciona como una corriente alterna, con saltos e interrupciones, produce cortes e interferencias en la corriente continua de libido yoica, en la transmisión de su energía narcisista, con la que el todoyo sostiene su ambición inextinguible de serlo.

 En esto consiste la lógica de la castración (más allá de su imagen), que, entre significante y significante, hay una solución de continuidad, un espacio vacío, imposible de suturar, causa de que una parte del goce, lo más real, se sustraiga repetidamente al intento de capturarla en una significación.

 Este hecho de experiencia para todo hablante se puede expresar también diciendo que falta la letra que permitiría inscribir o escribir la relación sexual. Por eso afirma Lacan que la relación sexual es imposible, que siempre deja un resto de goce insatisfecho, un poso de amargura, de dolor, que recoge el famoso aforismo: Post coitum omne animal triste est.   

 Voy acercándome a eso que nos interesa sobremanera, al agujero del deseo, sobre todo cuando, vía la castración, hemos logrado localizarlo en el Otro, no como voracidad insaciable, voluntad de goce, sino como pregunta por la falta: Qué quiere?

 En primer lugar recorreremos sus bordes, cortantes por su agudeza, ardientes por su rozamiento. ¿Qué es lo erógeno? El corte ardiente o el ardiente corte, que no son lo mismo, ya que entre significantes el orden de los factores sí que altera el valor del producto.

 Las múltiples posturas del Kamasutra:


 

 Hace cientos de años, un viejo sabio chino, de nombre desconocido, que nunca había conocido mujer, afirmó ante su discípulo:

 - Maestro: La existencia de múltiples posturas sexuales confirma que no hay postura sexual.

 Su discípulo, extrañado, le preguntó:

 -Discípulo: Entonces, Maestro, de las múltiples posturas sexuales cuál es la mejor, la más satisfactoria.

 El Maestro, sin dudarlo, le respondió:

 -Maestro: La postura después del coito, la que sobreviene cuando han fracasado todas las posturas.

 El discípulo, pensó, para sus adentros, que su Maestro hablaba desde el desengaño, que la inexistencia de una postura sexual no era posible.

 Esto merece un somero comentario.

 En el terreno de la sexualidad la dialéctica no es entre lo múltiple y el uno, sino entre lo múltiple y el no-Uno.

 El no-Uno no es el menos-uno (-1), es la abolición, la tachadura, la negación radical del Uno.

 Las múltiples posturas sexuales (finitas) se oponen a la no-postura sexual (que no significa que no haya ninguna postura sexual).

 El “hay posturas sexuales” se corresponde con “hay no-postura sexual”.

 Solo hay no-postura sexual después del coito, a continuación de la caída del falo, su detumescencia, negativización; como dice el Maestro, cuando han fracasado todas las posturas, después del coito, emerge la no-postura…

 El Maestro insiste:

 -Maestro: A pesar de todas las posturas sexuales que pueda inventar el hombre, más allá de todos los kamasutras del mundo, querido discípulo, yo te puedo confirmar esta verdad: “Que no hay ninguna postura ante lo sexual”. Esto ha hecho que, hasta ahora, yo no conozca mujer, a pesar de que me gustan las mujeres como el que más (no pienses que soy impotente o invertido).

 Esto que afirma el Maestro, con toda su elocuencia, desde su sabiduría, experiencia carnal, se puede resumir en una sola palabra, la más originalmente freudiana de todas: la castración. Que se puede traducir así, de la forma más directa: la castración es el dolor, el duelo por la pérdida del falo, por su caída ineluctable con el orgasmo, por su corte irreversible del cuerpo.

 Este duelo por el falo imaginario, que, como cualquier duelo comporta dolor y pena, es lo que se expresa en la frase: Post coitum omne animal triste est.   

 Su formalización, la del agujero del deseo, es bien sencilla: el -φ o el no-Uno (no-1). Se trata, en el coito, de la forma lógica de ese falo que no llega hasta el final, que se desinfla, que baja los brazos porque ya no puede más, se le acabaron las fuerzas, se agotaron sus recursos vitales.

 Hay que señalar que, en la secuencia lógica de la cópula con el deseo del Otro, en el horizonte del otro-goce, el no-Uno sucede al -φ. Para pasar del [i´(a) + φ] al -φ se requiere hacer el duelo por el falo imaginario, que abrirá la puerta al agujero del deseo (no-Uno).

 A través de la castración, del -φ, por la misericordia de Dios (¡del Otro hablante y escuchante!), es posible ir más allá de la propia castración, a pesar o gracias al duelo, al dolor y la tristeza (¡sobre todo la alegría!) por la pérdida (auténtico corte o rebanamiento) de ese apéndice corporal que es el falo imaginario (el órgano del narcisismo y la mascarada), con su aspecto cómico, casi ridículo (que es salvador), todo ello es condición para ir en pos del horizonte inagotable del agujero del deseo (no-Uno), acompañados en ese viaje hacia ninguna parte, hacia ningún lugar, por la pregunta por el deseo del Otro (la angustia), en su relación éxtima con el objeto @ (causa del deseo / plus de gozar).

 Dice el Maestro, para concluir, con palabras llenas de sabiduría, que ayudan a soportar lo insoportable de la existencia:

 -Maestro: Mi consejo, hijo, y esto te lo digo como un padre, es que, a pesar de todo, de todos los pesares, no cejes en tu persecución, en tu búsqueda de lo imposible, porque el fracaso, al igual que la muerte, ya lo tienes garantizado, nada ni nadie te lo podrá arrebatar. Lo que nunca has poseído, lo que se te arrebató en el principio de tu ser, lo perdido desde siempre, eso es imperdible.

-Discípulo: Gracias, Maestro, por tus sabias y comprometidas palabras. Nunca las olvidaré, aunque me olvide de ti.