La Clínica psicoanalítica y sus avatares

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miércoles, 14 de junio de 2017

Una cura prometeica (II)

I) El nombre de Prometeo 

 El nombre de Prometeo, en griego antiguo, significa previsión, prospección.

 La posición del analista, con respecto al discurso del analizante, es la de una cierta previsión, acompañada de una actitud de cautela y de prudencia.

 De alguna forma, la función del analista es la de cuidar el discurso del analizante (no la de cuidarse, prevenirse de él, que es lo que hacen algunos psicoanalistas, incluso utilizando como coartada la teoría psicoanalítica).

 El término previsión tiene dos sentidos: el primero de ellos, hace referencia a la suposición o conocimiento anticipado de algo a través de ciertas señales o indicios.

 Aquí está en juego una posición de omnisciencia, en la que un sujeto es capaz de pre-ver, de ver con anticipación, a través de un saber omnímodo (que lo abraza y lo comprende todo), lo que está por advenir (lo que todavía no ha sucedido pero podría suceder).

 El sujeto de la previsión, identificado al saber, convierte lo contingente -lo que podría ser pero todavía no es- en necesario -lo que no puede dejar de ser-.

 En términos de la lógica modal: lo que cesa de no escribirse en lo que no cesa de escribirse.

 Es la función de Sujeto Supuesto Saber del analista en la cura analítica sobre la que se sostiene el amor de transferencia.

 En el discurso del analizante, el analista hace semblante de un Otro que sabe. Se ama a un saber sin fallas (pre-visor) que se le suputa a un Otro completo, no dividido por la barra de la castración.

 El campo que corresponde a la función del sujeto supuesto saber, al amor de transferencia, es el de la demanda, la sugestión, el piso inferior del grafo del sujeto. En él todavía no hay señales de ese deseo eminente, decisivo, que es el deseo del Otro.

Pero hay otro sentido, más profundamente transferencial, del término previsión.

 La otra función prometeica, transferencial, del analista, desborda su posición de Sujeto Supuesto Saber, de previsión sapiente, al anudarse con la función del deseo del analista, que ilumina un otro sentido de la previsión: la preparación de los medios necesarios para prevenir posibles males o daños.

 Los únicos medios necesarios que se deben preparar en un análisis para prevenir posibles males o daños son los medios discursivos.

 La función mayor del analista, la que coincide con su deseo, es la de cuidar los medios necesarios discursivos. Todo lo demás deja al analizante expuesto a sufrir todo tipo de males o daños (las desgracias del ser).

 Adoptar, por parte del analista, una previsión discursiva es querer, en el buen sentido, el bien del otro, al tratar de proteger, de preservar, su mayor bien, el de la palabra, el discurso, sin el cual ninguna otra cosa es posible ni siquiera imaginable (Si Dios ha muerto nada es posible).

 Este sentido prometeico de previsión discursiva es reforzado por el segundo sentido de prospección discursiva

 Una prospección es la exploración del terreno para descubrir la existencia de yacimientos geológicos, petroleo, minerales, agua u otra cosa.

 Esta es nuestra otra misión prometeica como analistas: realizar una prospección del terreno discursivo, explorarlo a fondo, con el fin de descubrir sus yacimientos de goce, sus depósitos de deseo.

 Prometeo es el Titán del discurso, el héroe que realiza la hazaña de arrebatar a los dioses el fuego discursivo, convirtiéndose por este motivo en el mayor benefactor de la humanidad.


Prometeo: portando el fuego del discurso, recuperado en el campo del Otro


Los dioses no le van a perdonar su acto. Ellos, comandados por Zeus, son amos, y no quieren que ningún pobre mortal pueda beneficiarse y disfrutar de ese privilegio que consideran que es exclusivo suyo.

 Prometeo les arrebata a los dioses el saber sobre el fuego (en su condición de real), y, como consecuencia, el secreto del goce.

 Para el amo esto es un delito de Lesa Majestad. Nadie puede gozar sin su autorización, con sus propios medios, a su buen saber y entender, a su manera. Si se goza, hay que gozar como ordena y manda el amo (en fila india y al toque de corneta).

 Prometeo se rebela ante esta injusticia, frente al hecho de que el saber y el goce sean privilegio de unos pocos, de unos privilegiados, a los que por eso los llamamos dioses (vive como dios).

 Prometeo es el analista que enuncia que hay una verdad que no es de nadie porque es de todos, de cada uno, de la que cualquiera puede disfrutar, satisfacerse, al ser la suya propia, si está dispuesto, como única condición, a poner en acto su palabra (con el corolario de la castración).




 Prometeo demuestra que ese acto es posible, que el saber sobre el fuego, sobre el goce, es inconsciente, y que nadie, ni los propios dioses, se puede arrogar su posesión, su dominio.

 Prometeo no tiene miedo a los dioses, llegando hasta el extremo de ridiculizar a Zeus, al poner de manifiesto su poca perspicacia.

 II) La astucia del deseo frente al saber del amo

 El primer engaño (más bien prueba) urdido por Prometeo, es el siguiente: sacrifica un gran buey que divide en dos partes. En una de ellas, pone la carne y las vísceras, envueltas en la piel. En la otra, pone los huesos, cubiertos de apetitosa grasa. Deja elegir a Zeus la parte que comerán los dioses.

 Zeus, como un niño incauto, elige la capa de grasa. Cae en la trampa de las apariencias. Su cólera explota contra Prometeo cuando se da cuenta que ha escogido los áridos e insípidos huesos.

 Desde entonces, en una sorprendente paradoja, los hombres, en los sacrificios, queman los huesos para ofrecérselo a los dioses y se comen la carne. ¿Por qué? ¿Es posible repetir el truco del prestidigitador una y otra vez sin que el otro se avispe? ¿O es que el dios se ha habituado al seco hueso?

 No se trata tanto de que Prometeo engañe al mismísimo Zeus (con el fin de saldar viejas cuentas, contenciosos entre familias divinas), para demostrar su astucia, su superioridad, con respecto al Padre de todos los dioses Olímpicos. Es evidente que a un dios, por definición, no se le puede engañar, aunque el partenaire sea un auténtico Titán.

 A Prometeo, como mediador entre los mortales y los inmortales, como inventor del sacrificio, no le interesa engañar a Zeus. Si fuese así, se comportaría como un irresponsable. La osadía, sin referencia a la razón, es valentía mal entendida, que pone en riesgo la supervivencia del grupo.

 El mayor afán de los mortales es que los inmortales, todopoderosos, estén en buena disposición hacia ellos.

 Con el sacrificio, a través de determinadas ofrendas, primicias -que tienen un valor fundamentalmente simbólico-, se pretende agradar, contentar, al dios benefactor, para que la criatura impotente cuente con el favor del creador omnipotente, con su buena fe. Si no es así, si el dios no es favorable, su ira puede ser terrible y su castigo implacable.

 El objetivo del sacrificio ofrecido a los dioses es aplacar su ira, apaciguarles, por medio de las primicias que satisfacen el goce del Otro.

 Un dios insatisfecho, puede ser terrible en su voracidad.

 Es absurdo pensar que Prometeo, con ese sacrificio primigenio, en el que mata a un gran buey para ofrecérselo a Zeus, tenga la pretensión (ingenua por otra parte) de engañarlo, provocarlo, desatar su furia. Esto, de acuerdo a la función del sacrificio, no tendría ningún sentido.

 El objetivo del sacrificio es darle al Otro lo mejor, lo más conveniente para su goce, para el goce del Otro.

 Pero he aquí que nos topamos con el nudo gordiano: ¿cuál es el goce que apetece el Otro? Más allá de la certeza sobre el goce está su incerteza, la vacilación del sujeto, la amenaza de la angustia, el Che Vuoi: ¿Qué quiere?



El sacrificio y el goce del Otro


 El objeto sacrificial, el buey, representa el goce animal, en bruto, real, vivo.

 El animal sacrificial es la encarnación del dios, del Otro primigenio, en su estatuto de goce. Se va a sacrificar al mismo dios. Momento de la máxima angustia, en el que el sujeto está confrontado a las fauces abiertas del Otro, de la Mantis religiosa, de la Gran Madre.

 Nunca hay que olvidar que éste, más que ninguno, es también el momento del llamado a la operación de la metáfora paterna para que intervenga, como mediadora, desde un lugar tercero, de Ley, con el fin de que el goce del Otro sea nombrado, incluido en el discurso, afirmado (bejahung) con el significante.

 A Prometeo se le considera el gran benefactor de la humanidad. No solo por haberse enfrentado a los dioses y haber urdido ese primer engaño contra Zeus (la primera mentira: el proton pseudos).

 Prometeo es el sujeto que establece el sentido y la función del acto sacrificial. Ese acto con el que se deberá honrar de una forma adecuada, justa y proporcionada, con razón y medida, al dios, al Otro. Ese ritual sacrificial nos enseña -¡y enseña al Otro-  cómo hay que tratar el goce, cómo hay que abordarlo en el plano de la Ley

 Con el ritual, con sus fórmulas y formas significantes, aprendemos que es necesario apalabrar el goce, bendecirlo, tratarlo con el saber de la tradición, compartido.

 Prometeo celebra el primer sacrificio, el sacrificio primigenio. Este acto constituye una primera marca, un trazo inaugural, que, a partir de ese momento, entra en el orden de la repetición.

 Mata un gran buey para ofrecérselo en sacrificio a los dioses. Insistimos, porque es clave, que el gran buey es la encarnación del propio dios, del Otro, identificado al goce, a lo más animal pulsional del goce.

 El gran buey es el Padre primordial. El acto de matarlo -¡de acuerdo a la Ley!- remite al parricidio universal, al crimen que está en el origen de la humanidad.

Asesinar al Padre, al gran buey, a Zeus, en su ser de goce, es un acto simbólico, preñado de consecuencias esenciales.




 El objetivo de Prometeo no es engañar a Zeus, sino mostrarle cómo se deben hacer las cosas.

 III) Los tiempos del acto sacrificial

 a) El primer tiempo del sacrificio: el asesinato ritual del gran buey-jouissance, la encarnación del Gran Otro, de Zeus-Tronante.

 El instrumento de esta muerte, para que sea una muerte simbólica (tu es), en su incidencia eficaz sobre la carne, debe ser significante: la función de la palabra.

 En la inspiración hegeliana, el parricidio es una operación en la cual, con la palabra, se comete el asesinato de La Cosa.

 Esta operación consiste en abrir bien la boca (que no es lo mismo que ser un bocazas). Es lo opuesto a seguir las prudentes directivas del amo: En boca cerrada no entran moscas o Mirar y callar.

 En realidad, la muerte de La Cosa acontece en el acto de nombrarla.

 El parricidio primordial es un acontecimiento, una epopeya, una hazaña (realizada con los medios del significante)

 Uno se resiste a este acto significante porque comporta la castración, la pérdida de la inmediatez de La Cosa, en su condición heimlich (a la vez que la extrañamos, nos extrañamos). 

 Toda mutilación imaginaria, la amputación del deseo, la verwefüng de la falta real, vela ese acto primordial, ese parricidio simbólico, que está en el origen del Tótem y del tabú.

 Se trata de ese acto que no puede realizar el pequeño Hans solo, sin la complicidad del padre (que se borra); acto que él mismo prefigura en el fantasma de su hermana Anna haciéndose con las riendas del caballo de todos los miedos y sobresaltos. Aquí, como en cualquier lado, solo valen las riendas del significante

 El problema de Dostoievski, en este caso a causa de la defenestración paterna, consiste en la dificultad de acceder a la operación del parricidio simbólico, a la función de la castración, que se deriva de la enunciación del discurso singular.

 La forclusión de la metáfora paterna, el no ha lugar al parricidio simbólico, a la nominación mortal del objeto, desemboca en esa mal-posición mortífera en la que un sujeto se ofrece en holocausto, como objeto sacrificial, al goce de los dioses oscuros. Esto y no otra cosa es el gran mal, el peor de los males.


Fiodor Dostoievski


 b) Segundo tiempo del sacrificio. En el ritual sacrificial, a continuación del asesinato del gran buey (reglado, de acuerdo a la Ley), viene el ofertorio, lo que el oficiante ofrenda al goce del Gran Otro.

 No se ofrece todo, solo una parte, no-todo. El sujeto se priva de la otra parte (el sacrificio comporta una pérdida).

 Tiene que intervenir un corte. A través del ritual, de las palabras ceremoniales, que se inscriben en el horizonte del mito, de la tradición, se pone en acto una operación de corte.

 Prometeo, en su movimiento inicial -que tiene el valor y la trascendencia de un acto-, corta el cuerpo del gran buey sacrificial. ¿Lo corta o no lo corta con el instrumento del significante? (esta es toda la diferencia que hay entre el buen y el mal corte). Solo lo sabremos por sus efectos. Si el corte ha producido un efecto de sujeto o no.

 El corte genera una división del cuerpo del buey en tres partes: una parte sustancial, otra insustancial, y, por último, los despojos, los restos.

 Las tres partes, resultantes de la operación de división, no son equivalentes, no guardan entre si una relación de proporción.

 c) El corte de Prometeo: está conformado por tres partes: la parte sustancial: la piel y la carne; la parte in-sustancial: los huesos; los restos: las vísceras y la grasa.

 La parte sustancial: es apetitosa, jugosa, comestible y asimilable.

 La parte in-sustancial: el esqueleto óseo, el armazón, es in-sípida, in-comestible e in-asimilable.

 El resto, el despojo, la entraña: es... no es... lo que se tira al cubo de la basura, al litter (aunque para algunos incautos es un bocado exquisito).

 Lo sustancial produce un goce. Lo insustancial se atraviesa. El resto genera insatisfacción.

 El goce sustancial o la sustancia del goce me vincula con el Otro (aunque en ocasiones, si es autoerótico, me puede aislar).

 El hueso insustancial, el significante real, me separa del Otro.

 El resto real, el @, tiene un efecto misterioso y paradójico de alienación-separación.

 Después de haber organizado estas tres partes en dos lotes, Prometeo se los ofrece a Zeus para que haga su elección. Ésta se va a realizar en el marco de la tripartición necesidad-demanda-deseo.

 Hay unas reglas del juego: Zeus no es libre de elegir cualquier cosa; tiene que apostar por una y renunciar a la otra.

 Zeus, el pater familias, tiene que elegir por los otros Dioses. Está en juego su prestigio en el Olimpo.

 Prometeo es el sacerdote que, en representación de los hombres, intercede ante el Altísimo.

 Hay un rivalidad de antiguo entre Prometeo y Zeus. Pertenecen a sagas de Dioses que han luchado por el trono supremo, por el cetro máximo. La familia de los Olímpicos triunfó sobre la de los Titanes (en la titanomaquia).

 Zeus es el Rey. Ante el brillante y valiente Prometeo, tiene que demostrarlo, imponerse, estar a la altura. Mientras tanto, Prometeo, el derrotado, busca su pequeña venganza, la humillación del Gran Zeus. Para ello, le tiende un trampa.  Este factor imaginario -tramposo-, contamina y mancha la pureza del sacrificio simbólico. La percepción -el i (a)- oculta la estructura.


Zeus, el dios del rayo y de la ira


 Prometeo envuelve los duros e insípidos huesos en apetitosa grasa. El otro montoncito está formado por la carne y los despojos cubiertos por la seca piel. El brillo de la grasa y la palidez de la piel, dos superficies enfrentadas.

 Hay en esta prueba (challenge), toda una dimensión imaginaria, de trampas y engaños, en la que nada es lo que parece. En un juego de presencia-ausencia, lo bueno recubre a lo malo, y lo malo a lo bueno. Todo está bien dispuesto como un atrapa-miradas (trampantojo: trompe l´oeil).


Trampantojo


 Es absurdo pensar que el Gran Zeus caiga en una trampa así, tan ingenua. A no ser que esté demasiado jugado en su prestigio imaginario, en su narcisismo, por estar imbuido de sí mismo a partir de una confrontación dual, de rivalidad y celos, con Prometeo (en el lugar del semejante).

 El caso es que, comparando el aspecto más bien soso y prosaico, de color gris pálido, de la piel del animal, parecido al pellejo de una bota, con el brillo totalmente apetitoso y atrayente de la suculenta grasa -que hace secretar todos los jugos gástricos-, Zeus se deja guiar por las apariencias, por la seducción de la buena forma, por su instinto más primario, y elige ese caparazón grasiento.

 Cuando se da cuenta que ha sido engañado, que ha elegido los huesos, monta en el caballo de la cólera y se aleja a toda prisa, pensando cómo devolverle el golpe a Prometeo. Su furia es el indicio, la prueba, de su implicación como yo (moi).

 Nadie nos explica qué sucedió con la omnividencia de Zeus. O, más bien, si su caída en el trampantojo ha sido provocada precisamente por haberlo basado todo en la omni-videncia, en el aparato visor, dejando de lado la dimensión de la palabra, el aparato discursor, la carta ganadora en este tipo de juegos en los que se barajan significantes.

 ¿Por qué cae Zeus en un engaño tan tonto y tan simple, en el que no picaría ni un niño? Porque tiene un cuerpo. Su consistencia corporal, su pulida superficie yoica, lo atrapa, seduce, embauca.

 Si Zeus, en el momento del sacrificio, está enamorado de sí mismo, de su bella imagen, se va a extraviar totalmente con respecto a la elección del deseo. Eligirá el señuelo y no el deseo. El objeto imaginario y no el objeto real. El i(a) y no el @.

 Los huesos, en su consistencia pétrea, se le atraviesan a Zeus. Son duros e impenetrables. Además, hay que suponer, lo que no es mucho suponer, que Zeus tiene dientes. Es totalmente verosímil, porque ya se ha dicho que Zeus es un ser corpóreo, con sus condicionamientos imaginarios y gozantes.

 Un cuerpo goza, se excita, duele, padece y sufre.

 La faena gorda es que cuando Zeus da el primer bocado a la dulce y suave grasa, que esconde los pétreos y ásperos huesos, se rompe todos los dientes. Con el problema añadido de la ausencia de dentistas y de implantes en esos lares divinos.

 Lo que no tiene ningún sentido es que, a través de un sacrificio, Prometeo pretenda enemistarse con Zeus, engañándolo de una forma tan burda. Se sabe que los sacrificios se utilizan precisamente para todo lo contrario, para ratificar el pacto o parto con los dioses, signando, conmemorando, las relaciones de buena vecindad y de amistad, o, en momentos críticos, aplacando su furia y su cólera.

Hay que buscar una interpretación totalmente diferente. En el sacrificio de de Prometeo no está en juego el engaño, la traición, sino la buena fe, el pacto.

 En este sacrificio primigenio se trata de la constitución de un símbolo fundamental que selle, ratifique, el pacto con el Otro. ¿Podría ser este símbolo primigenio el fuego, en tanto protagonista de la hazaña prometeica?


El significante fundamental del fuego


 Además, Prometeo, no se puede comer él solo todo lo que esconde el vientre del buey porque la indigestión sería de órdago. Toda comida remite al banquete totémico, con el que se conmemora y se renueva el pacto que está en el principio de la constitución de la Ley.

 Comerse el buey tiene el significado de incorporar el símbolo totémico, el animal primordial, sobre el que se sostiene el tabú.

 Lo que hay que descartar totalmente en el planteamiento del problema es que Zeus haya elegido mal.

 De hecho, elige lo que le gusta y no sabe que le gusta, lo que gusta de él, lo que es más apropiado para su goce, conveniente para su deseo: la grasa y los huesos.

 Pero el plato no es grasa y huesos, tocino y huevos fritos, sino grasa que rodea, cubre, a los huesos; es tocino con huevos fritos. El quid de la cuestión está en el bacon.

 La grasa es la envoltura preciosa, la cápsula que envuelve, rodeándolo, al hueso.

 Lógicamente, el hueso es el hueso del ser, de la castración, irreductible, inconsciente, identificado a la barra ósea del significante que divide al sujeto, causándolo.

 Se trata, cómo no, del falo, en su condición no solo de significante fálico, sino de falo real. Efectivamente, este hueso real, fálico por más señas -falo real-, se le atraviesa, se le atraganta al Gran Otro, al dios-Zeus, que no lo puede digerir, metabolizar, asimilar.

 Consecuencia: el falo real, por mucha grasa que lo envuelva, se hace presente, fastidiando y arruinando el banquete de los dioses, su celebración gozosa, impasible.

 Hay un goce, en cualquier vínculo, que siempre está de través (tertia), que sobra, que está de más, perturbando la paz del atardecer.

 A causa de este puñetero goce (en los dos sentidos de la palabra: complicado y difícil de satisfacer) la relación sexual no existe. 

 El hueso grasoso -no gaseoso-, puro despojo del ser, actúa sobre el Otro como un objeto extraño, irreductible al saber, que le produce el más intenso de los malestares.

 Ese resto in-asimilable, la litter-@, en su literal-idad, es evidente que le irrita, le cabrea sobremanera al Pater Zeus, que le hubiera gustado algo más apetitoso y suculento, no el objeto causa del deseo (lo más desconocido, el ombligo de todas las pesadillas).


Adoración del falo de piedra


 Zeus, obligado por no se sabe qué, elige la brillante grasa que rodea el hueso fálico no por otra cosa sino porque no puede elegir otra cosa, nada más que el objeto causa.

 Inevitablemente, muy a su pesar, elige el objeto que no quiere. Más bien o menos mal es el objeto el que le elige a él, capturándolo, apretándolo en un fuerte abrazo. Se trata de una elección forzada, en la que no hay elección.

 IV) Los elementos del conjunto sacrificial (incluido el conjunto vacío)

 Entonces, resumamos: la envoltura de grasa, con todo su brillo, es el objeto @, que no es más que una envoltura que, si cubre algo, es un plus-de-gozar, esto es, apenas nada, un suspiro que se escapa, un aliento que se agota, un movimiento apenas esbozado que se interrumpe antes de empezar, un paso que nunca se acaba de dar, un no que se niega a sí mismo.

 Y el duro y árido hueso es el falo real.

 Un hueso enhiesto, una letra, la φ minúscula, y una @ minúscula, la escritura-inscriptura del goce, dominan al Gran Dios, al Padre-Zeus, el más olímpico de los Olímpicos.

 La otra parte está constituida por el conjunto cuyos elementos son la carne y las vísceras, envueltas en la seca piel, en el pellejo (su límite).

 Como todo conjunto que se precie, hay que añadir el conjunto vacío (Ø).

 Este lote, el que no elige a Zeus, es la parte suculenta, sustancial, comestible, asimilable... la sustancia del goce, la única que hay.

 Su acompañamiento significante, las notas simbólicas, la melodía del saber, su caja de resonancia, es algo esencial.

 ¿Por qué decimos que esta parte es la partitura significante, el conjunto vacío (Ø)-caja de resonancia, en su combinatoria-escritura de goce? Precisamente, por el pellejo, la víscera hueca, la bolsa del estómago, el tubo o tuba intestinal, emisor del soplo, del flatus significante.

 Existe un instrumento musical que se llama el torupill (literalmente, instrumento de tubo o tubo musical), que es un tipo de gaita de Estonia.


La gaita estonia


 La gaita estonia consta de bolsa, un tubo para inflar la bola, y uno o dos bordones.

 La bolsa (tuulekott) se suele hacer con el estómago de una foca gris en el oeste y norte de Estonia y en las islas. Esta bolsa no se ve alterada ni por la aridez ni por la humedad. Las bolsas también se hacen con estómagos de buey, vaca, alce o perro. Otras veces se confeccionan con piel cosida de perro, gato, cabra o foca, o incluso con piel de lince.

 La confección de la bolsa está a menudo rodeada de supersticiones. En el sur de Estonia, por ejemplo, algunos piensan que cuanto más aúlle un perro al ser ahorcado, mejor será el sonido de la gaita.

 V) Corte sacrificial, corte significante

 Al operar sobre el cuerpo del Otro, se ha dado lugar a una repartición desigual, no proporcional, efecto de un corte.

 De un lado, está la bolsa visceral, en su topología hueca, caja de resonancia, instrumento musical, parlante, aparato discursor, que emite acompasadamente los significantes del goce (el S1 en el lugar de la producción del discurso del analista). El ejemplo es el aparato analizante o la gaita estonia.

 La otra vertiente, es la del falo real -el hueso real-, envuelto por el objeto @, en su función de plus de gozar (el @ en el lugar del agente del discurso del analista).


El discurso del psicoanalista


 Con respecto a la operación del sacrificio, que incide sobre el cuerpo del Gran Otro, la cuestión del corte es esencial.

 No todos los cortes son iguales. Hay buenos y malos cortes. Cortes que inciden sobre el buen lugar y cortes que no.

 Reservaremos el nombre de corte propiamente dicho al corte efectuado, al corte-que-sí, al buen corte.

 Y el nombre de esquizia, al corte sesgado, al no-corte (la renegación del corte), al corte-que-no.

 El mal corte es el que no se efectúa sobre el lugar sobre el que debería efectuarse (cosa que solo se sabe en el momento del corte; ni antes ni después).

 Se sabe cuando ha operado un buen corte y cuando no por sus efectos de división, de spaltüng. 

 Un buen corte produce efectos de corte: un sujeto tachado ($) -hablante-, y un objeto @ -causa del deseo- (los dos términos del fantasma fundamental).

 Un mal corte, un no-corte, no produce efectos de corte, sino de disociación, esquizia, alienación.

 El buen corte, el prometeico, el que incide sobre el lugar adecuado, ahí donde es imprescindible que opere, es el corte significante.

 Un mal corte, que no corta, que no separa -esquizoide-, es el que actúa desde (en) lo imaginario, excluyendo de su operación el instrumento significante -fálico-, la barra que tacha y marca al sujeto ($).

 Para que se produzca el buen corte, el corte significante, en el lugar preciso, que deje caer la libra de carne (el objeto @), deberá tener lugar, en la historia de un sujeto, el acontecimiento de la sustitución significante del Nombre-del-Padre por la Demanda de la Madre (la operación de la metáfora paterna).

 La matriz discursiva sobre la que opera el corte significante, del deseo, que separa del cuerpo el objeto @, produciendo un sujeto de la palabra ($), es la escritura de la metáfora paterna.


La matriz de la operación de corte significante


 La metáfora paterna, gracias a la intervención del Nombre-del-Padre, en su función topológica de cuarto nudo -el sinthome (la versión del padre o pere-version)-, que enlaza de forma borromeana las ditmensiones RSI,  produce una doble escritura: la del goce -el φ real-, que des-completa al A, al situarse debajo de la barra de la castración, sustrayéndose a su dominio; y la de la letra @ minúscula, que perfora al A, dividéndolo, lo que permitirá el acceso del sujeto al plus de gozar.





 En cambio, el no-corte de lo imaginario -esquizoide-, que no se realiza sobre las líneas de corte de la estructura, genera sus efectos patógenos sobre un fondo de forclusión, a partir del rechazo del Significante del Nombre-del-Padre de la trama discursiva (que se deshace).

 Este es el caso de Dostoievski. En él, como bien lo capta Freud, no opera el corte del sujeto, del significante, el que constituye la marca del buen lugar, el del deseo, circunscrito por las líneas de la estructura (agujero del cuerpo rodeado por un borde erógeno, en cuyo centro se localiza el objeto @).

 La hipótesis es que esto se debería a un debilitamiento (affaiblissement), desistimiento, descreimiento (unglauben), de la función paterna.

 Incluso se podría hablar en Dostoievski de una forclusión parcial del Nombre del Padre causada por un duelo no atravesado -o que se ha quedado atravesado-, por no poder dirimirse, auditarse, juzgarse, en el inconsciente (en el Otro escenario).

 Dostoievski, podría ser un caso similar al de Joyce, en el que se produciría, a causa de la forclusión del Nombre-del-Padre, en su función de anudamiento RSI, una des-agregación, suelta, des-entrelazamiento, de los nudos borromeanos, cuya reparación, suplencia, quedaría a cargo de un cuarto nudo -el sinthome, el ego-, que, en el caso del gran autor ruso, consistiría en su creación literaria y en la pasión por el juego.



 En Dostoievski, la verwerfüng del corte genera una esquizia (o una posición esquizoide, abortiva) que se manifiesta en las crisis de letargo y en las crisis epilépticas de gran mal.

 Al no haber operado en Dostoievski el buen corte, el corte del significante -el que se recibe del A-, por causa de un padre des-quiciado, prendado de sí mismo en su delirio narcisista, en su imagen exaltada de Ideal de padre, que lo reduce a ser, paradójicamente, el objeto de la degradación suprema, no se ha producido en su existencia ese efecto de separación, separtición o parición, que solo opera en una relación de confianza, de fe, con (en) la palabra.

 En Dostoievski, asistimos, después del asesinato del padre, que lo sanciona no solo como padre fracasado, sobre todo como un padre que ha fracasado en su función de padre, precisamente por querer ser Un-Padre, a otro fracaso más profundo, que actúa de forma deletérea sobre el proceso de constitución del fantasma fundamental, al impedir la separtición, el corte, el losange, entre el sujeto tachado ($) y el objeto @.

 El síndrome de las crisis de gran mal es el reflejo de esta desagregación subjetiva.

 Tenemos que comparar el corte que se realiza en el sacrificio prometeico, que sigue las líneas de la estructura, que incide sobre la matriz del fantasma fundamental, con el fracaso del corte, con su verwerfüng, generadora de esquizias, que da cuenta de ese síntoma mortífero conformado en Dostoievski por las crisis de gran mal.

 El destinatario fundamental del sacrificio prometeico es el Gran Otro, del que Zeus, el dios tronante, hace semblante.

 El sacrificio, dirigido a Zeus, pretende que el Otro en cuestión, al quedar marcado por un signo de interrogación -que lo tacha-, dé testimonio de su deseo en el punto más radical.

 Es importante señalar que Zeus, a diferencia del Dios judío o cristiano, no está solo, no es un dios único, al presidir y gobernar una familia de Dioses.

 Zeus no es monoteísta, cree en el politeísmo: es un monarca absoluto que reina sobre la corte de los dioses Olímpicos.

 Hesíodo, en la Teogonía, califica a Zeus como el padre  de los dioses y los hombres. Gobierna a los dioses del Olimpo como un padre a una familia.

 Zeus es el rey de los dioses que supervisa el universo. Además, es el dios del cielo y el trueno. Sus atributos incluyen el rayo, el águila, el toro y el roble.

 Hijo de Crono y Rea, es el más joven de sus descendientes. En la mayoría de las tradiciones aparece casado con su hermana Hera.

 Es conocido por sus numerosas aventuras y amantes, fruto de las cuales nacieron muchas deidades y héroes.

 De alguna forma, se puede afirmar que Zeus, al formar parte de una familia, de una saga, aunque sea divina, no es sin los otros. O, lo que es equivalente, que solo es con los otros.

 Zeus, estrictamente, no es un amo en sentido puro, absoluto, porque, como el significante, es un Otro articulado, dividido.

 Si uno se pudiese preguntar por la fe del mismo Dios habría que decir que Zeus, a diferencia del Dios único, que es monoteísta, que cree en sí mismo, es politeista, en el sentido de que cree en los dioses (en plural).

 En realidad, Prometeo, a través del sacrificio -como modo de plantear una pregunta al Otro-, no le interroga a Zeus por su condición de dios único, que no lo es, sino, más allá de si mismo, al conjunto politeista del que forma parte, a la estructura en la que está inscrito, a la familia de dioses que preside y regenta, al tejido significante que lo soporta, del que es sujeto.

 La pregunta de Prometeo se dirige no a un individuo, sino al campo de lo real: el de los dioses.

 Es interesante, Prometeo, le reta a Zeus, le pincha, le excita, quiere engañarle, mentirle, ponerle en una situación difícil, límite, meterle en un atolladero, en un callejón sin salida, para que no se escape, se vaya por peteneras. Como Hamlet, le quiere llevar, sea como sea, a la hora de la verdad, que siempre es la del Otro.

 Prometeo le supone, al dios del rayo, deseante. Más bien, necesita de forma imperiosa suponerlo así, que así sea, por ser una cuestión de vida o muerte. No hay otro modo, para que un sujeto pueda acceder a su deseo, aunque se trate de un auténtico Titán, que preguntarse por el deseo del Otro.

 Lógicamente, la condición previa, necesaria, es que, a través de un acto de suposición -discursivo-, el sujeto x le impute un deseo x al Otro.

 Lo que exige, otra vez lógicamente, que a ese Otro, supuesto deseante, causado, le falte algo.

 ¿Qué es lo que le falta a Zeus? ¿Cuál es el objeto que causa su deseo? Es evidente, por lo sequens en esta historia mítica, que es el fuego (cuanto más fatuo, mejor que mejor: un fuego fatuo -en latín ignis fatuus- es un fenómeno consistente aparentemente en la inflamación de ciertas materias -fósforo, metano, principalmente-, que se elevan de las sustancias animales o vegetales en putrefacción, y forman pequeñas llamas que se ven andar por el aire a poca distancia de la superficie).


Fuego fatuo


 El sacrificio de Prometeo no tiene tanto el objetivo de fastidiar a Zeus, meterle el dedo en el ojo, vengarse de él, tomarse la revancha, como el de atraparlo en su condición límite de Otro tachado, barrado, causado por un objeto que lo divide.

 El objeto que tiene esta función, la de producir la spaltung del Otro, es el @.


El grafo del sujeto


 Prometeo suputa, imputa, conjetura, un Zeus deseante, anhelante, causado, pero del que no sabe cuál es su deseo.

 Ese hueso o esos huesos que muelen el cuerpo de Zeus, no representan más que la barra del significante, que lo atraviesa, lo divide.

 Por eso, a Zeus se le atraviesa ese hueso-barra que ha elegido sin saberlo, sin saber que es eso, justo lo que no quiere, lo que rechaza, aquello que causa su deseo.

 Si esa barra-traviesa, juguetona, díscola, infantil, se le atraviesa, es porque ya la tenía atravesada (más o menos desde que Crono y Hera, sus papás, le empezaron a hablar).

 Lo que más desea un sujeto humano es que el Otro tenga un deseo. El deseo es deseo de un deseo.

 Y, más que nada, lo que no deja de ser una redundancia, un deseo que se le atraviese, dado que todo deseo, por definición, si es verdaderamente un deseo, cae atravesado.

 Por este motivo, todo el afán de Prometeo es que la elección de Zeus se le atraviese, le dis-guste, no le resulte placentera. El displacer, el unlust, el malestar, es el signo inconfundible de que ahí está implicado el goce.

 Zeus es un dios que es demasiado humano, en el sentido de que tiene todas sus pasiones, defectos y virtudes.

 No es un dios abstracto, puro intelecto, monoteísta, monotemático, ajeno al goce o a los placeres terrenales.

 Por eso, Prometeo, le tienta con suculencias, exquisiteces, delicatessen. Con objetos destinados a un auténtico gourmet, a un degustador Olímpico.

 Es cierto que, como en las bodas de Caná, faltó el vino, tan mediterráneo, pero uno no puede tenerlo todo, algo tiene que faltar.

 Dice Lacan que los dioses, aunque moran en el Olimpo, pertenecen al campo de lo real. No solo habitan ese campo, sino que lo configuran, lo construyen.

 ¿De qué real se trata? De la sustancia gozante. Los dioses, como se comprueba con Zeus, son auténticas bestias gozantes (disfrutan como bestias).

 El dios es una partícula de goce. Igual puede encarnar un goce del sentido -religioso-, que un goce fálico -el sintoma (los rituales obsesivos; la religión como la neurosis obsesiva de la humanidad)-, que un goce del Otro -el agujero mortífero-. Todo depende de cómo se reparta el mazo de cartas RSI.


El goce de Zeus


 Prometeo, que está de parte de los hombres, provoca a Zeus, le arrastra a lo que se podría denominar su hambre primordial, eternamente insaciable, con una especie de señuelo, cebo o carnada: el gran buey apetitoso.

 Le somete a una prueba, a una elección, en la que Zeus va a tener que dar testimonio de su deseo, de sus ansias, imposibles de aplacar, de goce.

 Hay que recordar que toda esta historia comenzó con un corte. Y ahí seguimos, hasta los restos.

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